Tras tres semanas de las elecciones en Venezuela, se han estancado las negociaciones internacionales para buscar una salida del atolladero en el que se encuentra la sociedad de ese país. El gobierno de Nicolás Maduro sigue insistiendo en los resultados que lo favorecen, sigue incapaz de publicar los resultados desglosados por centro y mesa de votación que respaldarían su triunfo y sigue reprimiendo a grandes cantidades de opositores. La oposición, por su parte, ha presentado actas verificadas por varias instancias externas, que demuestran el triunfo arrollador de Edmundo González, pero con dificultades ha mantenido la movilización en la calle frente a la represión brutal del régimen.
Ante todo, los esfuerzos de varios protagonistas regionales —por un lado, Brasil, Colombia y México; por el otro, Estados Unidos— no avanzan. Los tres países latinoamericanos aún no logran acordar una fecha límite para que Maduro, el Consejo Nacional Electoral o la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia entreguen las actas que respalden el supuesto triunfo de Maduro. Estados Unidos filtra la noticia, según The Wall Street Journal, de que le ofreció a Maduro una amnistía total y permanente si renuncia o acepta su derrota, pero luego desmiente la información. Mientras, Maduro se mantiene y la represión continúa.
Se ve remota cualquier idea para romper el impasse. Mucho depende del mandatario brasileño, Lula, cuyo país es, junto con Colombia, el que mayor interés e influencia tiene para lograr que se respeten los resultados y Maduro se vaya en enero. Se ha calculado, a partir de encuestas preelectorales, que, en caso de permanecer el chavismo en el poder, casi un tercio de la población saldría del país, sumándose a los 8 millones que ya se han exiliado. Una buena cantidad se dirigiría a los países limítrofes.
Pero Lula no parece decidirse a elevar la presión sobre Maduro. Sus asesores filtran ideas sobre una nueva elección, o sobre una participación opositora más tolerada por el régimen en elecciones locales y legislativas el año entrante. Los mandatarios brasileño y colombiano, ya sin López Obrador, deslizan la posibilidad de nuevas elecciones presidenciales relativamente pronto y un gobierno de coalición, al estilo del Frente Nacional colombiano de los años sesenta, mientras tanto. Ni la oposición ni Maduro aceptan esta opción de momento. Ahora, el presidente López Obrador declara que no conversará con Maduro sino hasta después de que la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia resuelva, en una fecha incierta, un recurso presentado por Maduro. Mientras, las Naciones Unidas informan que los resultados ofrecidos por el CNE carecen de sustento, y que la falsificación de las actas sería casi imposible. No parece haber por dónde.
Washington, por su lado, probablemente preferiría relegar la crisis venezolana a dormir el sueño de los justos, y olvidarse del asunto. Pero no puede. El riesgo para Biden y Harris de que se detone un nuevo éxodo venezolano hacia Estados Unidos, vía Colombia, el tapón del Darién, Centroamérica y México es aterrador. Sería un nuevo Mariel: el éxodo marítimo de casi 125.000 cubanos en 1980 que contribuyó a la derrota de Jimmy Carter en la elección presidencial de ese año. Estados Unidos no puede dejar de buscar soluciones, aunque parezcan improbables, o insuficientes.
Se podría pensar en tres. Primero, que los tres países latinoamericanos, junto con Chile, expidieran un ultimátum: si dentro de un plazo breve y razonable Maduro no entrega las actas, desconocerían sus resultados y darían por ganador a González. En segundo lugar, todos participarían en una reunión extraordinaria de la OEA para invocar la Carta Democrática Interamericana, y aplicar sanciones a Venezuela de diverso tipo. Estamos lejos de eso, pero el viernes el Consejo Permanente de esa organización aprobó por consenso una resolución que urge a la autoridad electoral venezolana a publicar el resultado contenido en las actas de la elección presidencial. Siguiendo la misma línea, Estados Unidos volvería a imponer sanciones en materia petrolera, y los demás en lo que cada uno deseara: conexiones aéreas, comercio, turismo, cierre de fronteras, flujos financieros, etc. La Unión Europea haría lo mismo.
En tercer lugar, convendría que los brasileños y los mexicanos hablaran con tres aliados de Maduro, dos lejanos y otro en el corazón de la gobernanza venezolana. Me refiero a China y a Rusia, en primer término, y a Cuba en segundo lugar.
Es difícil saber hasta dónde persiste la asistencia rusa y china a Caracas. Se ha informado que China se desencantó con sus compras anticipadas de petróleo hace algunos años, y que Venezuela ya no paga sus deudas, ni con crudo ni con dólares. Rusia envía buques de guerra para profundizar los lazos con Maduro, pero su cooperación es limitada. Sin embargo, ambos países (parte de los Brics, con Brasil) podrían resultar sensibles a una gestión brasileña en el sentido de coadyuvar a la construcción del puente de plata para Maduro, si en algún punto esto traerá alguna distensión con Washington (sobre todo en el caso de China; el de Rusia se antoja más complicado).
Pero el gran actor ausente en la danza de las negociaciones estas semanas ha sido el gobierno de La Habana. Como se sabe, Cuba mantiene un fuerte dispositivo médico, deportivo, militar, de seguridad y de inteligencia en Venezuela, desde hace por lo menos 20 años. Entre otras cosas, aseguran la integridad física de Maduro y de los principales dirigentes chavistas, vigilan a la Fuerza Armada para evitar “deslealtades” y tentaciones golpistas, y se encargan de todas las tareas de inteligencia de un régimen autoritario. En buena medida gracias a ellos, y a pesar de adversidades mayúsculas de toda índole, desde 2002 no se ha producido ningún intento de asonada. Nadie tiene influencia en Caracas como los cubanos.
Es sabido también que la situación económica y social de la isla se ha vuelto catastrófica, peor que durante el llamado período especial. Más de dos millones de cubanos se han expatriado. Existe escasez de todo. Sin algún tipo de apoyo estadounidense, no se vislumbra ninguna salida. El quid pro quo parece evidente: si Cuba coopera para encontrar una salida en Venezuela, Washington buscaría cómo ayudar a Cuba a salir de su calvario.
Esto se intentó hace algunos años, por parte de otros líderes mexicanos y colombianos. Raúl Castro se enfureció y prácticamente expulsó a sus interlocutores de la isla. Pero mucho ha cambiado desde entonces en Cuba, en Venezuela, en Estados Unidos y en Brasil. En cualquier caso, sin el visto bueno cubano, ninguna propuesta interna o externa podrá prosperar.
No hay soluciones milagrosas en Venezuela. Todo se ha intentado, desde hace varios años, y nada ha funcionado. Pero las consecuencias de la pasividad, en esta ocasión, son de otra magnitud. Tal vez por eso los principales actores se verán obligados a recurrir a la imaginación, a la audacia y a la humildad, para encontrar una salida imperfecta, pero aceptable para todos.
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