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El fascismo eterno

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Un desmán no menor de estos tiempos es la devaluación del lenguaje. El término “fascista” ha sido, desde hace demasiado tiempo, el epíteto que sirve de comodín para cualquier referencia al opositor. Y en esa repetición se disuelve el significado del término. Históricamente el término deriva de los “fasci di combatimento”, las fuerzas de choque de Mussolini (hoy los llamaríamos colectivos). Ahora bien, el fascismo nunca fue propiamente una ideología, nunca superó  el “vivere pericolosamente” que predicaba el bufón mayor. Fue ante todo dos cosas. Una praxis, la penetración del cuerpo social por el Estado y sus tentáculos. Y fue ante todo una actitud ante el mundo. Un desconfiar del pensamiento y las ideas, privilegiar la acción, despreciar al oponente, negar la duda y avanzar siempre, si es posible con violencia. Tal vez esta supremacía del acto sobre el pensamiento haya hecho que el cine lo expusiera en tantas oportunidades con tanta buena fortuna.

Es materia opinable cuál de estas emergencias es la mejor. Van desde el documental (El fascismo ordinario, Mikhail Romm), la burla (alguna secuencia inefable del Amarcord de Fellini) o más abstractamente la Vergüenza de Ingmar Bergman, la lista es larga. Hay una película que en este panorama de lo políticamente siniestro sigue intacta, 54 años después: El conformista. Bernardo Bertolucci era en 1970 un director interesante y en ascenso. Aún no era el embajador del escándalo del Último Tango en París (un filme que hoy podría programarse en un jardín de infantes sin problema alguno), ni el desmelenado creador de ese fresco aún apasionante llamado Novecento, por citar dos películas de una obra irregular pero siempre interesante. Cuando acomete la adaptación de la novela de Alberto Moravia, el panorama político es convulso y el cine refleja esos tiempos con relatos vibrantes, tensos, narrados desde un ángulo policial. Bertolucci elige otra óptica.

El conformista del título es Marcello Clerici, un hombre gris que propone al ministro penetrar el círculo íntimo de su exprofesor, un intelectual antifascista que vive en París. Un patriota cooperante, pues. Algunas pinceladas nos ayudan a entender a Clerici, su madre es una drogadicta que ha gastado su fortuna en amantes, y él mismo arrastra un trauma de infancia y cree haber cometido un crimen en la persona de un pedófilo que quería abusar de él. Estas estridencias, y alguna otra perla que aparecerá por allí, son las que fundamentan su actitud. Clerici confiesa en una de las primeras escenas que su ambición es pasar desapercibido, ser un segundón, confundirse en ese mar de comodidad que el fascismo privilegia y en el cual todos sus habitantes se protegen. Ser parte de la masa. Su situación se complica porque en el camino, el poder tendrá una idea distinta sobre la misión inicial propuesta por Clerici. Más que asimilarse al viejo profesor es mejor matarlo de una vez. La película es en lo esencial, el viaje de ida y vuelta en carro de Roma a París y a él se adhieren todos los tics de lo que veinticinco años más tarde Umberto Eco definirá en su magistral ensayo sobre el fascismo eterno. (Hay que releerlo una y otra vez, es un identikit del chavismo).

Más allá de sus escasos ribetes policiales, la película logra su plenitud en los pequeños detalles. Clerici es cobarde, es traidor, es a todas luces un pobre infeliz, pero, nos enteramos  de que era uno de los alumnos más brillantes del profesor Quadri. Clerici tuvo una oportunidad de acceder, si no a la grandeza, por lo menos a la decencia. Pero su horror por la vida que le tocó lo llevaron a seguir a un falso intelectual ciego que llama a la admiración por Alemania en una audición de radio y de ahí a ofrecer sus servicios al poder. Y esta es la clave de la película y además la clave, si no del fascismo, sí de los fascistas. Son todos uniforme, irremediable, patéticamente mediocres. La clave de sus vidas está en negarse a pensar, seguir la corriente y ampararse en los caprichos del poder. El toque de genio de la película es colarse en esos intersticios de la maldad, en sacar a la luz el gris de la banalidad del mal, en poner de relieve lo peligroso que puede llegar a ser un enano moral con el poder del Estado tras de sí. Lo vemos en estos días.

Está en YouTube bajo el título Fascistas. En DVD circula una copia restaurada de excelente calidad.

El conformista (Il conformista). Francia – Italia. 1970. Director Bernardo Bertolucci. Con Jean Louis Trintignant, Dominique Sanda, Stefania Sandrelli, Gastone Mochin

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