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Rulfo contra Maduro

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Rulfo era un hombre triste. Tristeza nacida de la violencia que vivió de niño. Su abuelo y su padre fueron asesinados. La hacienda familiar fue prendida en llamas por el afamado bandolero Pedro Zamora, a quien más tarde hizo su personaje. Y, cuando murió su madre, él apenas contaba nueve o diez años.

La Cristiada (1926-1929) fue otro episodio sangriento que calaría en su memoria. Uno de sus tíos, junto al presidente Plutarco Calles, participó de esta guerra contra los cristeros (laicos y religiosos que resistían la restricción a la Iglesia Católica sobre bienes de la nación y procesos civiles). Y, también sabemos que, cuando no aprobó el ingreso a la universidad, el seminario católico fue su única opción. Y aunque siempre ocultó su pasantía por el seminario, este sembraría en el joven Rulfo, otro elemento distintivo para sus relatos tras el estudio de la «vía purgativa»: la percepción de un aura fantasmagórica de la cotidianidad mestiza mexicana. Luego, su tío, ya coronel de la guardia presidencial, lo ayudó a ubicarse en un puesto de la Secretaría de Gobierno porque no veía que su sobrino se encarrilara. Fue un oscuro empleado; melancólico y faltón.

Dice Reina Roffé que, el joven Rulfo, aprendió literatura en las cafeterías, no la  asumía de manera sistemática. Se dedicaba más a contar sobre sí mismo cuando lo requerían en público. Lo cierto es que su narrativa es bastante particular. Sus personajes, apenas esbozados, son meras marionetas fantasmales. La verdadera protagonista de casi toda su obra es la tristeza. Una tristeza tan rara que no sé cómo logra retratar aspectos ontológicos de la América Latina. Nos dio cierta identidad metafísica, pero Rulfo, con todo, deslumbra y asusta.

Roffé nos dice, entonces, que Rulfo es producto de un país «instalado en la muerte en sus más variadas formas, desde el asesinato de sus líderes a la delación y la violencia gratuita». Y que, en Pedro Páramo (1955), pongamos por caso, «persiste el amargo sabor de haber destruido todo para que todo permaneciera igual». La orfandad, el desarraigo de los lugares de su infancia, las bandas de forajidos de la revolución mexicana y las revueltas cristeras «darían cuerpo y sustancia a los fantasmas de una violencia que Rulfo habría de procesar» de tal forma, que una vez evacuado aquel sombrío universo, terminó por convertirlo en una especie de Bartleby. 

Hablo de Rulfo, con ayuda de Reina Roffé, porque su desgracia fue total: sin padres, sin casa y sin patria. Y todavía así, llevó sus muertos a cuestas. Esos muertos eran su hogar, su auténtica casa. Y desde allí escribió. Pero nada de esto que leo en Juan Rulfo. Las mañas del zorro (2003), de Reina Roffé, lo hago pensando en Rulfo sino en mí mismo. Amina Cain diría que proyecto mi disgusto. Cierto es que toda lectura es contemporánea. Y la biografía de Rulfo, creo, es la misma de los escritores venezolanos de hoy. Tan igual a la calamidad de otros autores, en otros lugares y con otras muertes. Si por lo general el tiempo de la vida y el tiempo del mundo no logran conciliarse, la literatura hace este milagro. El lenguaje es nuestra única arma. Rulfo lo demostró. Por eso, en sus textos, los muertos siguen vivos. Acaso, Roffé, podría decirnos que la literatura venezolana está obligada a procesar, a dar cuerpo y sustancia a una violencia desmedida que está creando sus propios fantasmas. Muertos que debemos mantener con vida. Nuestra propia Comala. ¿Cuántos Rulfo, en este momento, escriben en Venezuela? Sería gravísimo que así no fuera, ¿no?

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