Intentaré en el artículo que sigue responder a la pregunta sobre el mobiliario mental de Diosdado Cabello, recién designado como titular del Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores, Justicia y Paz. Basta con señalar que bajo el control de ese ministerio están el Sebin (Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional), el Cicpc (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas), la Guardia Nacional Bolivariana, la PNB (Policía Nacional Bolivariana), así como el Saime (Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería), la Oficina Nacional Antidrogas, la Dirección Nacional de Casinos y otros despachos fundamentales, para que sea evidente que la pregunta es inevitable y urgente.
No solo se trata de un gigantesco ente del Estado venezolano, una mega estructura tentacular que concentra un poder extraordinario sobre cuestiones esenciales para la vida cotidiana y la convivencia, sino que es el ente desde el que emanan los lineamientos y las órdenes, y se deciden y organizan operaciones violatorias de los derechos humanos: secuestros, detenciones forzosas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones y torturas. Es el ente especializado, como ningún otro, en el desconocimiento sistemático del debido proceso. Desde el que se activan las instrucciones para reprimir a los que protestan. Es el centro que establece las políticas de degradación, suciedad e infamia que reina en las cárceles venezolanas. Es la entidad que dirige las prácticas de espionaje y seguimiento de ciudadanos inocentes. Es la estructura, el meollo, la articulación desde la cual se destruyen las libertades individuales y políticas. El Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores, Justicia y Paz es el centro real donde se diseñan y se ponen en movimiento las políticas de terror contra los ciudadanos y las familias indefensas de Venezuela. Es la organización del Estado donde el mal madurista recibe instrucciones y se abalanza sobre quienes reclaman libertad para Venezuela.
Visto todo lo anterior; y visto que ahora mismo en Venezuela se libra la más decisiva de las luchas entre la sociedad democrática y el poder totalitario, la lucha entre la voluntad popular expresada en las elecciones de 28 de julio, y la dictadura que se niega a reconocer su derrota; visto que está en curso un programa de detenciones de dirigentes políticos y sociales, acusados de delitos que no han cometido, la pregunta sobre el mobiliario mental de Diosdado Cabello no admite demoras.
Debo aclarar, brevemente, qué entiendo por mobiliario mental: se refiere a la dotación que habita en la mente de un hombre. Con qué recursos intelectuales, con qué experiencias de vida, con qué sentimientos hacia sí mismo y hacia los demás, con qué aspiraciones se desenvuelve, con qué herramientas anda por el mundo. En este caso, la pregunta adquiere dimensiones dramáticas: de qué trata el mobiliario mental de Diosdado Cabello, ahora designado como la máxima autoridad de un organismo casi omnipotente.
Diosdado Cabello es un sujeto de precario mobiliario mental. Carente de los bienes del espíritu. Los lectores que hayan visto Con el mazo dando, su programa semanal de televisión, saben a lo que me refiero: por más de diez años, los días miércoles de cada semana, el obsesionado, perro feroz y triste que da vueltas persiguiendo a unos fantasmas que le muerden la cola, se ha sentado por horas a repetir, sin rubor, sin ápice de vergüenza, el pequeño menú de asuntos que constituyen su discurso.
Se sienta frente a la cámara y habla cuanto quiere. Fija su límite: hasta que el tedio o el cansancio se lo imponen. Está allí como un reyezuelo. Señor del set, propietario del canal y de la señal del Estado. Orondo, hinchado, prendado de sí mismo. Jactancioso. Ufano. Despectivo. Impune (nada lo amenaza), inmune (nada lo conmueve), invulnerable (rodeado de guardaespaldas y grupos armados listos para obedecer sus órdenes: generales que se arrodillan ante sus apetitos de teniente).
Pero en cuanto lo escuchas, cuando pones atención a lo que ocurre en el programa, ves la dotación interior del teniente Cabello: una capacidad verbal que no alcanza las cien palabras. Muletillas, frases que dejan inconclusas porque no tiene más que añadir, un kiosco mental con una mínima oferta de palabras manoseadas, desvirtuadas, casposas.
¿Y cuáles son las obsesiones a las que me referí antes? Las que todo el país conoce hasta el hartazgo -incluidos los miembros del PSUV-: acusar de forma indiscriminada. Hacer señalamientos, sin importar que no tengan sustento alguno en los hechos. Desvirtuar. Difamar. Establecer conexiones bizarras y perversas: en la visión de Cabello, un activista de una ONG que trabaja en los barrios pobres del país es un agente de la CIA; un sindicalista que denuncia la violación de los derechos de los trabajadores es un lacayo del imperio estadounidense; un ciudadano que se acreditó como testigo de mesa de una organización opositora en el proceso electoral es un terrorista, un instigador del odio.
¿Qué ha hecho, por más de una década, el recién designado ministro del Poder Popular para Relaciones Interiores, Justicia y Paz? ¿Cuáles son los muebles que habitan su mente, cuáles sus obras, cuáles sus méritos?
Consisten, en lo primordial, en esto: inventar la existencia de enemigos. Sumar nombres e instituciones sin recato. Su programa, una perversa rutina del odio y de la representación del odio: un hombre que agita unos papeles ante la cámara, formula amenazas y denuncias, revela nombres y conspiraciones, meras frutas podridas de su invención.
El lector está llamado a pensar en la envergadura del peligro que se ha instalado en Venezuela. El nuevo ministro, que confunde la realidad con sus fantasías degradadas de la realidad, viene a liquidar la inequívoca voluntad de cambio que hay en el país. Viene a solidificar la dictadura, cuyo rechazo no cesa de crecer, dentro y fuera de Venezuela. Lo que hacía desde su programa, lo hará en lo sucesivo desde el despacho del ministerio. Al sujeto de las fantasías paranoides le han entregado el control de los organismos armados y de las armas. Nada menos. Hay que pulsar el botón de las alarmas.
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