Textos de Carlos Sandoval, Camila Pulgar Machado, Consuelo González Díaz, Irma Chumaceiro, José Ignacio Herrera y Juan Pablo Gómez
Carlos Sandoval
El hombre de Atenas
En algún archivo reposa el expediente académico en el que quizá podamos conocer los datos de lugar y fecha de su nacimiento, la educación investida, el desempeño oficioso. Hasta donde se sabe solo publicó un libro: Giovanni XXIII (Torino, 1958): biografía muy valorada en el ambiente eclesiástico de su tiempo, traducida a varios idiomas. La Biblioteca Central registra tres trabajos de ascenso con su firma y en al menos un número del mítico Suplemento Cultural del diario Últimas Noticias se recuerda uno de sus trabajos sobre el legado griego.
Corría la leyenda de que, siendo sacerdote en una comunidad italiana o de Alemania, se enamoró de una arpista clásica de Venezuela cuyas melodías lo condujeron al trópico. También circulaba la especie de que había sido uno de los filólogos que participó en no sé qué trabajo relevante vinculado con el código de Hammurabi. De esto habla Elvira Macht de Vera cuando una mañana de 1988 me entrevista en su despacho del Instituto de Investigaciones Literarias luego de responderle que León Algisi era, con mucho, el profesor a quien deseaba parecerme: enciclopédico, pero minucioso en los detalles; sistemático y abogador del estudio amplio de la cultura en el que los textos literarios constituían piezas de un entramado simbólico que da cuenta de nuestro sitio en el mundo.
En el primer semestre de la carrera Algisi impartía la cátedra de Introducción a las Literaturas Occidentales con apasionado rigor y verbo flamígero. De inmediato me encadené a sus cursos, lo seguía como perro de caza hasta que agoté todas las posibilidades a las que, respecto de la carga académica, se me permitió acceder. Aquellas noches en las que nos acompañaba al Hades o a una tournée imaginaria desde Mesopotamia hasta el Ática cristalizarían como modelo de análisis de los productos creativos de cualquier contexto. Fue él quien nos enseñó a aplicar las bondades de la hermenéutica como herramienta de interpretación crítica, pero, sobre todo, algunos le debemos la comprensión de que nuestra tarea allí era formarnos como investigadores profesionales, lejos de una mal entendida bohemia.
Nunca pude ser como él. No obstante, aún trato de imitar su ejemplo.
Camila Pulgar Machado
La Escuela, la mía, la tuya
Así como mi madre, Arlette Machado, yo también fui a la Escuela de Letras (UCV) a estudiar y, posteriormente, me convertí en una joven profesora que enseñó casi 20 años en sus aulas. Ahora vivo en otro país donde, por fortuna, también educo en una universidad.
Si hay algo que he echado de menos es esa Escuela de Letras y a sus estudiantes. Aunque si bien ellos cambian de persona, siguen allí. Eso me da alegría y enorme curiosidad. A los estudiantes de hoy día, de la Escuela de estos años crueles, les saludo. Considero una falta de cortesía y corta visión —una especie de impedimento para ‘entender’ lo que el país nos ha exigido—, cuando quienes han emigrado se expresan solo desde la destrucción y la impotencia. “La UCV está en ruinas y no queda nada”. El hecho de manifestarse públicamente como si al irse la Escuela se hubiera hundido en un hoyo mortuorio y prácticamente desaparecido, me deja pensando.
La Escuela nunca ha sido la misma, no ha hecho más que cambiar de década en década. Pero ¿quién sabe? A lo mejor un día desaparece la “disciplina” de la literatura. Eso sí puede pasar en este mundo de inteligencia artificial que inunda la academia. También creo que Venezuela se ha vuelto víctima de un mal de archivo (obstáculo para reencontrarse con…) que exigirá reflexiones difíciles. Habrá que darle la vuelta a la imposibilidad de mirarla otra vez, pero viva. Para nada sirven, desde el punto de vista de una nación, esas memorias que perdieron su cable a tierra, su relación con la hoguera del presente. La memoria que desatiende el golpe de la hora histórica tiene poco que decir. La historia puede estar tácita, implícita, pero debe palpitar.
La Escuela de Letras fue para mí un espacio orgánico a mi amplia casa que siempre iba más allá del núcleo burgués de un apartamento de profesora ucevista hacia los mundos de Sabana Grande, República del Este y Ciudad Universitaria de Caracas. Así que crecí con las indicaciones de mamá de cuando llegaba el poeta, Rafael Cadenas: –“¿Saludaron al poeta?” O cuando aparecía el gran Adriano González León, siempre elegantemente vestido, y recitaba algo deslumbrante. Luego mamá hablaba de la famosa lista de 10 libros que había que leer para hacer el posgrado que el propio Adriano ofrecía a quienes lo seguían fuera y dentro de la Escuela.
Sin embargo, mi Escuela no fue la de Adriano ni la de mamá. Ya ellos la dejaban atrás. De mi primer semestre recuerdo a Rafael Cadenas, introvertido pero perdurable. Su salón era una amplitud particular donde se estaba a gusto si el estudiante se recreaba sin las presiones académicas. Cadenas contribuía a bajarle el volumen a la ansiedad del saber y con él hasta los pájaros volaban, a lo mejor se transmutaban en logos. También tuve a Jorge Romero León cuya influencia fue decisiva en mi vida y nunca más sino hasta que dejé el país, estuve sin su presencia en mi día a día. Jorge Romero León me formó en el arte de la conversación fina. Cuando Jorge conversa siempre abarca lo que lee, traduce y crea en sus percepciones vibrantes de referentes sugestivos, y que él suelta en el círculo del habla con un estilo que no tiene competencia. Es un ser danzante cuyas destrezas expresivas son geniales como su humor.
Muy pronto, como estudiante del cuarto semestre, llegué a la mesa de Guillermo Sucre de donde heredé una noción del ensayo literario de la que nunca he querido separarme. Y hay que ver que la academia prefiere su destrucción antes de darle permiso a las “fantasías que guía la suerte” (Montaigne). Nunca hubiera alcanzado el summa cum laude sin el Taller de ensayo de Guillermo Sucre, allí comenzó lo que ha sido para mí la Escuela como una ordenación sin andamios. Otras dos influencias intelectuales que me tocaron entrañablemente fueron Rafael Castillo Zapata y María Fernanda Palacios. Castillo Zapata me brindó amor hacia la teoría, aprendí que esta tiene belleza; y sí es cierto que convida a la auténtica contemplación de las ideas. Un día encontraré el tiempo para releer lo que ha sido el corpus que él abrió ante mis ojos y que ha sido el de mis trabajos de maestría y doctorado. Y esto quiero hacerlo consultando sus Diarios: las pautas de este intelectual caraqueño tan arraigadas al arte como “un médium de la reflexión creadora” (W. Benjamin, el que Rafael me invitó a leer). Luego, entrar y estar en el espacio fascinante de María Fernanda Palacios me dio un sentido de la literatura y su vida que nunca más hallé en espacio académico. El otro día lo sentí cuando vi el documental que le hicieron a su hermana Isabel Palacios. Secretos de nuestra paideia nativa que algunos privilegiados (y muchos diría) hemos apreciado. De María Fernanda también aprendí qué es una Escuela cuando fui profesora. Muchas veces, sin que ella lo notara, la escuché con atención. Sabiduría de ola que retorna y no se seca.
La Escuela no desaparece porque nosotros nos vamos, tampoco el país. La despedida ha sido tan radicalmente traumática que olvidamos la existencia de quienes quedan llenos de vida y sucesos. Seres que subsisten como sociedad, además. La sociedad existe, aunque haya sido arruinada. La memoria de la diáspora muchas veces es famélica, y se pasma políticamente para el país.
La Escuela me dio conocimientos de qué busco, qué quiero. Encontrarlo es lo difícil. Hallar universidad que me satisfaga no ha sido fácil. El tipo de Escuela que yo viví fue exigente: cultura y psicología vivas, colegas radiantes y excéntricos, estudiantes atentos, ojos inquisitivos y tantas veces compasivos, verídico cariño de ‘mis’ estudiantes que me llamaban profe Camila, y una comunidad que todos le debemos al espacio arquitectónico que Carlos Raúl Villanueva construyó. Eso es tanto decir que yo nunca quise enseñar en el posgrado porque significaba pasar tardes en un edificio al margen de la Ciudad Universitaria de Villanueva. La CUC es piel y sustento de mis sueños. Sueño con sus pasillos, con ese cemento lumínico y su dimensión neuro-vegetal.
Consuelo González Díaz
Lengua materna
Hace más de dos décadas llegué a la Escuela de Letras, donde he hecho toda mi carrera académica en el Departamento de Lenguaje. En ese momento estaba estudiando en la Maestría en Lingüística, programa en el que daban clases profesores del Instituto de Filología Andrés Bello (IFAB) y de las escuelas de Letras e Idiomas de la UCV y de otras universidades: Paola Bentivoglio, Adriana Bolívar, Godsuno Chela-Flores, Irma Chumaceiro, Mercedes Sedano, Martha Shiro, todos lingüistas notables, afables y generosos con sus saberes y experiencia. Les adeudo una gran parte de mis conocimientos actuales sobre fonología, gramática, semántica y pragmática, sociolingüística y psicolingüística, y de mi quehacer lingüístico y docente.
Mi mejor tributo a la Escuela y a esos maestros es dedicar aquí unas líneas para honrar la lengua materna y, sobre todo, a mi madre, mi primera maestra. Ella me enseñó a leer y a escribir, y despertó mi oído con canciones que entonaba mientras guisaba con ají o cocinaba arepas, hallacas o dulce de merey guayanés. Recuerdo también las rondas populares, venidas del romancero español, que cantábamos y bailábamos tomadas de las manos, y las historias sobre su infancia en Galicia. Solía contar que le gustaba mucho tumbarse al pie de un cerezo para tomar las guindas y llevárselas una a una de la rama a la boca, o que, para las ensaladas, cortaba con unas tijeritas las hojas tiernas de los bledos que nacían a la orilla de una acequia (una de las tantas palabras de origen árabe heredadas y relacionadas con la construcción de puentes y la canalización de las aguas).
Más tarde me entretendría leyendo cuentos de aventuras o siguiendo, en los diccionarios, el rastro del linaje de las palabras escondido en una raíz común. De esta manera, el significado literal de “flor” transparentaba en “florear”, pero se oscurecía de repente y figuradamente en “aflorar” (agua o un mineral) y en “florilegio”, sinónimo de antología. A diccionarios y selectos trozos de materia literaria les tenía asignado mi padre su espacio en la biblioteca familiar. De igual manera, el habla de todos los días, cantada y narrada, y el habla culta que discurre en libros y discursos académicos fueron lindando sus comarcas vecinas sin enemistarse.
Nunca pensé que el gusto por las palabras y la lengua me abriría las puertas de la Maestría en Lingüística hace ya unos veinticinco años y, poco después, las del Departamento de Lenguaje de la Escuela de Letras, cuando lo dirigía Irma Chumaceiro, mi tutora del programa docente y mejor guía y amiga hasta hoy, y más recientemente las del IFAB, con sus corpus lingüísticos y el fichero léxico de Rosenblat. La confianza de mis tutores, la camaradería de los demás colegas y el deseo de saber de los estudiantes me han animado a quedarme en el país, en la UCV, donde me siento más útil y he ensayado y cosechado rendidores frutos, y a persistir en esta carrera apenas recompensada materialmente.
Junto a mis alumnos y colegas del área, le dedico tiempo a tantear las palabras y su combinatoria, a descubrir que algunas se vacían de significado como “hacer” en hacer uso ‘usar’ y “dar” en dar un vuelco ‘cambiar’, a comprender que las lenguas cambian paladeándolas, a reconocer la riqueza vernácula de las variedades americanas y peninsulares del español, y a explorar las distintas opciones que nos ofrece una lengua para decir lo mismo o cosas distintas, para comunicar lo que se quiere decir o se dice sin querer; o, por el contrario, para ocultar lo que se piensa, para confundir a quienes se pretende manipular y dominar. También es posible hacer cosas con palabras, como bendecir o elogiar, maldecir o insultar, palabras y hechos de los que los hablantes siempre han de hacerse cargo, no las lenguas. He dicho.
Irma Chumaceiro
De la Escuela de Letras al IFAB. Un espacio de aprendizajes y afectos
Este texto nace de la nostalgia; es una evocación de la Universidad Central de Venezuela que viví como estudiante y luego como profesora. Esa misma institución que hoy, aunque asediada en su autonomía, asfixiada en su presupuesto y detenida en su crecimiento académico, lucha por seguir siendo la primera casa de estudios del país y por volver a un entorno de democracia real, de respeto e incentivos al conocimiento, y al debate libre de las ideas.
Aun a riesgo de idealizar el pasado, voy a rememorar mis primeros años de estudiante en la Escuela de Letras. Inicié mis estudios en la UCV 1972; ese año la Escuela volvió a sus espacios tradicionales después de un tiempo funcionando extramuros. Mi primer encuentro con el campus, ya como estudiante, fue un deslumbramiento. Encontré en un solo y hermoso espacio: las fuentes para el conocimiento, los escenarios para la creatividad y la comprensión de lo plural, amén del terreno para la amistad y el crecimiento personal.
Descubrí entonces (y este hallazgo definiría mi vida) el camino de ida y vuelta que lleva del conocimiento de la lengua, al ser y al placer de la literatura. En ese entonces percibía ese espacio como un pasadizo invisible pero real (como el de los cuentos de Cortázar), que me llevaba de un extremo a otro de mis intereses y afanes. En otras palabras, del embelesamiento por la obra literaria y sus autores, a la sistematicidad, corporeidad y creatividad de la lengua.
Entonces vivía agradablemente escindida entre la Escuela de Letras, por una parte: sus cursos novedosos, los entusiastas profesores, las tertulias al final de la tarde y el pasillo donde todo era posible. Del otro lado, el Instituto de Filología Andrés Bello: la investigación que daba cabida a los estudiantes, los severos maestros y la magnífica biblioteca abierta para todos.
En aquella época, el Departamento de Lenguaje, también llamado Área 1 de Letras, funcionaba en estrecha relación con el IFAB y viceversa. Los profesores del Instituto llevaban a cabo investigaciones lingüísticas y filológicas, muchas con trabajo de campo, entrevistas y grabaciones (innovadoras para entonces), que incorporaban activamente a los alumnos. El producto de dichas investigaciones se llevaba a las aulas de clase de la Escuela como una manera de enseñar la lengua viva, en sus variedades de uso y de registros.
Dentro de esta misma perspectiva, no puedo olvidar El español de América, un novedoso seminario impartido por el IFAB. Una asignatura que era no solo novedosa en las universidades hispanoamericanas de la época, sino también un riquísimo compendio de la herencia lingüística, social y literaria que forjó nuestra identidad como continente.
De mis días como preparadora, pasante y luego profesora (1975-1980) en la Escuela y en el IFAB, recuerdo con admiración y agradecimiento a esos maestros, que, aunque ya no están físicamente, nos dejaron ejemplo y aprendizajes que fueron mucho más allá de lo meramente académico:
Ángel Rosenblat, «el profesor» como solíamos llamarlo con admiración. El intelectual exigente, agudo y multifacético, quien dedicó gran parte de su vida al estudio y caracterización del habla de Venezuela, concebida no solo como materia lingüística sino también como expresión de la identidad de sus hablantes. Sus múltiples trabajos, y los proyectos de investigación que dirigió, fueron la base de los estudios de dialectología y lingüística en el país.
María Teresa Rojas, “la profe», siempre exigente, pero generosa y maternal, preocupada por supervisar a sus estudiantes y darles formación de docente. No podré olvidar nunca cómo en los primeros meses de profesora en Letras, ella, que además era mi tutora, se asomaba por las ventanillas del aula 201 y observaba mi desempeño para luego hacerme críticas demoledoras. Para mi horror, constantemente me amenazaba con entrar al aula a oír mi clase. Sin embargo, nunca lo hizo; lejos de eso fue un apoyo y una guía, mi maestra de Español de América y de la vida universitaria.
Aura Gómez, afanosa investigadora, sobre las expresiones coloquiales del español de Venezuela en la tradición popular y familiar, desde una perspectiva etnolingüística. Coloquialismos que ella misma utilizaba con sentido de la oportunidad y especial gracia. Fue, junto con Luciana De Stefano, una de las principales autoras de las papeletas que condujeron al Diccionario de Venezolanismos.
Luciana De Stefano, acuciosa y sensible, primero mi profesora, luego compañera de investigación, siempre amiga fraterna y ser humano excepcional. Su interés por el castellano, por sus autores y textos nos descubrió, no solo un conjunto de obras precursoras del Siglo de Oro Español, sino ese mundo medieval oscuro y fascinante que para los alumnos de entonces era, en sí mismo, un camino a la imaginación y a la literatura.
María Josefina Tejera fue tenaz continuadora de la línea de investigación de Rosenblat. Dirigió, culminó y publicó (en colaboración con Luciana de Stefano y Aura Gómez) una obra fundamental para nuestro español, los tres tomos del Diccionario de Venezolanismos. Llevó a cabo, igualmente, estudios precursores sobre las unidades fraseológicas y la sufijación afectiva en nuestra lengua.
Paola Bentivoglio, nuestra “condesa», trabajadora dedicada e incansable, cuidadosa de las formas pero innovadora permanente, generosa con todos en sus conocimientos y su amistad. Fue ucevista y venezolana hasta siempre. Paola fue la promotora de los estudios sociolingüísticos en el país; bajo su dirección se elaboraron El Habla Culta de Caracas, la parte venezolana del Proyecto de estudio de la norma culta hispánica de Lope Blanch, los dos Corpus Sociolingüísticos de Caracas, el de 1977 y el de 1987. Asimismo participó en el PRESEEA 2004-10.
En aquellos tiempos y en los que luego vinieron, evoco con cariño a mis compañeros, con quienes compartí, no solo años de formación, intereses académicos y amistad, sino también un compromiso de trabajo, dedicación y amor a la UCV: Mercedes Sedano, Alexandra Álvarez, Carmen Luisa Domínguez, Edgar Colmenares, Amanda Contasti, Zaida Pérez y los más jóvenes que, como generación de relevo, se incorporaron en diferentes momentos.
Frente a estos años aciagos que aún vivimos, ante la amenazada Universidad de nuestros días, maltratada no solo por la limitación extrema de su presupuesto, por el deterioro del trabajo de investigación y de la actualización académicas, sino también duramente golpeada en su autonomía y en la protección salarial y social de sus profesores, estudiantes y empleados, rememoro con nostalgia esos años de la Universidad Central de Venezuela. La Escuela de Letras, del IFAB y de la universidad toda, cuando la docencia, la investigación, el debate académico y el hacer universitario en todos sus ámbitos se conjugaban en la búsqueda de una educación de calidad y de un ambiente de convivencia y desarrollo humano y académico para todos los ucevistas.
Con este texto he querido evocar y rescatar la memoria de lo que fuimos y tuvimos, no para volver al pasado, sino para preservar lo que debe conservarse; pero sobre todo para animarnos a transformar y cambiar lo que sea necesario. En ese sentido, hay que trabajar por una universidad que sea la avanzada de una mejor Venezuela, apegada al presente, preparándose para el futuro, pero sin perder la memoria de todos los que allí han dejado su corazón y su legado.
Irma Chumaceiro
De la Escuela de Letras al IFAB. Un espacio de aprendizajes y afectos
Este texto nace de la nostalgia; es una evocación de la Universidad Central de Venezuela que viví como estudiante y luego como profesora. Esa misma institución que hoy, aunque asediada en su autonomía, asfixiada en su presupuesto y detenida en su crecimiento académico, lucha por seguir siendo la primera casa de estudios del país y por volver a un entorno de democracia real, de respeto e incentivos al conocimiento, y al debate libre de las ideas.
Aun a riesgo de idealizar el pasado, voy a rememorar mis primeros años de estudiante en la Escuela de Letras. Inicié mis estudios en la UCV 1972; ese año la Escuela volvió a sus espacios tradicionales después de un tiempo funcionando extramuros. Mi primer encuentro con el campus, ya como estudiante, fue un deslumbramiento. Encontré en un solo y hermoso espacio: las fuentes para el conocimiento, los escenarios para la creatividad y la comprensión de lo plural, amén del terreno para la amistad y el crecimiento personal.
Descubrí entonces (y este hallazgo definiría mi vida) el camino de ida y vuelta que lleva del conocimiento de la lengua, al ser y al placer de la literatura. En ese entonces percibía ese espacio como un pasadizo invisible pero real (como el de los cuentos de Cortázar), que me llevaba de un extremo a otro de mis intereses y afanes. En otras palabras, del embelesamiento por la obra literaria y sus autores, a la sistematicidad, corporeidad y creatividad de la lengua.
Entonces vivía agradablemente escindida entre la Escuela de Letras, por una parte: sus cursos novedosos, los entusiastas profesores, las tertulias al final de la tarde y el pasillo donde todo era posible. Del otro lado, el Instituto de Filología Andrés Bello: la investigación que daba cabida a los estudiantes, los severos maestros y la magnífica biblioteca abierta para todos.
En aquella época, el Departamento de Lenguaje, también llamado Área 1 de Letras, funcionaba en estrecha relación con el IFAB y viceversa. Los profesores del Instituto llevaban a cabo investigaciones lingüísticas y filológicas, muchas con trabajo de campo, entrevistas y grabaciones (innovadoras para entonces), que incorporaban activamente a los alumnos. El producto de dichas investigaciones se llevaba a las aulas de clase de la Escuela como una manera de enseñar la lengua viva, en sus variedades de uso y de registros.
Dentro de esta misma perspectiva, no puedo olvidar El español de América, un novedoso seminario impartido por el IFAB. Una asignatura que era no solo novedosa en las universidades hispanoamericanas de la época, sino también un riquísimo compendio de la herencia lingüística, social y literaria que forjó nuestra identidad como continente.
De mis días como preparadora, pasante y luego profesora (1975-1980) en la Escuela y en el IFAB, recuerdo con admiración y agradecimiento a esos maestros, que, aunque ya no están físicamente, nos dejaron ejemplo y aprendizajes que fueron mucho más allá de lo meramente académico:
Ángel Rosenblat, «el profesor» como solíamos llamarlo con admiración. El intelectual exigente, agudo y multifacético, quien dedicó gran parte de su vida al estudio y caracterización del habla de Venezuela, concebida no solo como materia lingüística sino también como expresión de la identidad de sus hablantes. Sus múltiples trabajos, y los proyectos de investigación que dirigió, fueron la base de los estudios de dialectología y lingüística en el país.
María Teresa Rojas, “la profe», siempre exigente, pero generosa y maternal, preocupada por supervisar a sus estudiantes y darles formación de docente. No podré olvidar nunca cómo en los primeros meses de profesora en Letras, ella, que además era mi tutora, se asomaba por las ventanillas del aula 201 y observaba mi desempeño para luego hacerme críticas demoledoras. Para mi horror, constantemente me amenazaba con entrar al aula a oír mi clase. Sin embargo, nunca lo hizo; lejos de eso fue un apoyo y una guía, mi maestra de Español de América y de la vida universitaria.
Aura Gómez, afanosa investigadora, sobre las expresiones coloquiales del español de Venezuela en la tradición popular y familiar, desde una perspectiva etnolingüística. Coloquialismos que ella misma utilizaba con sentido de la oportunidad y especial gracia. Fue, junto con Luciana De Stefano, una de las principales autoras de las papeletas que condujeron al Diccionario de Venezolanismos.
Luciana De Stefano, acuciosa y sensible, primero mi profesora, luego compañera de investigación, siempre amiga fraterna y ser humano excepcional. Su interés por el castellano, por sus autores y textos nos descubrió, no solo un conjunto de obras precursoras del Siglo de Oro Español, sino ese mundo medieval oscuro y fascinante que para los alumnos de entonces era, en sí mismo, un camino a la imaginación y a la literatura.
María Josefina Tejera fue tenaz continuadora de la línea de investigación de Rosenblat. Dirigió, culminó y publicó (en colaboración con Luciana de Stefano y Aura Gómez) una obra fundamental para nuestro español, los tres tomos del Diccionario de Venezolanismos. Llevó a cabo, igualmente, estudios precursores sobre las unidades fraseológicas y la sufijación afectiva en nuestra lengua.
Paola Bentivoglio, nuestra “condesa», trabajadora dedicada e incansable, cuidadosa de las formas pero innovadora permanente, generosa con todos en sus conocimientos y su amistad. Fue ucevista y venezolana hasta siempre. Paola fue la promotora de los estudios sociolingüísticos en el país; bajo su dirección se elaboraron El Habla Culta de Caracas, la parte venezolana del Proyecto de estudio de la norma culta hispánica de Lope Blanch, los dos Corpus Sociolingüísticos de Caracas, el de 1977 y el de 1987. Asimismo participó en el PRESEEA 2004-10.
En aquellos tiempos y en los que luego vinieron, evoco con cariño a mis compañeros, con quienes compartí, no solo años de formación, intereses académicos y amistad, sino también un compromiso de trabajo, dedicación y amor a la UCV: Mercedes Sedano, Alexandra Álvarez, Carmen Luisa Domínguez, Edgar Colmenares, Amanda Contasti, Zaida Pérez y los más jóvenes que, como generación de relevo, se incorporaron en diferentes momentos.
Frente a estos años aciagos que aún vivimos, ante la amenazada Universidad de nuestros días, maltratada no solo por la limitación extrema de su presupuesto, por el deterioro del trabajo de investigación y de la actualización académicas, sino también duramente golpeada en su autonomía y en la protección salarial y social de sus profesores, estudiantes y empleados, rememoro con nostalgia esos años de la Universidad Central de Venezuela. La Escuela de Letras, del IFAB y de la universidad toda, cuando la docencia, la investigación, el debate académico y el hacer universitario en todos sus ámbitos se conjugaban en la búsqueda de una educación de calidad y de un ambiente de convivencia y desarrollo humano y académico para todos los ucevistas.
Con este texto he querido evocar y rescatar la memoria de lo que fuimos y tuvimos, no para volver al pasado, sino para preservar lo que debe conservarse; pero sobre todo para animarnos a transformar y cambiar lo que sea necesario. En ese sentido, hay que trabajar por una universidad que sea la avanzada de una mejor Venezuela, apegada al presente, preparándose para el futuro, pero sin perder la memoria de todos los que allí han dejado su corazón y su legado.
Juan Pablo Gómez Cova
El profesor Cadenas
Para hablar de la Escuela de Letras no se me ocurren otro tono y otra forma que no sean la llaneza y la espontaneidad. Fue abril de 1996: vi al profesor Cadenas entrar al pequeño salón de alemán (que estaba en Filosofía, pero pertenecía a Letras). Los estudiantes nos acomodamos en la mesa en la que también se sentaba el profesor. Todos lo mirábamos expectantes porque sabíamos que era poeta. Y aunque habíamos conocido a otros poetas —y algunos escribíamos poesía—, era unánime la convicción de que el profesor Cadenas era un poco más poeta que el resto de los poetas. En esos instantes se generaba una supersticiosa solemnidad que el profesor disipaba cuando comenzaba a hablar. Primer mito derribado: Cadenas decía mucho. Y, además, nos enseñaba la importancia de saber decirlo, no solo empleando las palabras precisas, sino respetando con devoción el peso y los matices de cada una.
Cadenas nos leía mucho a Borges, a Rilke, a Huxley y a Antonio Machado. Recuerdo haber debatido con compañeros si sería una “fiebre” momentánea o si serían sus autores de cabecera. Como era un taller de lectura, se centraba en la historia del libro: ese artefacto milenario que nos ha humanizado. A pesar de la cultura libresca, de las gramáticas y las estilísticas, de las etimologías y las retóricas, insistía en hablar de la vida, desde una perspectiva de regocijo personal y a veces de hastío (una cosa no excluye la otra). Cadenas recitaba, leía, gesticulaba, reía y hasta se molestaba. Y sí, también prorrumpían largos silencios, pero repletos de contenido. Eran necesarios contrapesos a lo dicho; eran oportunidad de asimilación para jóvenes que todavía abrían mucho los ojos como respuesta al asombro. Yo miraba mucho por la ventana esa luz plácida y vegetal de la Ciudad Universitaria.
Pasaron varias décadas. Y entonces lo reencontré en el Palacio Real de Madrid. El poeta dio una rueda de prensa a propósito del Premio Reina Sofía. Para mí fue volver pasmosa y nítidamente al salón de alemán en 1996. Luego, subo a un carro con dos catedráticos españoles, para continuar con actos propios de la ocasión. Uno le dice al otro: “Nunca había visto a alguien manejar con tanta soltura las cadencias del silencio”. Sonreí y miré por la ventana el paisaje castellano.
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