El implacable José Rafael Pocaterra, que describe sus vivencias infantiles en Valencia cuando al ver desfilar “los postreros despojos del ejército del gobierno de Andrade” que venía de ser derrotado por la revolución de Cipriano Castro, narra en sus “Memorias de un venezolano de la decadencia” la siguiente anécdota: “Y al llegar los músicos al grupo de la esquina, donde vocifera el pulpero, comienzan a vibrar con un no sé qué de desgarrador los primeros compases del Himno Nacional… ¡Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó!. La música sacude mis nervios de niño, en mi sangre venezolana se encienden los atavismos guerreros de mi raza, y rompo a aplaudir y a cantar. Pero mi madre me toma por el brazo, indignada, me enseña al muerto que está tendido en la calle y me dice con una voz inolvidable: Mira «el bravo pueblo».”
La estremecedora escena, donde la voz de la madre se convierte en la conciencia que acompañará al escritor el resto de su vida, tiene un punto de comparación similar para reflexionar sobre la escena de Maduro recorriendo las calles de Caracas tras el apagón nacional del pasado viernes 30 de agosto. En dicho recorrido hacía alarde de la aparente normalidad que vivía la capital tras casi diez horas del apagón en todo el país. Y no es poca cosa decirlo. En la era de mayor avance tecnológico de la humanidad, uno de los países más ricos del mundo se encontró durante casi todo su ciclo diurno sin energía eléctrica, con todas las implicaciones que esto tiene en lo económico, lo hospitalaria, lo social y lo político.
La normalidad a la que, por medio del terror y la fuerza el país se ha sumergido tras la épica jornada del 28J, no es reflejo de la trágica crisis política, humanitaria y económica que vive el país y que tiene como centro la negación explícita de la soberanía y de la urgencia del cambio de rumbo. Esa normalidad está soportada por el inescrupuloso sistema de complicidades de quienes hacen prevalecer sus intereses personales y en el que todos los involucrados deben cuidarse a sí mismos porque la caída de uno significa la de todos y eso es un dique de contención muy delgado en sistemas criminales como ése.
La normalidad no es una pasada de página, más bien es proyección de la necesidad de sobrevivir y aunque eso arrastra al país a una militancia indiferente, en la desesperanza que forzosamente siembre ese estado de sobrevivencia paradójicamente habita la esperanza de una Venezuela que ha quedado sustancialmente transformada, aun cuando no exenta de muy graves tensiones, tras las elecciones del 28 de julio, aun cuando los resultados inmediatistas que la misma tragedia impone no se han materializado.
Y no quedará en blanco el destino del país. Antes bien, la transición a la democracia tendrá que concretarse tarde o temprano. Las condiciones políticas en las que Maduro se mueve y trata de salir del atolladero son muy frágiles. Nadie más que los actores de este régimen del terror saben que desfilan al borde un precipicio que puede ser muy costoso a la hora establecer las condiciones y garantías de su propia salida. Y para esa hora se necesitará que las fuerzas democráticas de la oposición mantengan la cohesión con el liderazgo de María Corina Machado, se alejen de las tentaciones de preciosismos jurídicos que podrían arrastrarnos a caminos desandados y purguen cualquier tentación de claudicar con la realización de un nuevo proceso electoral.
Vivimos un oficio de tinieblas, aquel antiguo rito preconciliar que se celebraba antes de la Pascua, en el sentido de una liturgia que transita hacia la liberación de nuestro país y de eso no me quedan dudas. Que no se convierta en réquiem dependerá de nuestra constancia cívica y que la presión internacional sea inclaudicable.
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