Por EMETERIO GÓMEZ
Rómulo Betancourt: la ruptura con los comunistas y con la Unión Soviética en 1938.
Tal vez un buen punto de partida para aproximarnos a la dimensión moral de Rómulo Betancourt pudiera ser su ruptura con los comunistas en 1938. Una ruptura que debe haber traído consigo un distanciamiento de la Unión Soviética. Y entendida la dimensión moral, como la capacidad para influir sobre las realidades concretas a partir de decisiones y determinaciones que no provienen de dichas realidades.
Esa ruptura seguramente estuvo influida por circunstancias políticas concretas, pero sin lugar a dudas obedeció a la necesidad de un deslinde ideológico que el fundador de Acción Democrática juzgó imprescindible y que llevó a cabo a plena conciencia y con firmeza. Una decisión política, por supuesto, pero que —como toda decisión política auténtica— tuvo un contenido ético indudable. Sobre todo por las circunstancias en las que se produjo y que a continuación resumimos.
Antes que nada hay que mencionar la radical determinación de Betancourt de romper toda dependencia de su actividad política respecto de cualquier centro de poder, tal como habría ocurrido si se ponía bajo la férula de la Unión Soviética y del comunismo internacional. Autonomía de criterio imprescindible si se quiere mantener la posibilidad de la consistencia moral.
A pesar de sus ideas izquierdistas, socialistas, antiimperialistas, revolucionarias y aun anticapitalistas, a pesar de compartir estas posiciones con los comunistas, Betancourt decide romper drásticamente con ellos.
Aun habiendo militado en el Partido Comunista de Costa Rica; a pesar de que seguía siendo leninista en cuanto a la organización política; e incluso marxista en cuanto al uso del materialismo dialéctico e histórico como métodos de análisis, Rómulo decide diferenciarse nítidamente de los comunistas.
Pero mucho más importante que la ruptura con el Partido Comunista Venezolano, debe haber sido el distanciamiento de la Unión Soviética. Betancourt asumió la decisión de romper con el punto de apoyo básico de todos los izquierdismos, revolucionarismos, socialismos y anticapitalismos del mundo. El punto de referencia y de apoyo obligado para todos aquellos que como él se oponían al imperialismo yanqui.
Romper con la URSS en la década de los 30 era —desde la perspectiva revolucionaria— romper con la gran esperanza y el gran apoyo de los que luchaban contra la opresión, la pobreza, el analfabetismo, el latifundio, el imperialismo, la explotación del hombre por el hombre.
Era romper con la Unión Soviética cuando todavía los crímenes masivos de Stalin y del Partido Comunista Ruso no eran vox populi en Occidente. Cuando la Revolución Bolchevique era todavía la gran esperanza —en realidad el gran espejismo— de la casi totalidad de los hombres de pensamiento del orbe. Muchos de los cuales vinieron a romper con la URSS y el comunismo, exactamente 30 años después de Betancourt, en 1968, a raíz de la invasión rusa a Checoslovaquia.
Rómulo rompe con el comunismo exactamente en el apogeo de la guerra civil española. Un evento que, más que cualquier otro, marcó radicalmente la confrontación entre la izquierda y la derecha en el mundo. Betancourt era decididamente izquierdista, estaba con los republicanos españoles; la URSS y el comunismo mundial apoyaban también a los republicanos, y aun en ese contexto a Betancourt le sobró firmeza para romper con los comunistas y con la URSS. Una decisión que obviamente no provenía del análisis científico de la realidad que él tenía por delante, tal como habría pensado un “científico social” en la década de los 80.
La ética es exactamente eso: tomar decisiones cuando todas las deducciones parecieran indicar que conviene hacer lo contrario. Es decir, cuando todas las razones, cuando el pensamiento racional indica otra cosa. Porque hacer lo que la razón indica es una deducción, no un valor moral. Algo que se nos impone, no algo que nosotros imponemos. Los buenos gerentes y dirigentes políticos hacen lo que la razón indica, deducen a partir de premisas y a eso lo llaman —erróneamente— “decisiones racionales”. Hasta que descubren que no puede haber nada como una “decisión racional”.
Seguramente para aquella ruptura con la Unión Soviética también hubo razones circunstanciales y más concretas. El vergonzoso Pacto Germano-Soviético con el cual Rusia, amén de repartirse Polonia con Hitler, le daba a éste carta blanca para invadir Francia, debe haber influido en la decisión de Rómulo. Pero, sin duda, la necesidad de un deslinde ideológico impuesto con coraje y firmeza por el fundador de Acción democrática fue lo esencial.
En alguna medida Betancourt era ya —a los 30 años— el gran estadista que reclamaba para sí la autonomía y la independencia de criterio indispensables para poder imponer una definida posición ética. Prerrequisito o condición sine qua non —dicha autonomía e independencia de criterio— para poder darle un fundamento moral a la política. Recuérdese que no estamos entendiendo la ética ni como la práctica del bien, ni como la “tenencia” de principios y valores —absolutos y universales o no— sino como la capacidad para crear la realidad imponiéndole decisiones que no derivan de ella.
Primera de dos ideas básicas: la ruptura con el comunismo
En ese estricto sentido —la ética como la capacidad para crear la realidad—, mucho más importante que la necesidad de independizarse de cualquier ideología o potencia extranjera, de cualquier subordinación o hegemonía, lo que realmente nos interesa destacar es el rechazo mismo de Betancourt a la ideología comunista, en aras de las concepciones políticas que él estaba desarrollando y que tres años más tarde darían origen a Acción Democrática.
Es este el aspecto que queremos enfatizar con fuerza, porque hay en él una clara conexión entre Ética y Política: apenas a los 30 años de edad, con una firmeza contundente, Betancourt toma la decisión trascendental de romper con los comunistas y con la Unión Soviética.
Rómulo no sólo es capaz de comprender —en el puro plano de lo cognitivo— que el comunismo no era la ideología que él quería para su partido, sino que además demuestra la firmeza y el coraje suficiente para imponer esa decisión. Una determinación muy similar a la que Felipe González le impondría al PSOE cuarenta años después.
Si asumimos las Ética como la esfera que se genera cuando los hombres, en el pleno uso de su libertad, toman decisiones (sea en plano político, en el militar, en el jurídico, familiar, médico o económico); y si —como es menester para que se trate de una verdadera actitud ética— esas decisiones se toman en contra de poderosas razones que nos presionan en sentido contrario, que tienden a privilegiar la opción opuesta a la que escogemos (en este caso, disfrutar del apoyo del comunismo internacional y, sobre todo, de la URSS, aliado “natural” en la lucha contra el imperialismo norteamericano) si todo ello es así, entonces es evidente que la ruptura de Betancourt con el comunismo es una muestra clara de su firmeza y de su fuerza moral. El fundamento imprescindible de un estadista de talla.
La firmeza radical frente a Fidel Castro y el castro-comunismo en 1960
Pero la vida le reservaba a Rómulo una segunda oportunidad de demostrar su firmeza de carácter, su coraje inmenso, su perseverancia y, en síntesis, su fuerza moral. Pero también le reservaba la oportunidad de reafirmar lo que es realmente esencial, el fundamento de cualquier postura ética, en términos de lo que estamos discutiendo: la capacidad de captar, de comprender —en el plano estrictamente cognitivo— la radical inviabilidad del comunismo, el carácter nefasto de esta utopía totalitaria y, en consecuencia, la necesidad de oponerse a ella.
En 1938, Betancourt se enfrentó a un Partido Comunista Venezolano considerablemente débil, por mucho que tuviese a la URSS detrás. Y a una Unión Soviética que estaba muy lejos del inmenso poder material que llegaría a tener después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1959 Rómulo va a enfrentarse con Fidel Castro, ídolo absoluto de la izquierda mundial, héroe romántico capaz de enfrentar en sus propias narices al imperialismo yanqui.
Pero sobre todo, Betancourt va a enfrentarse a la URSS entre 1959-60, inmensamente más poderosa que la de 20 años antes. La misma que sorpresivamente le había picado adelante a los Estados Unidos en la carrera espacial; pero sobre todo la potencia que lideraba el impresionante proceso de descolonización que se adelantaba en África y en muchas otras partes del planeta.
Y fue ante este reto formidable que se reveló definitivamente la firmeza de carácter, el coraje, la perseverancia y la fuerza moral de Betancourt. Lo que en 1938 había sido un rechazo temprano al comunismo, todavía en gestación, en 1960, en el apogeo de la revolución totalitaria a escala mundial, fue un frenazo contundente a Fidel Castro y a la sempiterna Unión Soviética.
Aun ante los titubeos y ambigüedades de los propios Estados Unidos para enfrentar al castro-comunismo, Betancourt se le plantó al dictador cubano; y su actitud constituyó claramente la vanguardia de lo que en los siguientes 40 años determinó el fracaso de Castro en su pretensión de imponer el comunismo en América Latina.
Y el mismo coraje y firmeza que tuvo frente a Castro lo tuvo para enfrentar la guerrilla que, apoyada por él, intentó destruir la democracia venezolana en los años 60. No se le ha hecho nunca el debido reconocimiento a Rómulo por la formidable capacidad de decisión que demostró en el enfrentamiento contra el sátrapa cubano y sus huestes locales hace cuatro décadas.
Un enfrentamiento que —imposible dejar de mencionarlo— fue llevado adelante por Betancourt en 1960, desde una perspectiva muy distinta a la de 1938. Porque no se trataba ya del coraje moral puesto al servicio de posiciones —las suyas— todavía izquierdistas, revolucionarias, socialistas y antiimperialistas, sino de la defensa clara y frontal de la democracia, el pluralismo y la tolerancia. En 1960, cuando Betancourt enfrenta a Fidel Castro, la batalla era claramente —igual que ocurre de nuevo en Venezuela en el 2003— entre la Democracia y el Totalitarismo Comunista.
El fundamento último de la ética política
Discúlpesenos el exagerado énfasis en lo cognitivo, en la esfera del conocimiento, pero es que lo esencial de nuestro planteamiento descansa en la diferenciación entre dicha espera y la de la ética. Entre la capacidad del hombre para conocer (pasivamente) la realidad que alude a la gnoseología; y la capacidad para actuar sobre ella, que atañe la ética.
Desde cierto punto de vista, el conocimiento o la comprensión —más o menos acertada o profunda— que podamos tener de la realidad dentro de la cual actuamos, determinan firmemente las potencialidades éticas del Ser Humano. Si no tengo un conocimiento riguroso de esa realidad, si tengo de ella una visión ilusa o errónea —tal como ocurre con el comunismo utópico o “científico”— será radicalmente imposible que llegue a conformar una posición ética sólida para enfrentarse a dicha realidad.
La ética que parte de un conocimiento erróneo de la realidad sobre la que pretender actuar se convierte en una estupidez o en una ingenuidad.
Es el caso de la Unión Soviética, de China comunista, Vietnam, Rumania, que por 70 años se lanzaron a construir la revolución, el comunismo y el “Hombre Nuevo” —y que para lograr esos objetivos asesinaron a buena parte de su gente y condenaron a la miseria al resto— para venir a comprender, en 1989, siete décadas más tarde, lo que desde hacía cien años en Occidente todo el mundo ya sabía: que el comunismo era una utopía pueril, completamente inviable.
Y que el “Hombre Nuevo” —ingenuidad magna— era más inviable todavía. Cosa que también ya Occidente sabía, pero no desde hacía 100 años, sino desde hacía 3.000 o 5.000, desde que las grandes religiones iniciaron su formidable batalla para convertir a un ente “imagen y semejanza de las bestias” en algo que de alguna manera pudiese creerse “imagen y semejanza de Dios”.
Por dar un ejemplo, más pequeño, pero igualmente trágico, señalemos el caso de Cuba, de Fidel Castro y del Che Guevara, que con el pretexto de construir un mundo más justo, por 43 años han condenado a su pueblo a la miseria. Para venir a descubrir ahora que la única forma de sobrevivir para muchas de sus familias es lanzar a sus muchachas, niñas todavía, a la prostitución.
Es, finalmente, para dar el ejemplo más impactante, el caso de China, que todavía se hace llamar comunista y que durante 30 años (entre 1949 y 1980) asesinó y masacró gente en la construcción del socialismo; para venir a descubrir hace un año —y sobre todo, para decirnos sin el menor sonrojo, sin una pizca de vergüenza— que “los compañeros capitalistas pueden perfectamente formar parte del Comité Central del Partido Comunista Chino. Una frase que seguramente pasará a la historia como símbolo y síntesis de dos de las mayores insensateces que la humanidad haya podido cometer: la revolución y el comunismo.
Frente a esta inmensa ilusión infantil que generaron el marxismo-leninismo, el maoísmo y, finalmente, el castrismo-guevarismo; frente a la masiva esperanza ingenua que el comunismo creó a lo largo de 140 años (entre 1848 y 1989) y al redencionismo absurdo que pretende acabar con la pobreza aplicando recetas totalitarias; frente a todo ello —en 1938, cincuenta años antes que la humanidad comprendiera definitivamente la mentira— Rómulo Betancourt la enfrenta decididamente.
En 1938, cuando sólo algunos intelectuales europeos habían entendido que el comunismo era inviable, Betancourt se deslinda con firmeza de esta visión y se lanza a construir el camino de la socialdemocracia, el policlasismo y la reivindicación de la Civilización Occidental.
En 1999, diez años después de la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, cuando todo el mundo, hasta la gente más humilde, ya sabe que el comunismo es inviable, Hugo Chávez se lanza ingenua e irresponsablemente a reivindicarlo.
Y estos dos últimos señalamientos conforman una maravillosa Lección Ética, una magnífica manera de comprender la relación entre el conocimiento y la moral, entre la capacidad para entender las realidades a las que nos enfrentamos y la fuerza que en nosotros puedan tener las decisiones éticas.
50 años antes del desmantelamiento de la Unión Soviética —o por lo menos en 1960, ante el fenómeno de la Revolución Castrista— Betancourt capta la mentira que el comunismo lleva en sus entrañas, y se lanza a combatirlo con decisión. Con las ideas en 1938 y con las armas en 1960.
Y al mismo tiempo que arremete contra él, se lanza a propugnar la democracia en Venezuela. Y es porque Betancourt comprende adecuada y profundamente la realidad que tiene por delante, que va a tener la fuerza moral suficiente para imponerse. Porque lo que él —volitivamente— se planteaba como objetivo estaba dentro del margen de lo posible. Dentro de lo que, apelando a la democracia —es decir, respetando la voluntad de la mayoría—, se podía hacer.
Hugo Chávez hizo y está haciendo exactamente lo contrario: 10 años después del desmantelamiento del comunismo, cuando ya todo el mundo sabe que se trataba de una mentira, Chávez todavía no se ha percatado de ella. Razón por la cual todo lo que hace para imponer por la fuerza una mentira lleva ya consigo —a priori— una inmensa carga inmoral, una ética absolutamente ingenua.
De por qué creemos que Chávez es comunista
Hay gente que se empeña en sostener que Chávez no es comunista. Y hemos tenido oportunidad de oír, más de una vez, el siguiente argumento. ¿Cómo va a ser comunista, si el comunismo desapareció de la faz de la tierra en 1989? Y —aún— gente inteligente que, a pesar de adversar a Chávez con una gran fuerza moral, creen que son comunistas. Creen que de verdad se puede ser comunista, después que la inviabilidad, el primitivismo y la barbarie que subyacen a esta ideología han sido develadas.
A otros que argumentan que como Chávez es demasiado primitivo no puede ser comunista, que “no llega” siquiera a eso. Son los que creen que comunismo y marxismo son lo mismo.
Hay finalmente una posición muy generalizada según la cual no estaríamos frente a una auténtica revolución comunista, sino simplemente frente a una pandilla de delincuentes. Error craso, porque no hay la menor contradicción entre practicar la delincuencia y propugnar el totalitarismo comunista. Todo lo contrario, el robo sirve para financiar la revolución.
Porque, a fin de cuentas, lo que realmente interesa es que para ellos, para los revolucionarios y los comunistas, no hay ninguna contradicción entre delinquir y hacerlo para financiar el “proceso”. Porque para ellos “este fin justifica estos medios”. Y en última instancia, porque para ellos la noción de delinquir, cuando de la revolución se trata, carece de sentido.
Lamentablemente, el establecimiento político venezolano se empeña en no querer ver lo que es evidente: la meta esencial totalitaria, la idea fija de Chávez. Poner el énfasis en la delincuencia es una manera de no querer ver la instauración de un régimen totalitario que avanza a paso firme.
Por todo ello, vale la pena mencionar, aunque sea, un trío de argumentos que ponen en evidencia el claro perfil comunista del chavismo. Del carácter totalitario del régimen nos ocuparemos en la sección siguiente.
Uno. El enfrentamiento radical contra el capitalismo. Chávez se cuida de usar esta palabra y habla más bien de neoliberalismo, pero es evidente que lo que tiene en mente como enemigo es el capitalismo. Y no desde una posición reformista que quiera tan solo criticar este modelo de sociedad. Se trata de sustituirlo por otro sistema económico y social. El que él tiene en su cabeza, que no sabe cuál es, pero que él cree que tiene en su cabeza.
Y empiezan entonces los experimentos: las cooperativas, los bancos del pueblo, el eje Orinoco-Apure, los microcréditos y las mini empresas, los “gallineros verticales”, el “Modelo Endógeno”, la “ruta de la empanada”, los “fundos zamoranos”. Distracciones populistas, mientras se consolida el régimen y aparece el verdadero modelo alternativo al capitalismo, el único que puede haber, el control riguroso de la economía por parte del Estado, la primacía del colectivo sobre la libertad individual y la propiedad privada. Es decir, el comunismo primitivo.
Dos. La confrontación a muerte entre pobres y ricos. Y queremos enfatizar lo de “a muerte”, porque —como ya dijimos— buena parte del establecimiento político venezolano se niega a ver la realidad. Lo que Chávez tiene en mente es la expulsión, el sometimiento o la destrucción de todo aquello que se le oponga. Es la versión primitiva de la lucha de clases —y de la dictadura del proletariado— que Marx impuso por más de 140 años en el mundo.
Esta idea de confrontación a muerte entre pobres y ricos —así como las dos que siguen, referidas al igualitarismo y al redencionismo de los pobres— permite destacar otro error muy difundido entre los críticos del chavismo: que estaríamos más bien frente a un régimen fascista que ante uno de carácter comunista. Y, ciertamente, en los métodos operativos de destrucción e intimidación del enemigo hay un componente fascista. Pero ni Hitler ni Mussolini se propusieron nunca estimular la lucha de clases ni la eliminación del capitalismo, y mucho menos de los ricos. Todo lo contrario, la connivencia entre el nazi-fascismo y el capital alemán fue notoria.
Tres. El redencionismo y la liberación de los pobres; la superación de la pobreza y el igualitarismo de los seres humanos, todo ello por la fuerza. La pretensión de usar el poder del Estado para eliminar la pobreza y establecer la igualdad entre los hombres. Objetivo éste que, como ya dijimos, jamás le pasó por la cabeza ni a los jerarcas ni a los ideólogos del nazi-fascismo.
Pero el rasgo que mejor define al comunismo no es que la redención de los pobres y el igualitarismo se impongan por la fuerza, sino que se impongan ignorando las diferencias de inteligencia, habilidades, conocimientos, capacitación, creatividad, productividad, dedicación, que existen entre los hombres y que generan obvias e inevitables diferencias en sus remuneraciones o ingresos. Pretender igualar estos ignorando aquellas conduce necesariamente a la eliminación de los incentivos para producir y para progresar.
¿Un simple autoritarismo, una semidictadura o un proyecto totalitario?
Mucha gente arremete contra la idea de que estamos ante un régimen totalitario, porque existe libertad de expresión. Totalitarismo —dicen— existe o existió en Cuba, en Checoslovaquia, en la Unión Soviética. Para rematar con la pregunta que suponen clave: ¿cómo hablar de totalitarismo en un país en el que cualquiera puede ir a la televisión a denunciar que estamos ante un régimen totalitario? El totalitarismo, agregan, requiere la muerte del pensamiento y aquí no la han podido matar. Por ahora.
Olvidan un pequeño detalle: la viejísima diferenciación entre la Potencia y el Acto. O, en términos más actuales, entre el Proceso o el Proyecto y el Acto. A la hora de caracterizar al régimen chavista, tal vez cabría poner la atención no tanto —o no sólo— en los aspectos más instrumentales como la libertad de expresión, sino en las más explícitas intenciones de Chávez.
En esa oscura y primitiva visión maniquea, según la cual todo el que lo adversa —y aún todo el que disiente de él— es su enemigo. Y no un simple enemigo, sino un enemigo a muerte. Y a muerte en serio. Un enemigo al que hay que destruir.
Una visión que, sin duda, tiene como objetivo o escenario final lo que ocurrió en Cuba en 1960: los enemigos o se van o se callan radicalmente, o se “calan” la revolución o se mueren. De ninguna otra manera se puede hacer una revolución seria. Y no nos cabe duda de que esta de Chávez lo es.
Y olvidan —o se empeñan en no mirar— otro pequeño detalle: las conexiones internacionales del régimen. Desde la más tenebrosa con el terrorismo (que tuvo como expresión grotesca la carta al Chacal), pasando por la evidente connivencia con la guerrilla colombiana y el apoyo masivo de Fidel Castro, hasta lo que realmente nos interesa destacar: la clara inserción del régimen chavista en lo que está pasando en el resto de América Latina.
Nos referimos a la situación explosiva que ha generado en el subcontinente el fracaso que —con la eterna y solidaria excepción de Chile— han experimentado los programas neoliberales de ajuste, con la Caja de Conversión argentina como abanderada del fracaso, por supuesto.
Pero nos referimos, sobre todo, a la habilísima pretensión de Lula de utilizar a Chávez como ariete en su confrontación con los Estados Unidos.
La verdadera razón de negarse a aceptar el carácter totalitario del proyecto chavista
Si el régimen de Chávez fuera un simple autoritarismo o una “semidictadura” se justificaría apelar al democratismo-constitucionalismo-pacifismo para derrotarlo. Y se justificaría también esa difundida tesis según la cual la escena política venezolana se caracteriza por la existencia de dos extremismos talibanes —uno chavista y otro de oposición— en medio de los cuales se ubicaría una supuesta mayoría de venezolanos que no son extremistas y que claman por una salida democrática y constitucional.
También se justificarían los humanitarios llamados a la paz y a la reconciliación de “la gran familia venezolana”, que cada cierto tiempo afloran. Llamados ingenuos ante los cuales uno no puede dejar de preguntarse, ¿cómo se puede hacer la paz con alguien que está ferozmente decidido a hacer la guerra? O, para decirlo en términos rigurosamente lógicos: ¿será posible que entre dos bandos enfrentados, uno decida luchar por la paz y el otro decida imponer la guerra?
Pero, si en lugar de estar frente a un régimen tan solo autoritario, estuviésemos ante un proyecto totalitario; si en lugar de estar ante unos pocos chavistas talibanes resultase que el talibanismo es todo el chavismo, sencillamente porque el avasallamiento que Chávez ejerce sobre sus seguidores es inapelable, si él estuviese decidido a impedir el revocatorio, entonces tal vez sería muy poco lo que podamos hacer por las vías democráticas, constitucionales y pacíficas para impedirlo.
Nada de lo cual colide con la tesis de realizar el reafirmazo y de cumplir con todos pasos necesarios para lograr el revocatorio, a fin de obligar a Chávez a desenmascarar su Proyecto Totalitario. Ni coincide tampoco con la posibilidad de que no tengamos ninguna alternativa de salida a la actual situación; sea porque nunca existió o porque el 11 de abril la destruyó.
Por qué Chávez no logra captar lo que es el comunismo y su radical inviabilidad
Con todo lo anterior volvemos a nuestra tesis original. Cualquier juicio ético-político sobre Chávez debería partir de un diagnóstico contundente: él no tiene una comprensión clara de su propio proyecto, porque no comprende lo que es el comunismo y, sobre todo, la radical inviabilidad de dicha propuesta ideológica.
Ni Fidel Castro ni Allende ni los sandinistas tenían una idea muy clara acerca de qué era el comunismo que pretendían instaurar en sus países. Pero creían ciegamente que era viable. O, mejor dicho, no tenían la menor idea acerca de su inviabilidad.
Porque en Cuba 1960, en Chile 1973 y aún en Nicaragua 1980, la Cultura de Izquierda, la Religión Marxista y la ideología Anticapitalista dominaban abiertamente la Civilización Occidental. Ser de derecha era vergonzoso y a nadie, ni remotamente, le pasaba por la mente la idea del “Centro”.
Porque, precisamente hasta 1980, la intelectualidad que orientaba a Occidente creía que la historia “le estaba dando la razón a Marx” en cuanto a la tesis, no de la inviabilidad, sino más bien de la inevitabilidad del comunismo. “El capitalismo estaba condenado a ser destruido por sus irresolubles contradicciones internas”, había sentenciado Marx, sin entender para nada que en la realidad empírica no hay jamás contradicciones irresolubles. Y se murió sin saber que sus propias teorías infantiles serían un poderoso acicate para reformar y relanzar el capitalismo (señalamos como fecha 1980, porque es el año en que los comunistas chinos deciden instaurar el capitalismo en su país; y porque por esa época empezó la perestroika en la Unión Soviética).
Porque en efecto, casi exactamente 70 años después de haber escrito El Capital, en 1936, Keynes escribía La teoría general del empleo, el dinero y la tasa de interés. Una obra que partió de un diagnóstico del capitalismo muy similar al de Marx —la inviabilidad del mercado si se lo deja funcionar de acuerdo con sus leyes internas—, pero no para llegar a la conclusión de su necesaria autodestrucción, sino, todo lo contrario, para instaurar un masivo mecanismo de reforma, rescate y relanzamiento de la economía de mercado.
Pero el inmenso daño que el marxismo estaba destinado a causarle a la humanidad estaba muy lejos de poder ser corregido por Keynes. Éste fundó una escuela política económica, una visión global de la sociedad, una ideología que caló profundamente en las élites intelectuales y políticas de todo el mundo, una teoría revolucionaria y una religión que dominaron la cultura global por 140 años, desde el Manifiesto comunista hasta la caída del Muro de Berlín.
Chávez no puede entender qué es el comunismo, y mucho menos su inviabilidad, porque está todavía bajo el influjo de la inmensa ola de obcecación, ideologización y fanatismo que el marxismo generó. Habría que haber vivido los años 60 para captar la fuerza ideológica y fanática que el comunismo llegó a tener.
Entre otras cosas, porque Marx —imbuido del poderoso ambiente positivista y cientificista que dominó la segunda mitad del siglo XIX— llegó a creer y le hizo creer al grueso de los intelectuales de Occidente que sus teorías eran científicas. Que el materialismo histórico y aún el dialéctico, pero sobre todo la crítica de la economía política contenida en El Capital, eran científicas. Todavía hoy en Venezuela hay gente que cree que el comunismo algo tiene que ver con la ciencia, y que es una ideología científica.
Por eso, por ese dominio absoluto que llegó a ejercer sobre la intelectualidad occidental, sorprende descubrir que tanto el materialismo dialéctico, como el histórico y, sobre todo, El Capital, eran un conjunto de especulaciones infantiles sin la menor consistencia. Pero tal vez por eso, porque se trataba —no de un conocimiento— sino de una mera ideología redencionista, y por ello atractiva, se puede “entender” la aceptación que llegó a tener y los fanatismos que llegó a despertar.
Y lo más nos interesa destacar: a) Que Chávez no alcance a entender qué es el comunismo y mucho menos su radical inviabilidad, porque buena parte de la intelectualidad europea no logró entenderlo, por al menos cien años; y b) Que él haya llegado sinceramente a creer que tiene en su mente un modelo alternativo de sociedad capaz de oponerse al capitalismo, porque igual le ocurrió a las mejores mentes del mundo hasta hace apenas 23 años.
En efecto, cuando Chávez habla de un nuevo modelo de sociedad, cuando apela a las cooperativas, los microcréditos, el conuco y a “la economía endógena”, no es difícil ver detrás de estas ideas los 140 años de hegemonía del marxismo, el maoísmo, el trotskismo, y todo el resto de la ideología revolucionaria que ilusionó y engañó al mundo de manera tan profunda.
Lo que le ocurre a Chávez es perfectamente comprensible si recordamos que exactamente lo mismo le pasó a Sartre, sin duda, una de las mentes más lúcidas que parió Europa en el siglo XX. Un hombre que intentó enmendarle la plana a la que sin duda fue la cabeza filosófica más brillante de ese siglo: Martín Heidegger. La lastimosa vida de Sartre, que terminó sus días repartiendo los panfletos de los maoístas parisinos, es una buena referencia para comprender lo que a Hugo Chávez le pasa.
Sartre, 40 años después de que Betancourt lo entendió, no logró captar jamás qué es el comunismo. Lo afirmamos con plena conciencia de lo que estamos diciendo. Porque los procesos cognitivos (profundos) de la realidad que tenemos por delante distan mucho del mero conocimiento racional, científico o filosófico. Tienen que ver, en el caso de Betancourt, con la intuición —sensible o intelectual— que nos permite comprender lo que la razón no puede; y en el caso de Sartre y de Chávez, con la fuerza que la ideología, las pasiones, las emociones y los fanatismos tienen. Fuerzas poderosas capaces de castrar radicalmente la capacidad de entender.
Todo lo cual nos conecta de nuevo con la Ética. Porque si —como Chávez y Sartre— no somos capaces de entender lo que el comunismo es (para negarlo) ni lo que el capitalismo es (para asumirlo), entonces —sea en el plano político como nuestro flamante presidente o sea en el plano intelectual como el no menos flamante autor de El Ser y la Nada— estamos condenados a desarrollar una Ética infantil. Estamos condenados a causarles un inmenso daño a los demás y a la humanidad.
Porque gastarse los inmensos recursos que se gastó el comunismo en todo el mundo y todos los que Chávez se está gastando, para construir algo absolutamente inviable, hace daño, es inmoral. Nada más inmoral que pretender construir utopías, cuando éstas de verdad lo son. Nada más antiético que embarcar a un pueblo entero en una aventura que todo el mundo sabe de antemano que es una estupidez. Exactamente lo que hicieron Lenin, Stalin, Trotski, Mao Tse Tung, Fidel Castro, Ho chi Min, Allende y el resto.
Segunda tesis básica: la incapacidad de Betancourt para comprender la otra mitad del problema
Lamentablemente Betancourt, en 1939, comprendió tan solo la mitad del problema. Y, más lamentable todavía, 20 años más tarde, en 1960 —cuando ya había posibilidad de ir un poco más allá— siguió sin comprender la otra mitad.
En 1938 intuyó que el comunismo era un sinsentido, pero se quedó aferrado al izquierdismo, populismo, estatismo, socialismo, a la revolución y sobre todo al rechazo al capitalismo. En 1960 ya había dado un formidable salto alejándose de la revolución, la izquierda, el socialismo y el antiimperialismo. Pero se mantuvo, hasta su muerte, aferrado al estatismo, la “economía mixta”, el proteccionismo; y, por encima de todo, a la imposibilidad de comprender qué cosa era el capitalismo y, mucho más, a la incomprensión del mercado como la única posibilidad de salida económica para la humanidad.
Vale la pena enfatizar ésta, que es la segunda idea principal de nuestra ponencia: lamentablemente, ni Latinoamérica ni Venezuela ni Betancourt ni Caldera ni ninguno de los líderes fundamentales de la democracia, ni tampoco los que los sucedieron —ni la mayoría de los políticos actuales— han accedido a una intuición plena el capitalismo y la economía de mercado. Y sin ella, no tenían, o no tienen, mayores posibilidades de acción de ética, de lograr una transformación sostenible de la realidad atrasada y primitiva sobre la cual intentan incidir. Porque pretender cambiar una realidad cuando no se la comprende es inmoral o ingenuo.
Pero —igual que ocurrió con el comunismo y el marxismo— también en este caso la mentalidad de varias generaciones políticas —incluido ahora Rómulo— estuvieron dominadas por una ideología que en forma masiva se desarrolló en América Latina: el populismo, el paternalismo y el intervencionismo estatal en la economía, el proteccionismo, la sustitución de Importaciones, el crecimiento hacia adentro, etcétera. Fue una poderosa matriz de opinión generada a partir de las ideas de Raúl Prebisch y la Cepal; y desarrollada profundamente en la década de los 60 por la teoría del subdesarrollo, la de la dependencia, etc.
Estas ideas convergieron a partir de 1960 con las que antes analizamos —el marxismo, el comunismo y el antinorteamericanismo— para generar un descomunal aparato ideológico y cultural que mantiene sumida a América Latina en el atraso y el caos. Chávez es el último coletazo de ambos procesos.
Es la incapacidad para comprender la inviabilidad —en tanto proyecto concreto de sociedad— de este amasijo de ideas pueriles; es decir, la incapacidad para captar lo que desde 19809 captó la China comunista: que el capitalismo y la economía de mercado son la única forma de garantizar al mismo tiempo el desarrollo de la libertad individual y de la producción masiva de riqueza.
Betancourt, como ya dijimos, no comprendió esto último y no pudo, por ello, desarrollar las fuerzas morales necesarias para crear en Venezuela una economía viable. Hugo Chávez, en el 2003, no tiene mayores posibilidades de comprender: ni esto último ni lo anterior —la inviabilidad del comunismo— y no tiene en consecuencia, ningún chance de desarrollar una Ética mínima. Porque su propuesta moral está centrada en ayudar o redimir a los pobres, cosa que sólo es posible si se logra un desarrollo masivo en la producción de bienes y servicios.
Epílogo: la necesidad de insertar la ética en el núcleo mismo del capitalismo
En 1938 era perfectamente posible comprender que el comunismo era inviable; y en 1960, que el capitalismo era la única salida viable; pero en ninguna de esas dos fechas estaba planteado, no estaba todavía en el horizonte de la humanidad, la necesidad de darle al capitalismo y a la economía de mercado, un contenido ético que no tienen. Hoy, el mundo capitalista empieza a plantearse este problema.
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