Uno de los méritos de Felipe González fue haber renunciado a la deriva autoritaria del marxismo, enemigo por antonomasia de lo que denominaban democracia burguesa. Había que anteponer el socialismo al marxismo, dijo a finales de los años setenta. La vía electoral, no la revolucionaria, era el camino. Por delante asomaban para el PSOE las urnas, el debate parlamentario, la reforma política, la alternancia en el poder. No se iban a tomar el cielo o las instituciones por asalto ni se iba a vanagloriar la violencia revolucionaria. España iba a dejar atrás la tentación caudillista y la pulsión redentora, y finalmente se iba a adaptar a la democracia europea y a la modernidad occidental.
Como siempre, lo que ocurría en España repercutía de forma directa en América Latina. El ejemplo de González aplacó la fogosidad de muchos izquierdistas del continente, más aún después de su victoria en las urnas. «Entonces se puede», dijeron muchos. La democracia no era necesariamente un invento de las élites y de los yanquis destinado a reproducir los privilegios y las clases, los poderes y las castas. La izquierda podía gobernar y hacer reformas a la medida de su escala de valores y su visión del mundo. Sin saberlo ni proponérselo, González le robaba el encanto a las guerrillas latinoamericanas. La democracia no sólo permitía cerrar el círculo vicioso de revoluciones y dictaduras, sino que evitaba muertes prematuras y absurdas.
Ocho años después de que González dejara el poder, otro socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, se convertía en presidente del gobierno. El PSOE volvía al poder en un contexto político muy distinto, con la fiebre revolucionaria aplacada en América y sin nuevas amenazas militares. La novedad era otra, el auge del populismo autoritario encarnado en Hugo Chávez y sus emuladores regionales. Zapatero convivió con ellos, coincidieron en el tiempo. Lo que nadie predijo es que también acabaría coincidiendo con Chávez y Maduro en ideas o proyectos, como mínimo en complicidades y silencios. Revirtiendo el giro ideológico de González, Zapatero anteponía el populismo autoritario al socialismo.
¿Por qué lo hizo? Es un misterio. El caso es que al día de hoy él es el encargado, por activa o por pasiva, de limpiar las inmundicias del régimen venezolano. Lo más paradójico es que un gobierno como el de Sánchez, tan preocupado por las injusticias cometidas por España y Occidente en América Latina, tenga como líder carismático y estrella de todo mitin político al cómplice de una dictadura que expolia, reprime, tortura y mata. Si González influyó en la democratización y pacificación de Latinoamérica, Zapatero ha sido el valedor de una forma de gobernar cavernaria, basada en la violencia y el abuso de poder. Su cercanía al gobierno de Sánchez hace ridícula la pretensión de descolonizar los museos. Si hay algo urgente por desvelar y denunciar –descolonizar, si quieren– son las relaciones de políticos españoles con la dictadura en Venezuela.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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