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Homenaje a la Escuela de Letras. 4

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Textos de Guillermo Sucre, Gustavo Díaz Solís, Hanni Ossott e Ida Gramcko 


Guillermo Sucre

La vida, aún

¿Dónde quedó la alegría de vivir?
La desaprensiva lentitud en el trato
y la clara mirada del orgullo,
la vislumbre del carácter y el destino,
la mano que sabía prohibir y consagrar,
los cuerpos que dan gracias al alma
y ágiles como la parra se enlazan
en las noches del placer y también
del dolor; todo lo que fue ceremonia,
frugal o generosa celebración ¿ahora
dónde está, bajo cuánto oropel
y odio y oprobio yace? ¿Hay seres
que aún vivan en la amistad del clima,
respiren el hálito de la tierra
cuando amanece, se bañen en el mar
como una purificación? ¿Es hermosa
aún la hermosura, se ilumina su rostro
en los días aciagos y lo amamos
con paciencia?

¿O sólo hemos sido
sangre rencorosa, paciente sólo
para la insidia y el ultraje?
¿Conocimos alguna vez la pasión,
el paciente de su larga herida?
¿O apenas nos alcanzó el alma
para la astucia, el requintado
honor, la ávida vanidad? ¿Alguna
vez fuimos justos sin mediar
el escarnio? ¿Y entre tanto ahí
estaba el escarnio desesperado
en la miseria, y piedad
no tuvimos, ni reverencia? ¿Y entretanto,
por todo lo que cuesta ser
hombre, apenas éramos venezolanamente
retrecheros?

O sólo fue falaz
la vida, y venal. Sólo ella no supo
ser austera, no se jubiló a tiempo,
ni siquiera tuvo tiempo de sacar
un seguro de vida. A todos
se prostituyó: era demasiado hermosa
y sólo quería dar placer,
o su ilusión. En el fondo, nunca
pensó que iría a morir. Ahora busca
refugio en la memoria, deambula
por jardines desolados creyendo
cifrar en la rosa o el jazmín que amó
el íntimo y desnudo destello
que le prendía al mundo. Se va llenando
de ruinas en la casa que cubre
la hiedra. Se da cuenta que ya no
cuenta, y limpia sus máscaras.
Ahora aprende a vivir su único
rostro: su secreta agonía.

*De La segunda versión (1994). Pre-Textos, Valencia (España). 2021 


Gustavo Díaz Solís

Crótalo

Había sido un día caluroso y ahora estaba puesto el tiempo y el viento gemía tristemente y las ramas de los árboles se agitaban con repentina violencia y se oían los truenos severos rodando lejos por el cielo. Sin embargo, el suelo permanecía seco y tibio porque no había llovido en muchos meses y la piedra desde la que vigilaba despedía un calor agradable.

Tan inmóvil como la piedra, ella había estado mirando buen rato hacia la cabaña. No sabía por qué. Sólo sabía que cuando el hombre bajó los escalones y caminó hacia el galpón y la mujer se quedó en el corredor con el niño en los brazos, ella tuvo que detenerse en su excursión de caza y mirar hacia la mujer y el niño, y que su cabeza había comenzado a oscilar como un fusil que apunta hasta quedar a ras del piso de la cabaña donde estaban los pies de la mujer. Algo después, cuando la mujer entró, su cuello como de cera fue depositando lentamente la cabeza sobre la arena tibia.

Entonces sintió que en las fauces se le inquietaban los curvos colmillos y que segregaba con mayor abundancia su veneno en las bolsitas receptoras que pronto empezó a sentir bastante cargadas.

Así estuvo largo rato vigilando detrás de la piedra, mientras el veneno rezumaba secretamente. Oía por el suelo el ruido de carpintería que hacía el hombre en el galpón y por la lengüita bifurcada que palpaba el aire percibía de la cabaña un crepitar inaudible que ocurría en las maderas que se resecaban en el sol. Así estuvo largo rato —el cuerpo en 8 y la cabeza sobre la arena mientras la lengua palpaba el aire intermitentemente.

Poco a poco cesó el viento y los truenos se fueron alejando. El sol comenzó a declinar hacia las lejanas lomas del oeste y vino un sosiego al lugar y un lado de la cabaña y los árboles tomó sombra y la hierba seca y la tierra se volvieron del color de su piel.

Y así, con la fatalidad del día que termina, llegó el momento en que desde atrás de la piedra ella comenzó a huir espesamente y en silencio cruzó el claro de la cabaña con un suavísimo movimiento que sólo podía vérsele a los costados como el viento cuando pasa sobre los trigales.

Se desplazó de una manera impecable, y fue sólo cuando llegó a los escalones y se revolvió en una rápida vuelta y se enrolló apretadamente en el recodo que hacían con el zócalo, cuando sacudió la punta de la cola donde sus ocho crótalos vibraron con un chischeo seco y corto, lleno de melancolía y de misterioso imperio.

Mas no se detuvo allí sino el tiempo necesario para tomar respiro y apreciar la nueva situación. Subió en seguida por un lado de los escalones, como creciendo, y se deslizó por el piso del corredor y pasó apretadamente por debajo de la puerta.

Adentro se detuvo completamente. Aquella sombra fresca le era extraña. Por la lengua y por los ojos percibió la luz que había en la sombra, el silencio que reposaba entre los muebles quietos, la tenue humedad; separó los olores que permanecían allí después del almuerzo de ese día y aun captó otros, más pungentes, que parecían originarse en una habitación contigua; oyó y constató la inalterabilidad de un goteo de agua que venía de más lejos y que no podía ver y oyó los últimos truenos que se alejaban. Reunió después todas estas sensaciones dispersas y se las reservó y las puso a trabajar en su interior hasta que su sangre se tranquilizó y pulsó acompasadamente otra vez.

Entonces los ojitos opacos le brillaron un poco, como si alguien de un soplo los hubiese desempolvado, la lengua palpó el aire en los sitios clave y la cola sacudió sus crótalos con confianza, casi al mismo tiempo que se oyó un suave y acompasado ronquido que venía del cuarto de al lado.

Avanzó sin proponérselo. Pero esta vez se desplazaba por el piso con el cuello retraído en una profunda curva, lista para golpear, mientras el resto de su cuerpo se desenvolvía en una larga línea recta.

La otra habitación parecía tener más cosas adentro y tuvo que detenerse otra vez para tomar nota del sitio antes de seguir. Se veían muchas patas de muebles y objetos pequeños por el suelo. Levantó entonces un poco la cabeza, atraída por unas vibraciones muy fuertes, y vio al niño. Estaba parado y en pañales y se agarraba con las manos al borde de la cuna. Brincaba sobre el colchoncito cuyos resortes hacían un rítmico chirrido.

Se estaba muy callado un momento y en seguida comenzaba a lalear alegremente, más recio cada vez, mientras brincaba sobre el colchón y hacía movimientos torpes con un brazo fuera de la cuna tratando de alcanzar con la mano un osito que estaba patas arriba en el suelo.

Ella vio todo esto y, sin saber por qué, se sintió molesta y contrariada. Atraída hacia el niño —cuyos movimientos estimaba injustificadamente agresivos— y, sin embargo, sin verdadera voluntad para repelerlo. Otra cosa parecía haber en aquella habitación que requería su más íntimo y secreto deseo. Pero sólo podía ver al niño, que se movía tanto y hacía tanto ruido y que parecía querer salirse de la cuna doblándose pronunciadamente sobre el borde y estirando el brazo y la mano hacia abajo, hacia ella.

De nuevo empezó a desplazarse. Y, de pronto, cuando estuvo cerca de la cuna, el niño la vio. Sí, evidentemente la había sorprendido. No podía engañarse. Podía apreciarlo y, además, se lo decían su lengua agitada y los crótalos que no dejaban de sonar en una recia y continua vibración de alarma.

Y ahora era otra vez esa mano que se le acercaba, agrandándose, desde la cuna donde el niño saltaba. Le era difícil, muy difícil contenerse. Los músculos del cuello estaban tensos en una curva muy cerrada, sus colmillos querían incorporarse, y los pequeños odres del veneno estaban a rebosar. En ese momento el niño dejó de saltar y de hacer ruidos. Se paró en una esquina de la cuna, se agarró de los bordes con las manos gordezuelas y relumbrosas, y doblando apenas las piernitas rollizas, se quedó muy quieto y serio un rato mientras gradualmente el pañal mojado se le descolgaba pesadamente entre las piernas. Pero apenas pasó esto, reanudó alegremente sus ruidos y saltos y volvió a sacar el brazo fuera de la cuna hacia ella que estaba tratando de pensar en otra cosa. La mano del niño la haló repentinamente a su propósito anterior. Y fue tan fuerte aquel estímulo que la cabeza se le armó sobre el cuello y toda ella tomó la forma precisamente necesaria para dar un golpe súbito y certero. En ese instante se oyó un tumbo y el niño había desaparecido.

Rápidamente se reorientó y siguió con la vista aquella figura que corría atropelladamente hacia la puerta y alcanzó a verle los talones —rosados, torneados, sedosos. Fue una revelación esclarecedora. Los había visto al fin— después de ocho largos y tediosos crótalos. Lo supo, inmediatamente, y se ensimismó en aquella inesperada claridad. Sintió entonces que si no lograba morder en aquellos sonrosados talones por lo menos se había movido certeramente hacia ellos, resistiendo otras muchas tentaciones. Oyó voces y pasos que se acercaban. Tendría que luchar, y quizá moriría. Fervorosamente comenzó a prepararse para ambas cosas.

*En Cinco cuentos. Asociación de Escritores Venezolanos. Cuaderno Literario N° 20, 1963. 


Hanni Ossott

UCV MEA CULPA

Soy profesora universitaria

hija de la Casa de los locos

Hyde Park sin reina ni reino

 

Soy de la “Tierra de Nadie”

Vivo en el desamparo

en el miedo

en la convulsión

en el temblor

 

Doy clases en la Escuela de Letras

Y tengo los ojos azules

 

Trabajo, sí

mientras puedo…

mientras me dejan…

las secretarias

los bedeles

los profesores

los psiquiatras

y los encapuchados

 

Los Decanatos son un reino de locos

donde todos se pelean.

 

Inquinas

Odios

Rivalidades

 

Y yo les sugiero que se vayan a la mar

—a la playa

para limpiarse la mente y el corazón

 

Soy profesora universitaria

tengo 45 años

llevo aproximadamente diez y seis años de Docencia

Soy profesora Asociado

me faltan 16 años (?) 10 años para jubilarme (?)

¿pero podré?, ¿tendré fuerzas?

—Podrá usted, ¡preciosa!

¡a pesar de su cansancio!

 

Dios, he visto de todo

locos

borrachos

amas de casa

homosexuales

 

La UCV era o es un antro que da o daba pena

He sido madre

hermana

amante

abuela

de mis preciosos y sórdidos alumnos

Y mi grito no tiene fin…

 

Veo sus jardines destrozados

y me da pena

veo los allanamientos

y me da pena

veo botellas de agua mineral lanzadas al piso

veo preservativos.

 

Y digo, me digo:

¡Santa Cruz de Tenerife!

“Orden en la pea”

 

¿Y las obras de arte?

¿Quién las va a preservar?

¿Y nosotros los artistas?

¿A dónde?

Dios, ¿a dónde?

Señor su Excelentísimo Rey de Inglaterra

¡ayúdenos!

Ayude a Rafael Cadenas y a Hanni Ossott

(entre otros tantos poetas que quieren respirar)

porque de lo contrario nos da “la tembluca”.

 

Abril, 1991.  

*De El circo roto. Poemas 1990-1993. Monte Ávila Editores Latinoamericana. Caracas. 1996. 


Ida Gramcko

Plegaria

No te puedo nombrar. No tienes nombre. Eres lo que se siente. Nunca lo que se explica. ¡Oh mi Absoluto Amado, a quien descubro ahora sin que ninguna forma lo limite! Perdóname la antigua reflexión.

No eres lo que se piensa. Eres lo que se ama. No eres conocimiento sino sólo estupor. No eres el perfil sino el asombro. No eres la piedra sino lo inaudito. No eres la razón sino el amor.

De la mano del Ángel yo he ascendido a tu hallazgo que nunca es un concreto tesoro sino continuamente un descubrimiento inenarrable. El Ángel, a mi lado, sintió también intensa, más intensa que nunca, más intensa que con algo o con alguien, esa visión de inmensidad. Como con nadie, no porque cada caso es singular, sino porque aquel acto fue más hondo que todos los suyos, como si recibiéramos de pronto un advenimiento de infinito.

Y es inútil pensar en encarnarte. Eres lo que nunca se puede encarnar ni nombrar porque sólo nos juntas las manos y nos haces doblar las rodillas.

Déjame sentirte, ¡oh infinitud, oh zona inmensa, dimensión sobrehumana, oh mi Dios, siempre con la piel deslumbrada tanto que el cuerpo se me vuelve luz! Déjame estupefacta, arrebatada, y déjame que vibre para siempre con la palpitación mía e íntima.

Quisiera ser aquella que permanece, atónita, ante ti. La que no sabe de tu nombre, la que no sabe de tu forma, una ignorante estremecida. Y que así sea.

*De Poemas de una psicótica. Grafos. Caracas. 1964.

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