La elección general en Venezuela el 28 de julio pasado, y su desenlace posterior, ha tenido un importante impacto regional e internacional. A pesar de la existencia de opciones diferenciadas en la boleta electoral, los venezolanos fueron testigos de una elección en claras condiciones de inequidad competitiva, opacidad y control estatal de la autoridades electorales, judiciales y militares, así como un limitado acceso a recursos informativos y financieros de la oposición. Este autoritarismo electoral ha generado una reacción crítica de importantes potencias globales (Estados Unidos, Europa) y una mayoría de países latinoamericanos, e incluso, de organizaciones académicas de orientación progresista (LASA). Sin embargo, para otros países de la región, las elecciones democráticas -plurales, competitivas, recurrentes, transparentes, participativas- constituyen una evocación muy borrosa en su memoria histórica.
Cuba tal vez constituya el caso más atípico de las autocracias latinoamericanas actuales. Sus antecedentes de elecciones democráticas se remontan al periodo de 1940 a 1950. A partir de la ruptura democrática de marzo de 1952 las elecciones han sido irregulares, y de 1959 hasta la institucionalización del sistema político prosoviético de partido único en 1976, no hubo elecciones. A partir de esta fecha han sido elecciones manipuladas, de voto inducido por candidaturas únicas preseleccionadas por criterios de fidelidad ideológica.
En estricto sentido, la última elección general para presidente y renovación del cincuenta por ciento (50%) de la Cámara de Representantes y Senadores, en condiciones de competencia multipartidista se celebró el 1 de junio de 1948. El calendario electoral cubano de entonces, regido por el Código Electoral de 1943, definía elecciones generales y parciales combinando la regla de la pluralidad con un sistema de votos provinciales para elegir presidente con un sistema de mayoría relativa en circunscripciones plurinominales con representación de minorías para el Senado, y la elección de representantes a partir de la representación proporcional con la fórmula de Hare de resto mayor con renovación de 50% en elecciones de medio término cada dos años.
Los resultados electorales del periodo no solo estuvieron condicionados por esta combinación de reglas electorales (P/RP), sino por las propias características del sistema de partidos cubano; es decir, un multipartidismo moderado sin partido predominante para competir y ganar solo, lo que produjo incentivos para el establecimiento de amplias alianzas electorales. A diferencia de las dos elecciones anteriores (1940-1944), las generales de 1948 marcaron el fin de las grandes coaliciones bipolares centrípetas, y el inicio de la fragmentación y polarización del sistema de partidos.
En junio de 1948 aumentó a cuatro el número de candidatos en competencia, reduciéndose el tamaño de las dos primeras coaliciones que postularon a los candidatos fuertes. El candidato vencedor de la Alianza Auténtica Republicana (PRC-A/PR) fue Carlos Prío Socarrás (PRC-Auténtico) (46%), seguido por el candidato de la Coalición Demócrata-Liberal (PD-PL) Ricardo Núñez Portuondo (30%); el restante 24% fue para los dos candidatos de partidos independientes, Eduardo Chibás del nuevo Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPC-O) (16,5%), y Juan Marinello del Partido Socialista Popular (PSP) (7%). Se puede apreciar la pluralidad del sistema de partidos del periodo, lo que se refleja en la elección parcial de 1950 donde adquirió fuerza legislativa el PPC-O (13,6% de los escaños) por encima de los partidos tradicionales de derecha (Liberal 12,1%) y Demócrata (9%), y apareció un nuevo partido de centro derecha, el Partido de Acción Unitaria (PAU) (6%) de Fulgencio Batista.
La Constitución socialista de 1976, y la ley electoral 72 de 1992, definieron los fundamentos del sistema electoral cubano hasta su reforma marginal en la Constitución de 2019. En general, estas reglas electorales fueron un eficiente mecanismo de selección y rotación de lealtades al interior de una cohesionada élite. Diseñadas para (re)producir consenso en un sistema de partido único, su funcionalidad depende de un filtro selectivo orientado a garantizar la continuidad y gobernanza de un régimen totalitario.
Si bien es cierto que la postulación de candidatos es directa a nivel de circunscripción, las candidaturas a los gobiernos municipales, provinciales y de diputados a la Asamblea Nacional están sometidas a un “doble filtro selectivo” a partir de criterios de idoneidad ideológica. Las Comisiones Electorales y de Candidaturas en las diversas instancias cumplen esta función: la cohesión y lealtad de los candidatos en lista cerrada que será sometida a votación (in)directa por un selecto grupo de elegidos de probada lealtad.
50% de las candidaturas propuestas y votadas a nivel municipal para formar parte de la Asamblea Nacional, conductistamente en bloque por la “unidad”, emergen de propuestas elaboradas por estas Comisiones de Candidaturas y deben ser aprobadas por las Comisiones Electorales, lo que subvierte la noción de representación popular. Es importante subrayar que a partir de la ‘elección’ (sic) para presidente en 2016 ha comenzado un proceso de decrecimiento en la participación electoral y un aumento de las boletas en blanco, los votos nulos y el voto selectivo.
A pesar de que la nueva ley electoral Nº 127 de julio de 2019 propone profesionalizar y dotar de mayor autonomía a los Consejos Electorales y las Comisiones de Candidaturas en las diversas instancias, el artículo 86 reconoce como el principio ético de las autoridades electorales “hacer patente, en todo momento, su lealtad a la patria, a la revolución y al sistema político, económico y social que defendemos” (sic). Dentro del andamiaje autocrático totalitario las elecciones serán siempre un mecanismo para reforzar el poder de una élite ilegítima.
El autor es profesor-investigador de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. [email protected]
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