«Ante la batalla cívica del pueblo venezolano, que después de 25 años de dictadura lucha con la vida por la libertad, avergüenza el desánimo de la oposición en México. La hazaña que encabeza María Corina Machado debería bastar para sacar a la ‘Marea rosa’ a las calles en defensa de las instituciones de la república que en estos días se nos van de las manos y que costará una generación recobrar».
Así comienza el artículo de Enrique Krauze, del 8 de agosto, en el diario mexicano Reforma. Enrique Krauze Kleinbort (Ciudad de México, 16 de septiembre de 1947) es historiador, ensayista, editor e intelectual mexicano. No es la primera vez que aborda la tragedia venezolana sin andarse con los remilgos habituales en los intelectuales de Occidente. Por el contrario, hace mucho que comprendió a cabalidad la circunstancia y sus protagonistas, recogida en su libro “El poder y el delirio” (Tusquets, 2008), un perfil de Chávez. Lo entrevistamos por zoom.
—¿Por qué usted ha acompañado la causa democrática de Venezuela desde tan cerca? En este sentido, Vargas Llosa y usted constituyen una excepción. En estos días, un escritor creyéndose, me imagino, muy ingenioso, dijo que “quien no estuviera con Chávez hace veinte años no tenía corazón, pero quien esté hoy con Maduro no tiene cerebro”, como si los abusos de Chávez no hubieran empezado el mismo día de su llegada al poder (para no aludir a su sangriento golpe de Estado, en 1992).
—Yo tenía un gran amigo venezolano, el escritor Alejandro Rossi, quien fue un maestro y un amigo entrañable. A través de él, que era descendiente del general José Antonio Páez, conocí algo de la historia de Venezuela. No mucho más, pero eso bastó para fortalecer mi contacto fraternal con Venezuela; además, claro, de los amigos que hice a lo largo de la vida de la revista Vuelta {fundada en 1976 por Octavio Paz], como Eugenio Montejo, Francisco Rivera, Guillermo Sucre, Juan Liscano y Teodoro Petkoff, entre otros. Yo tenía, pues, un contacto, digamos, literario con Venezuela, pero sí me di cuenta, como demócrata, de que Chávez constituía un grave peligro para Venezuela.
Yo cumplí 50 años en 1997 y al año siguiente entra en escena un Chávez, de cuyo carácter antidemocrático nunca me cupo duda. Yo había luchado por la democracia en México y en América Latina junto con Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas, Gabriel Zaid… Estábamos por conquistar la transición democrática en México, y me di cuenta de que al mismo tiempo Venezuela estaba a punto de perder su transición democrática, que venía desde el Pacto de Punto Fijo [1958].
Mario Vargas Llosa y yo coincidimos en 2003 en un congreso, creo que en Colombia, donde conocí a Américo Martín, de quien me hice amigo. Comencé a escribir sobre Venezuela al darme cuenta de que lo que estaba pasando allí era muy serio y me interesé cada vez más. Ya existía, como he dicho, el antecedente de mi amistad personal con Alejandro Rossi, pero en términos políticos, sería mi cercanía con ese personaje fantástico, fuerte, carismático, entrañable, que era Américo Martín, lo que me conduciría a seguir muy de cerca el desarrollo de Venezuela y percibir en aquellos hechos un riesgo enorme a la democracia.
En 2005, asistí a un congreso de populismo y, con Chávez en mente, expuse mi Decálogo del Populismo, donde aludí a Chávez como populista postmoderno, «quien venera a Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del «nuevo socialismo»». Y en diciembre de 2007, Américo Martín me explicó, eufórico, que Chávez no había podido ganar en el referéndum constitucional que hubiese llevado a una especie de Confederación con Cuba, puesto que entre sus propuestas estaba la de conformar a Venezuela como “Estado socialista”. El mismo domingo del evento, hablamos y Américo me dijo: “Hermano”, porque nos tratábamos de hermano, “ganamos”. Entonces, decidí ir a Venezuela.
—Pocos años después publica su semblanza de Chávez.
—En 2009, sí. Apareció mi libro “El poder y el delirio”, producto de entrevistas con gente común y con muchas personalidades, incluidas algunas del gobierno de Chávez. Mi contacto era Andrés Izarra, entonces ministro de Comunicación, quien me facilitó entrevistas con Aristóbulo Istúriz, hasta hacía poco ministro de Educación, y con Alí Rodríguez Araque, figura muy prominente del gobierno y contacto muy directo con los Castro. Ese libro se lo dediqué a Alejandro Rossi, quien estaba ya muy enfermo, y se conmovió mucho.
Venezuela me regaló amistades entrañables. Simón Alberto Consalvi, Germán Carrera Damas, Elías Pino Iturrieta, Inés Quintero… me dieron sus perspectivas de lo que estaba pasando. Y me apasioné, porque sentía que algo muy grave para América Latina y para el mundo estaba ocurriendo en Venezuela, una suerte de gigantesco engaño, un engaño histórico, un acto de prestidigitación, de embrujo. Algo parecido a lo que había ocurrido en otros momentos en Argentina, en Italia, en Alemania, donde todo un pueblo se enamoró de un líder… Y yo siempre he tenido desconfianza de los líderes carismáticos y mesiánicos. Pero, para completar la respuesta a su pregunta acerca de mi cercanía con Venezuela, apunto que hace un par de años hice un documental con el cineasta Carlos Oteyza.
Algunos grandes amigos venezolanos han muerto, otros siguen allí, y yo me siento venezolano en el corazón. Por eso, cuando veo la batalla que María Corina Machado está librando, me conmuevo profundamente. Tengo, eso sí, la angustia de no poder hacer algo más, porque no tengo más que mi pluma ni voz, que es muy poquito.
—¿Por qué esa desconfianza, en un continente donde ocurre lo contrario?
—Ese es un dato personal. Porque buena parte de mi familia falleció en el Holocausto, que fue causado por el embrujamiento de un hombre a un pueblo. Mi abuelo me decía: “¡Un millón de niños sacrificados! Explícame eso. Nadie puede explicarlo”. Pero tampoco puede explicarse, guardando las proporciones, los ocho millones de venezolanos que han salido de su país, la debacle y todo lo que ustedes conocen y han sufrido en carne propia.
En ese libro, en “El poder y el delirio” está dibujado lo que yo veía venir. Alí Rodríguez Araque me dijo: “Vamos a hacer el Estado comunal. Vamos a lograr lo que ni China ni Cuba pudieron”. Le pregunté que cómo lo harían y me respondió que el petróleo iba a llegar a 250 dólares el barril. Le pregunté cómo lo sabía y me contestó que él lo sabía y punto.
Claro que no lo sabía: el precio del petróleo cayó. Y, como expliqué en un artículo posterior, aparecido en la New York Review, el culpable de esa baja fue Chávez, al destruir la industria petrolera de Venezuela (además, desde luego, de que destruyó la industria en general, polarizó al país, envenenó a Venezuela y asoló la democracia y la convivencia).
—¿Qué valoración hace usted de Chávez ahora, pasado el tiempo y tras su muerte?
—Mantengo la percepción contenida en mi libro. Chávez era un militar hechizado por la figura paterna de Fidel Castro, quien era, él sí, una figura verdaderamente maquiavélica; y entendió perfectamente que podía manipular la vanidad de Hugo Chávez. Esto fue central. Hugo Chávez no se explica sin Fidel Castro, por quien tenía un amor filial. Chávez era, ideológicamente, un fanático y por eso se convirtió en una caricatura de Castro, a cuyos pies Castro puso nada menos que los recursos de Venezuela y el país mismo. Chávez le entregó Venezuela a Fidel Castro. Y Maduro es una caricatura de la caricatura.
—Y en lo personal, ¿cómo diría que era Chávez?
—Histriónico. Tenía una visión histórica de la historia y había leído a Plejánov. Un adorador de los héroes, que se veía a sí mismo como uno de ellos y que veía a Castro como un dios; y que, en un momento dado, se vio a sí mismo como el elegido de Dios para monopolizar todo el poder de Venezuela y ser el heredero histórico de Fidel Castro en el socialismo del siglo XXI. Hasta que se le atravesó el verdadero Dios de la historia, con D minúscula, que es el azar. La enfermedad, la soberbia, no sé.
—¿Cómo cree usted que quedará registrado en la historia?
—La historia está escribiéndose mientras hablamos. El presente, de inmensa pesadumbre, la gigantesca historia trágica de Cuba, está poniendo en su lugar a Fidel Castro. No solo en el olvido, sino en su lugar. Él es quien provocó esto, pero en ese caso siempre tienen los ideólogos el pretexto de que Cuba era objeto del acoso. Pero esto no cabe decirlo de Venezuela, de ninguna manera: Venezuela es un país bendecido Dios con los recursos que tiene; Estados Unidos siguió comprando muchísimo petróleo siempre… No. La destrucción de Venezuela es obra de Hugo Chávez y de Maduro y de quienes han estado alrededor de ellos.
Acabamos de ver al pueblo venezolano echando abajo estatuas de Chávez. Yo creo que la historia va a ser cada día más severa con Chávez, porque los pueblos tardan en entender, pero terminan por entender. Guardada toda distancia, el pueblo italiano adoro Mussolini y terminó colgándolo; y el pueblo alemán idolatró a Hitler, que provocó cien millones de muertes, pero el pueblo alemán está difícil que deje de ser democrático y no veo en los próximos 400 años, si este mundo existe, estatuas a Hitler en ningún lado de Alemania. Del mismo modo, Chávez, que creyó que pasaba la inmortalidad junto con Bolívar. La verdad es que Bolívar seguirá en el lugar extraordinario que tiene en la historia y Hugo Chávez pasará, no al olvido sino al oprobio.
—¿Y Nicolás Maduro?
—Pasará un hombre que ha cometido crímenes contra la humanidad. Un criminal. Chávez también cometió crímenes y no sé si fue menos sanguinario que Maduro, pero Maduro, desde ya puede decirse, es uno de los más sanguinarios, brutales, primitivos, dictadores que ha tenido América Latina. Debe tener más muertos que Videla y Pinochet.
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