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La verdadera identidad del amor

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El 7 de septiembre de 1943 Etty Hillesum, judía neerlandesa, escribía desde un vagón de tren: «Abro la Biblia al azar y me encuentro con esto: El Señor es mi cámara alta». Estoy sentada sobre mi mochila en un vagón de mercancías abarrotado. Papá, mamá y Mischa van algunos vagones más lejos. (…) Hemos abandonado el campo cantando«. Aquel día la joven escribió desde el tren que le trasladaba a Auschwitz su último mensaje, que arrojó al campo por una ventana del compartimento y meses después fue rescatado.

La vida de Hillesum y sus notas esperanzadoras en el tren de la muerte nos permiten una certeza: aquella mujer era excepcional. ¿Pero qué forjó la identidad de esta alegre judía? ¿Qué constituyó su excepcionalidad? ¿Quién era Etty? Estas mismas preguntas se las hizo mi abuelo el día que llegó un pequeño pájaro a casa y toda la familia se enzarzó en una discusión sobre su nombre. Parecía difícil encariñarse con una avecilla sin nombre; qué extraño cuidar a quien no podían apenas llamar. Como antes hasta los electricistas sabían latín el pájaro quedó bautizado como ‘sinenomine’ y todos tan contentos.

La identidad, sin embargo, no queda explicada en ninguna de las dos anécdotas. Mi familia materna no cuidó a aquel loro por su nombre como tampoco Etty Hillesum nos parece ahora excepcional por su alegre canto. Algo más había en ambos, algo que en una época de excesivos ‘ismos’ se nos desvela indescifrable. En un mapa laberíntico, parece difícil resolver algunas cuestiones universales: ¿Cuál era la identidad de Etty? ¿Cuál es la mía? ¿Qué es aquello que me define?

Pese a que el mundo nos quiera hacer pensar lo contrario, nosotros no somos lo que hacemos. La sociedad de nuestros días pretende hacernos victoriosos por nuestras victorias y fracasados por nuestros fracasos, pero esta dinámica de la meritocracia debería encender en nosotros todas las alarmas, porque afortunadamente el hombre es mejor que aquello que hace. Ni yo soy un estupendo escritor por firmar esta Tercera ni usted es un fatal lector por ojearla apenas entre líneas. El engreimiento y el apesadumbramiento conforman los polos del primer ‘ismo’ peligroso: el activismo.

Tampoco somos, aunque algunos se empeñen, aquello que decimos. Nuestra identidad nunca vendrá asociada a nuestra palabra porque entonces sólo merecerían aplauso los poetas y hasta soy capaz de pensar en varios cuya rima tampoco lo merece. En un mundo sediento de opiniones, donde todo lo pronunciado parece dispuesto a ser cincelado en frontispicios, el hombre descubre que su identidad queda lejos de aquello que dice. Si esto no fuera así algunos cerraríamos la boca para siempre y nos limitaríamos a balbucear avemarías. Caer en la trampa de un relativismo que entroniza en los altares la cantidad y sube al cadalso la calidad de las palabras supone el segundo de nuestros peligros.

Más preocupante me parece la opinión, que crece en debates y ministerios, de que el hombre es aquello que siente. Pero no. Tampoco somos lo que sentimos porque entonces España sería cuna de cainitas y tumba de resentidos. Nuestra identidad no viene configurada por aquellos tristes sentimientos que a todos nos merodean, pero mucho menos por los buenos propósitos que anidan en nuestra emoción. Yo nunca seré, qué sé yo, tahúr en Montecarlo, cigarrillo en tu boca o taxista en Nueva York. Y Sabina tampoco lo será, por mucho que caigamos repetidamente en el tercer riesgo: el emotivismo.

El laberinto de los ‘ismos’ me lleva a una cuarta reflexión. El hombre tampoco es aquello que desea ser. Hay quien madruga un domingo para hacer ‘burpees’ por el sólo motivo de convertirse en aquello que le han prometido. Y nada hay más peligroso que creer que todo es posible, cuando sabemos que nuestra voluntad es limitada. No somos aquello que queremos ser por mucho que tazas de desayuno e ‘influencers’ nos inviten a ello. Claro que evitar la trampa del voluntarismo tampoco puede significar una aceptación estoica de la propia miseria, como si la redención no fuese posible. Cuarto peligro.

Entre todo lo mencionado falta, sin embargo, la más peligrosa asunción: pensar que nuestra identidad viene dada por aquello que nos rodea. No. Nosotros no somos lo que nos hacen, puesto que viviríamos del victimismo; no somos aquello que nos dicen, pues enloqueceríamos en la palabrería del criticismo; y tampoco somos aquello que nos desean, rehenes de un dependentismo infantil. El hombre –y si me apuras hasta el loro de mi abuelo– es mucho más que aquello que los demás ven. Nuestra identidad trasciende todas nuestras limitadas capacidades.

¿Quién era Etty entonces? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la respuesta al enigma de mi identidad? Una entre todas las opciones me cautiva por su belleza, acaso el atributo más evidente de lo verdadero: soy llamado porque soy amado. Como aquel lorito, como aquella joven entusiasta, hay quien me llama por mi nombre y hay quien me ama y en una época de ‘ismos’ indescifrables ésta me parece la respuesta más acertada: mi identidad es aquella del amor. Soy amado y eso es todo lo que debería vertebrar mi vida. Esta receta del amor opera en todos los casos anteriores porque ay de aquel día que yo sea incapaz de hacer, decir, pensar o sentir. ¿Qué seré entonces, incapaz de obrar o de articular palabra? ¿Acaso perderé mi identidad, tal y como me propone una época eutanásica?

¡No! Nada de lo anterior conforma mi identidad sino el amor, que brota de dentro hacia afuera y se refleja de fuera hacia dentro. Mi capacidad de amar y ser amado es aquello que me identifica en plenitud. No es ésta, sin embargo, una oración definitiva: yo sólo propongo un predicado universal y cada cual que elija un sujeto. Algunos estamos irremediablemente convencidos de que ese amor se plenifica en Dios, que me creó pese a todo; otros podrán ahí a su madre, cuyo vientre testificó el mayor acto de amor de la tierra; habrá quienes elijan por sujeto a un amigo, quizás un hermano, acaso un profesor y también los hay que coloquen en esta identidad del amor a una mascota. Pero todos, así lo creo, somos ese amor que recibimos sin merecerlo y damos sin pretenderlo. Mi abuelo quedó entusiasmado por el pájaro porque veía en la cara de sus hijas la expresión de la alegría. Etty Hillesum se dirigía a Auschwitz con una sonrisa porque se sentía profundamente amada por aquellos que viajaban algunos vagones por delante. De esta forma, sabiendo que somos amados, qué fácil sería decir «hemos abandonado la vida cantando».

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