Por ANÍBAL ROMERO
Sábato versus Borges. Literatura y política
Las críticas de Ernesto Sábato a Borges, y en general las diferencias de opinión entre ambos escritores, proporcionan un ilustrativo ejemplo de la brecha entre dos perspectivas sobre la política y la literatura en nuestro ámbito cultural. Sábato fue un hombre de izquierda moderada; si bien en su juventud fue comunista, luego se separó del marxismo y asumió una posición socialdemócrata, aunque sin dejar de rendir tributo reverencial a ciertos símbolos revolucionarios latinoamericanos. Ello se puso de manifiesto en su actitud hacia figuras como el Che Guevara y Fidel Castro. Lo primero se evidencia en la correspondencia que el escritor intercambió con el mítico guerrillero argentino, y lo segundo en afirmaciones como la siguiente: “Ya saben que no soy partidario de un socialismo dictatorial, aunque sea hecho por hombres de la calidad de Castro”. (1) A mi modo de ver, Sábato fue un excelente escritor y un intelectual honesto y digno de respeto; ahora bien, sus recurrentes alegatos polémicos en relación con Borges me parecen, a la vez, interesantes por lo que revelan acerca de la lucha de ideas en Hispanoamérica, y de otro lado cuestionables por lo que creo son sus limitaciones y defectos, no sólo con relación a la obra de Borges sino también sobre la literatura en sentido amplio, así como sobre la política y el populismo peronista.
Para captar en su más auténtica dimensión el sentido y alcance de las críticas de Sábato a Borges, es indispensable tener en cuenta que, previamente a señalamientos específicos dirigidos a las concepciones literarias y políticas borgeanas, Sábato puso en entredicho un modo de ser y de ubicarse ante la vida y sus exigencias. Dicho de manera directa: Sábato consideraba que Borges no era serio, o, en palabras más justas, no era lo suficientemente serio en su compromiso vital con su obra y en su vinculación con su entorno histórico. No dudo que Sábato seguramente rechazaría la analogía, pero su acusación sobre la presunta ausencia de seriedad de Borges, en este caso en el terreno político, es semejante a la que formula Carl Schmitt en su influyente libro El concepto de lo político (1932), dirigida contra la modernidad en sentido amplio, que en su opinión ha despojado la lucha política de su verdad moral y existencial. Como bien lo expuso Leo Strauss, a Schmitt le resultaba intolerable una política incapaz de asumir el ethos de Hobbes, es decir, la visión antropológica que enfatiza nuestra peligrosidad con respecto a nuestros semejantes. De otra parte, Schmitt reclamaba una base moral intransigente para las posiciones ante la vida y la política, una base inflexible, vista como compromiso con los valores propios frente a los del “enemigo” político. En ese orden de ideas, y sin equiparar en sus diversos significados las requisitorias de Schmitt y los postulados de Sábato, lo que el escritor reprochaba a Borges era “la falta de cualquier fe”, es decir, la presunta ausencia de ese compromiso vital que en su opinión restaba gravitas a la literatura borgeana, así como a su involucramiento social (2).
¿A qué tipo de fe se refiere Sábato, y es bueno o malo carecer de una fe? Llama la atención que un intelectual que fue marxista, que rompió con el credo comunista y luego escribió estupendas páginas de análisis y condena sobre las amenazas de las ideologías mesiánicas y los totalitarismos modernos, evalúe la ausencia de una fe, y ahora hablo de una fe en el plano político, como una falla existencial. Es cierto: un conservador, y Borges fue un conservador extraviado en su medio sociopolítico, observa con sospecha el fervor, la vehemencia, la exaltación, e intuye que tales actitudes, cuando tocan la política y la ideología, usualmente se traducen en violencia. Un conservador debe ser firme en la defensa de la estabilidad y la libertad individual, admitir cambios graduales y advertir acerca de los riesgos del radicalismo y las utopías. Sábato sabía, y cito ahora a Cioran, que: “Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado al espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad” (3). Sábato conocía esto y dejó extenso testimonio al respecto en sus ensayos políticos. Sorprende por tanto que haya visto como un defecto que Borges no se haya adherido a una fe, y se haya esforzado, aunque no siempre con éxito, por mantenerse a prudente distancia de los tumultos característicos de nuestro tiempo. Las excepciones fueron su perseverante línea crítica ante el peronismo y su postura de respaldo, a veces explícito y otras veces ambiguo, a las dictaduras del sable.
Para Sábato, el escepticismo y la ironía borgeanos afectaban negativamente su literatura, y en su ensayo “Los dos Borges” el autor de El túnel llevó a cabo una tenaz requisitoria acerca de lo que veía como “falta de fuerza” en la obra borgeana, contrastando, por ejemplo y con objeto de probar el punto, lo que calificaba como “sueños y fantasías” plasmados por Borges en sus cuentos y ensayos, de un lado, con “la simplísima pero siniestra pesadilla que Ana Karenina tiene con un muyik”. Este contraste nos permitiría “advertir el abismo que hay entre una literatura que se propone un deleitoso juego y otra que investiga la tremenda verdad de la raza humana”. Escribe también Sábato lo siguiente: “…parecería que para (Borges) lo único digno de una gran literatura fuese ese reino del espíritu puro. Cuando en verdad lo digno de una gran literatura es el espíritu impuro: es decir, el hombre, el hombre que vive en este confuso universo…no el fantasma que reside en el cielo platónico” (4). Estos comentarios son desconcertantes y revelan, a mi modo de ver las cosas, una concepción estrecha o en todo caso discutible de la literatura, una concepción que aturde y confunde viniendo de un intelectual de la envergadura de Sábato.
Realidad, verdad, sentido de lo lúdico
¿Cómo explicar las críticas de Sábato? Para elaborar una respuesta mesurada debemos encarar tres asuntos complementarios. En primer término, el problema de las nociones de “realidad” y “verdad” que articula Sábato, y que ejercen considerable peso sobre sus juicios en torno a la literatura borgeana. En segundo lugar, el tópico de las influencias literarias, filosóficas y políticas que experimentaron ambos escritores, y sus repercusiones en sus respectivas obras y posturas ideológicas. En tercer término, y enlazado a lo anterior, el tema del sentido de lo lúdico como elemento integrador de un tipo de actitud ante la vida y la obra.
Sábato reprende a Borges por el supuesto miedo de este último frente a la “dura realidad”, atribuyendo la naturaleza de sus cuentos y los contenidos de sus reflexiones filosóficas a la fascinación de Borges por “el intelecto neto, transparente, ajeno al tumulto”. Además, insiste, Borges no se compromete con el siempre severo proceso de buscar la verdad, sino que, a la manera de los sofistas, discute por el sólo placer mental de la discusión: “Su diversión consiste en discutir con palabras sobre palabras” (5). Estos comentarios presentan varias grietas, y es válido preguntarse: ¿qué es la “realidad”, y qué es la “verdad”? ¿De qué modo afecta la sustancia “real”, si es que la descubrimos, el establecimiento de criterios diferenciadores entre la gran literatura y una literatura solamente mediana o mediocre? ¿En qué consiste esa realidad, presente según Sábato en Ana Karenina, que puede ser identificada, traducida en lenguaje inequívoco, y aplicada como criterio para juzgar la literatura? Como bien lo señala Borges, poniendo en cuestión lo afirmado por Sábato: “Lo que imaginan los hombres no es menos real que lo que llaman la realidad”; y aún más, “la literatura no es menos real que lo que se llama realidad”. (6)
Pudiésemos interpretar las aseveraciones de Sábato como una regresión a los postulados dogmáticos del llamado “realismo socialista”, y sus agobiantes axiomas sobre lo que debe ser una gran literatura. Como sabemos, mediante el caso del destacado filósofo marxista Georg Lukács, esta visión de lo que es “real” puede eventualmente conducirnos a excluir la obra de Kafka y Joyce de la jerarquía de gran literatura. Pero me niego a creer que Sábato haya querido sostener semejantes dislates, y el autor de obras tan complejas y alucinantes como Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, sería el primero en proponer una excelente lista de obras literarias que en realidad son como un sueño.
Instancias sobran, pues ¿dónde queda la realidad y dónde el sueño en Pedro Páramo, en ciertos cuentos de Cortázar, en Cien años de soledad, en Los viajes de Gulliver, en Otra vuelta de tuerca, en La peste, en La metamorfosis, en El desierto de los tártaros o en Auto de fe? Sábato no dudaría en afirmar que estas son obras admirables, aunque distintas en su tenor, estilo, fundamento y sustancia a La guerra y la paz, a Crimen y castigo, a Los Buddenbrook, o a La condición humana y El poder y la gloria, entre otros ejemplos. Tal vez Sábato, de acuerdo con los textos suyos que he citado, encontraría en estas y otras obras literarias, mas no en las de Borges, esa fuerza que en su opinión caracteriza una literatura que sobresale del resto. ¿Pero no es este un juicio inmerecido, sesgado, improcedente en lo que tiene que ver con Borges? ¿En qué consiste la fuerza de esas dos magistrales colecciones de relatos que son El Aleph y Ficciones? ¿O acaso no la tienen? ¿No es dado a cada lector de Borges apreciar si tal fuerza es un ingrediente de sus mejores obras en el plano de su interés intrínseco, de sus observaciones sobre aspectos relevantes de la realidad humana en sentido amplio, y en su exploración de nuestras inquietudes y atolladeros? ¿No puede ser acaso el puro goce intelectual un atributo de la gran literatura?
Borges, sostiene Sábato, no es lo suficientemente serio, no tiene una fe, su literatura no es profunda ni sombría y los artificios mentales y juegos fatuos abundan en sus cuentos y ensayos. ¿Es eso, de ser cierto, bueno o malo, me pregunto? ¿Es la presencia o ausencia de esos rasgos el criterio definitorio de una gran literatura? ¿Cuáles son las raíces de estos planteamientos de Sábato y cuál es su sentido?
No es fácil encontrar dos intelectuales con singularidades tan disímiles en nuestro espacio cultural hispanoamericano. La formación literaria de Sábato se ancla en el existencialismo francés de Sartre y en la perspectiva moralista de Camus, y uso este adjetivo sin ánimo de menoscabar la valía de las estupendas obras de Camus. Las novelas de Sábato indagan lo humano en tonalidades oscuras y complejas, y ciertamente nadie podría acusar a Sábato de poseer un holgado sentido del humor. Sería jocoso imaginar a Sábato escribiendo una obra del mismo tono y propósitos que, por ejemplo, Las confesiones del estafador Felix Krull, de Thomas Mann, o La tia Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Borges, por su parte, proviene de una tradición literaria y filosófica muy diferente a la de Sábato. Hablamos del empirismo británico, de filósofos lúdicamente escépticos como Hume y de escritores mágicamente alucinantes como De Quincey, Chesterton y Stevenson, para quienes la fantasía y el sueño eran quizás más “reales” que “la realidad”. Son dos mundos, el de Sartre y el de Hume, el de Camus y el de De Quincey y Kipling, distantes en su espíritu y coloración; y si bien ambos tienen su valor propio, me parece obvio que la ironía, el escepticismo y el sentido del humor constituyen componentes esenciales del universo literario borgeano, y de las tradiciones que le marcaron, tanto en su ficción como en sus ensayos. La ironía y el sentido de lo lúdico, la convicción según la cual la vida misma podría ser un juego, la idea de que no siempre debemos tomarnos en serio, y otras percepciones borgeanas de esa índole, no forman parte del universo filosófico y literario de Sábato. De hecho, Sábato critica a Borges por una actitud y una obra que, presuntamente, se toma las cosas “como si la vida de los hombres fuera un juego”. (7) Esto es parcialmente cierto y no lo considero negativo, entendiendo que el sentido de lo lúdico tampoco lo es todo en Borges. La literatura de Borges es una cosa y la de Sábato otra. Opino que ambas disfrutan de una cuota de grandeza, y cada lector tiene derecho a fijar sus preferencias.
Los puntos de vista de Sábato sobre Borges incluyen lo literario, lo filosófico y lo político. Otra de sus críticas es que, afirma, Borges “no se propone la verdad”. (8) De nuevo, no es fácil discernir qué es exactamente lo que quiere decir Sábato. Debemos asumir que se refiere a una verdad “humana”, que debería verse reflejada en una literatura efectivamente “grande”. Ahora bien, este tipo de aseveraciones, como sugerí, nos empuja hacia terrenos movedizos de imposible clarificación. ¿Qué verdad, o verdades, encierra el Ulises de James Joyce, para citar un caso relevante? ¿Son los artificios lingüísticos de esta obra casi impenetrable merecedores de censura, ya que, al menos superficialmente, no parecieran encajar en el tipo de verdad literaria y humana que plasman, digamos, El juego de los abalorios de Hermann Hesse o Viaje al fin de la noche de Céline? Sábato compara negativamente a Borges con otros escritores argentinos, como Sarmiento y José Hernández, indicando que estos últimos no fueron meros “artífices ni se proponían el estupor”. ¿No podríamos calificar al Joyce del Ulises como artífice y su obra como una obsesión lingüística? No estipulo que ello sea así y sólo uso el punto como ilustración argumental. ¿Qué debe ser la literatura, en resumidas cuentas, y dónde nos llevan los criterios inflexibles y excluyentes? En este plano, vale aplicar a Sábato el muy sabio consejo borgeano: “No debemos buscar la confusión, ya que propendemos fácilmente a ella.” (9)
El tema de la verdad comunica las críticas de Sábato a Borges desde el plano literario al filosófico y finalmente al político. Así como Borges, sostiene Sábato, no busca la verdad en el ámbito literario tampoco lo hace en el filosófico, y por ello, argumenta el autor de El túnel, el eclecticismo de Borges, ese incansable deambular borgeano a través de distintos problemas y doctrinas filosóficas, es “insignificante”, pues, otra vez, “no se propone la verdad”. Sábato, en otros términos, acusa a Borges de ser un diletante en el campo de la filosofía, y hay que decirlo: esto es parcialmente cierto, aunque creo que muy pocos diletantes filosóficos han sido objeto de tantos y tan inteligentes estudios como Borges, y me refiero aquí a estudios acerca de La filosofía en Borges, como se titula el magnífico libro de Juan Nuño (10). Lo que quiero destacar es que, ciertamente, las indagaciones y rompecabezas que inventa Borges en sus ensayos no son necesariamente el producto de un estudio académico y sistemático de la filosofía, pero son ingeniosos, interesantes, originales y creativos, y suscitan el interés de incontables lectores que de todo ello aprenden. ¿No es esto bastante positivo? ¿Es que acaso la tarea intelectual, ahora en el ámbito filosófico, no puede admitir, además de rigor y disciplina, el fino y discreto placer del ejercicio de la inteligencia? Borges era un aficionado a los temas filosóficos, no un severo profesor de filosofía, pero era un aficionado muy culto, muy sutil y chispeante.
Polémicas políticas
El respeto hacia Sábato no me impide pensar que no pocos de sus comentarios sobre Borges, la literatura y la filosofía, yerran el blanco. No obstante, en lo que tiene que ver con la política, encuentro mayor solidez en algunas de las críticas que articuló, mas no en todas ellas.
Interesa poner de manifiesto varias premisas del análisis de Sábato. Para empezar, en su juicio sobre el peronismo, fenómeno que Sábato también cuestionó en un primer período, pero luego enfocó de otro modo, el escritor usa la categoría de “verdad histórica”, argumentando que: “…buena parte de la verdad histórica estaba con aquellas oscuras y desamparadas masas que se levantaron”. Por otra parte, Sábato intentó establecer una distinción entre Perón como caudillo demagógico y el “pueblo” que le siguió por años con fanática devoción. Los males del régimen Sábato los cargó “en la cuenta de Perón, no del pueblo” (11). En tercer lugar, el escritor reprocha a Borges que si bien “de alguna manera le duele el país…no tenga la sensibilidad o la generosidad para que le duela incluyendo al peón de campo o al obrero de un frigorífico” (12). Este señalamiento acerca de la supuesta o efectiva actitud desdeñosa de Borges hacia el pueblo, ha sido formulado igualmente por Mario Vargas Llosa, aunque de forma más sutil y ponderada (13). Por último, Sábato criticó a Borges por la postura complaciente que asumió frente a las dictaduras militares, y su renuencia a denunciar el desenfreno y atrocidades de esos regímenes.
Veamos: la idea de “verdad histórica”, si es que la frase tiene algún significado claro, más parece una creencia de la metafísica hegeliano-marxista que una categoría viable del análisis histórico-político. Los puntos de vista sobre la verdad histórica de, por ejemplo, la victoria espartana en la guerra del Peloponeso, el asesinato de César, las revoluciones de Independencia hispanoamericanas, la Primera Guerra Mundial o la revolución rusa son múltiples, y suscitan infinitas polémicas sin una culminación previsible. En cuanto a los populismos hispanoamericanos, incluidos entre otros el peronismo, el chavismo, y tantas versiones adicionales de esa recurrente revuelta de masas y caudillos, no pareciera existir manera de reconciliar la autocrítica de Sábato, dirigida a comprender el peronismo como una expresión de la protesta popular por mucho tiempo postergada, y la posición pertinaz de Borges que rechazaba a los “comentadores del peronismo”, que al intentar explicarlo estarían justificando el fenómeno (14). Desde mi perspectiva, Sábato no atinó al hablar de “verdad histórica”, así como tampoco en su implícito respaldo a la falsa y dañina concepción, según la cual “el pueblo siempre tiene la razón”, cosa incierta en muchos casos como podríamos comprobarlo sin excesivo esfuerzo. Distinguir entre Perón y el peronismo es un empeño con exiguas posibilidades de éxito, y un intento fallido, entre muchos otros, de eximir al “pueblo”, una entidad abstracta por lo demás, de su responsabilidad por sus opciones políticas concretas y sus consecuencias.
En cuanto a la presunta carencia de sensibilidad y escasa o nula solidaridad de Borges, en relación con las penurias y sufrimientos de los menos favorecidos, caemos en un terreno resbaladizo, aunque no debería extrañar que una persona con su sentido aristocrático del gobierno, su repudio al desorden y la demagogia, y su estimación del refinamiento intelectual como un valor de suprema importancia, haya visto con temor y rechazo a las masas que siguieron a Perón. No obstante, no me consta, ni creo que pueda probarse, que Borges haya alimentado odio y desprecio hacia el pueblo. Condescendencia y temor, sí; rabia y abominación, no lo sé. Podemos en todo caso estar seguros de que Borges jamás compartió el siguiente planteamiento de Sábato: “Todos somos culpables de todo y en cada argentino había y hay un fragmento de Perón”. (15) No dudo que Borges se habría ofendido ante semejante generalización.
La actitud de Borges con respecto a las dictaduras militares hispanoamericanas fue cuestionable, y Sábato y otros intelectuales tuvieron razón al criticarle. Como hombre de derecha, deseoso de orden y estabilidad, no sorprende que Borges haya recibido con beneplácito el fin de la dictadura peronista, así fuese mediante el método de la dictadura del sable. Hay que apuntar, sin embargo, que ser de derecha no implica necesariamente apoyar dictaduras. Como indiqué al comienzo de este ensayo, todo conservador es de derecha, pero no todo hombre de derecha es un conservador en el sentido del término acá articulado. El conservatismo genuino es una postura política que cuestiona todo poder sin límites, y la actitud de Borges puso de manifiesto dos aspectos que cabe resaltar: Por una parte, que el contexto sociopolítico hispanoamericano en general, y argentino en particular, debido a su inestabilidad y tendencia al radicalismo, asfixia los espacios en los que un conservador puede respirar libremente, truncando las vías de arreglo político en función de la intensificación del conflicto social. Por otra parte, el caso de Borges revela una situación personal que tal vez no haya recibido toda la atención que merece. Me refiero a la influencia de una cierta idealización o mitificación de Inglaterra, de sus tradiciones y procederes políticos, sobre el escritor.
Borges e Inglaterra
En El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sábato dice sobre Borges lo siguiente: “Nada hay en él, nada de bueno ni de malo, nada de fondo ni de forma, que no sea radicalmente argentino” (16). Se trata de una declaración inesperada, pues no resulta fácil armonizarla con los cuestionamientos de Sábato a la literatura borgeana, a su presunta falta de identificación y solidaridad con el pueblo argentino, y a los contenidos de una obra de ficción, en opinión de Sábato, alejada de la realidad y apegada a la fantasía. Con base en tales puntos de vista, uno podría legítimamente esperar de parte de Sábato una crítica adicional, señalando a Borges como excesivamente subordinado a tradiciones y modelos culturales extranjeros. Por suerte para Sábato y sus lectores, el autor de Sobre héroes y tumbas nunca hizo ese tipo de acusaciones patrioteras acerca de la persona y obra de su coterráneo y colega escritor. Ahora bien, diversos comentaristas, en distintos momentos de su carrera, rechazaron lo que veían como una excesiva afición por la cultura anglosajona de parte de Borges, y se ha dicho que Borges pareciera “ser un pensador inglés en lengua española” (17). Es bien conocido que dicha afición existió, que el afecto de Borges por Inglaterra fue notorio y profundo, llegando el escritor alguna vez a afirmar que “Inglaterra es el más literario de los países”, y que “quizás, sin saberlo, siempre he sido un poco británico” (18). Más claro imposible.
Existen valiosos estudios sobre la tradición inglesa en la obra de Borges, pero los mismos se focalizan fundamentalmente sobre los tópicos filosóficos y los ascendientes literarios, y creo que no ahondan lo suficiente acerca de la huella de la historia y la política británicas en el conservatismo político del autor de El Aleph. Quisiera, por tanto, en esta última sección formular una conjetura y explorarla.
Argumentaré que una cierta idea de Inglaterra, de la historia del país y de las características de su sistema político, ejerció una significativa influencia sobre las posiciones de Borges en el campo político. Ello tuvo su lado positivo y otro que no lo fue tanto. Del lado positivo, sus impresiones y apreciaciones sobre Inglaterra, no siempre explícitas, pero fácilmente deducibles de los textos que tocan el tema, ofrecieron al escritor una especie de arquetipo en el cual, como si fuese un espejo, miraba un espacio histórico y lo reflejaba en sí mismo con aprobación. Por otro lado, sin embargo, la idealización de dicho espacio histórico, contrastado con las realidades concretas que vivía y con sus reflexiones en torno a la historia argentina y el proceso histórico hispanoamericano en general, ayudaron a que el extravío político de Borges se intensificase.
He enfatizado en páginas anteriores que cuando me refiero a Borges como un conservador extraviado, no pienso que se trate de ignorancia o ingenuidad, ni mucho menos, sino de desubicación con relación a un entorno social poco permeable, por motivos de evolución histórica y de cultura política, a la visión conservadora, y en particular al conservatismo de origen británico que Borges asumía. Ese conservatismo se diferencia del de autores como Joseph De Maistre y Louis de Bonald, baluartes de la inmediata reacción ideológica frente a la Revolución Francesa, que articularon una respuesta radical al radicalismo revolucionario. De su lado, el conservatismo de raigambre inglesa rechaza todo radicalismo, y pertenece a una sociedad con características muy particulares.
Tal vez fue el príncipe Metternich, canciller del imperio austríaco durante las guerras napoleónicas, quien mejor resumió el problema que ahora nos concierne, cuando en sus polémicas contra quienes procuraban implantar las instituciones inglesas al continente europeo apuntó que: “Los conceptos de libertad y orden son tan inseparables en la mentalidad británica, que el más humilde peón de establo reiría ante el rostro de cualquier revolucionario que se atreviese a pregonarle un mensaje de libertad” (19). El sistema político británico evolucionó de tal forma que la estabilidad social se hizo compatible con graduales reformas políticas, en el marco de una democracia tutelada por élites formadas a través del tiempo y la experiencia. Esa democracia tutelada se cimentó en la monarquía constitucional, generando una cultura política que no entiende la autoridad sino como un elemento componente de la libertad, y viceversa. Orden, libertad y autoridad se encuentran entrelazados en la mentalidad de un pueblo, que no solo ha aprendido a cambiar sin romper con su pasado, sino que procura nutrirse del mismo y así avanzar, minimizando los costos de las inevitables diferencias entre distintos sectores de la sociedad. Desde luego, es un sistema que presenta imperfecciones, escollos y colisiones, y que en diversas oportunidades ha sido sometido a desafíos extremos, internos y externos. No cabe duda, no obstante, que ha resistido con solvencia numerosos e intensos embates, en buena medida con éxito y durante un largo período de tiempo, todo ello sin fragmentarse irreparablemente, ajustándose con pragmática sabiduría a la marcha de las cosas.
No pretendo idealizar ese modelo ni proponerlo como ejemplo a seguir, ya que, precisamente, mi argumento es que no es factible replicarlo en otras sociedades, debido a las singularidades de una historia y una cultura política específicas. Lo que deseo destacar es lo que, a mi manera de ver, asimiló Borges de ese sistema y cultura, y de qué modo le influyó. En tal sentido, lo que el escritor absorbió mediante sus lecturas y vivencias fue el legado creativo de un sistema político que construyó un imperio mundial, y luego lo perdió sin que su sustancia nacional quedase destruida en el camino, propagando a su vez su idioma y convirtiéndolo en una especie de lengua franca o lengua vehicular a escala mundial. Esa Inglaterra, una Inglaterra que Borges idealiza, pues no se ocupa de los lados menos luminosos, y en diversos aspectos criticables, del sistema político y la expansión imperial británicas, es un país sublimado por el escritor y plasmado en las siguientes frases: “Yo siento un gran amor por Inglaterra, y me gustaría que la gente mirara hacia Inglaterra, pero me doy cuenta de que eso no ocurre” (20).
Ciertamente, pocos miraban hacia Inglaterra en la Argentina peronista y post-peronista, en la que Borges comprobó y padeció el imperativo de vivir la historia; y los que lo hacían, los que sí miraban hacia Inglaterra, seguramente contemplaban un ámbito inasible, que enviaba un mensaje difuso. En este orden de ideas, el autor de uno de los más interesantes estudios acerca del tránsito ideológico de Borges resalta el pesimismo del escritor sobre el curso histórico de su país, y concluye que lo atenazaba la convicción íntima “de que el destino que mejor le correspondía no es el que le ha tocado en suerte, sino el de un europeo (un inglés, para ser precisos”) (21). Me inclino a compartir esta perspectiva sobre el autor de El Aleph, a quien en este ensayo he interpretado, desde una óptica política, como un conservador extraviado, un conservador, no obstante, que era también capaz de compenetrarse en el plano de la sensibilidad y de la labor literaria con el espíritu de su tierra, como queda reflejado de manera muy clara en sus libros de poemas, así como en buen número de sus cuentos y ensayos.
Un espíritu escindido: consideraciones finales
Podríamos entonces hablar de una paradoja en el corazón de Borges como individuo y como intelectual. Hablo de la paradoja de un espíritu escindido, de un argentino y un hispanoamericano con alma universal, de un admirador de lo británico acosado por los fantasmas, retos y exigencias de otra historia, de su historia personal en el entorno donde nació y al que a su modo se sintió profundamente unido.
Culmino con estas consideraciones finales:
Primera: Borges estaba consciente de que nadaba contra la corriente en el terreno ideológico y político, de que su condición de hombre de derecha y sus posturas conservadoras chocaban con la cultura política predominante en Hispanoamérica, especialmente a partir de la Revolución Cubana. Existe un conmovedor párrafo de una entrevista que cabe reproducir ahora: “En los Estados Unidos, cuando yo decía que no era comunista, se sentían visiblemente defraudados, y cuando decía que quería mucho a ese país, me miraban con asombro. Para ellos, mi deber como sudamericano era ser de izquierda y aborrecerlos” (22). Borges fue sometido muchas veces al doble patrón de críticas carentes de ecuanimidad, que le estigmatizaron por negarse a aceptar la ortodoxia “progresista”, pero con errores y sin ellos no se doblegó. Eso tiene un valor, a mi manera de ver las cosas.
Segunda: Borges no concedió mayor espacio en sus escritos y entrevistas al tema del “compromiso político del escritor”, una moda y un lema de la intelectualidad de izquierda durante los tiempos en que Sartre y Camus, entre otros, dominaban el ambiente intelectual en buena parte de Europa e Hispanoamérica, Ese compromiso se exigía de algunos y no de otros, y no me parece que Samuel Beckett o Giuseppe Ungaretti, para mencionar dos casos relevantes, hayan sido especialmente importunados por los censores de la tolda “progresista”. En nuestro ámbito cultural hubo un tiempo en que la línea divisoria entre buenos y malos la marcó el respaldo o el cuestionamiento a la dictadura castrista. El predominio de las fantasías “progre” en el terreno político superó con creces cualquier ficción de Borges en su despliegue imaginativo, y con razón dijo Carlos Fuentes que “La utopía ha sido el ala constante que planea en nuestro firmamento”. (23) Creo razonable concebir que Borges se sintió orgulloso de su heterodoxia política y literaria, y en lo personal me complace que haya seguido en todo lo posible esta línea: “Yo el único compromiso que tengo es con la literatura y con mi sinceridad… He tratado de que mis opiniones no intervengan jamás en lo que escribo; casi preferiría que no se supiese cuáles son” (24).
Tercera: no ha sido mi propósito en estas páginas disculpar y absolver a Borges de nada, ni con relación a sus convicciones, ni a sus posibles aciertos y desaciertos en el plano político; no me creo autorizado a ello ni tengo el deseo de hacerlo, y pienso que a Borges no le hubiese agradado ser objeto de indulgencias de parte de nadie. Mi objetivo ha sido analizar, explicar y exponer los que considero fueron componentes fundamentales de una actitud conservadora ante la vida y la política.
Cuarta: es legítimo preguntarse, ¿qué puede esperar un conservador genuino en Hispanoamérica? Posiblemente no demasiado; sin embargo, si tomamos en cuenta que el pesimismo y el escepticismo son dos de los elementos integrantes del conservatismo político, no es superfluo señalar que el pesimismo puede y debe ser moderado por el escepticismo, pues un auténtico escéptico, valga la paradoja, tiene que cuestionar su propio escepticismo. Hay que preservar la ironía para defenderse de las utopías, y evitar un fervor excesivo; también hay que dar un chance al porvenir, pues es incierto.
NOTAS Y REFERENCIAS:
(1) Ernesto Sábato, Claves políticas, Buenos Aires: Rodolfo Alonso Editor, 1971, p. 36
(2) E, Sábato, “Los relatos de Jorge Luis Borges, en, J. Alazraki (compilador), J. L. Borges. El escritor y la crítica, Madrid: Editorial Taurus, 1987, p. 73
(3) E. M. Cioran, Adiós a la filosofía y otros textos, Madrid: Alianza Editorial, 1980, p. 8
(4) E. Sábato, Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, Buenos Aires: Editorial Alfa, 1974, p. 62
(5) E. Sábato, “Les deux Borges”, en, Cahiers de L’Herne: Jorge Luis Borges, Paris, 1981, p. 155
(6) J. L. Borges, Obras completas 1975-1988, Buenos Aires: Emecé Editores, 1996, Tomo IV, p. 385; O. Barone (compilador), Diálogos Borges-Sábato, Buenos Aires: Emecé Editores, 1976, p. 57
(7) E. Sábato, El escritor y sus fantasmas, Buenos Aires: Editorial Aguilar, 1964, pp. 245-257
(8) E, Sábato, Tres aproximaciones…, p. 49
(9) G. Gilbert, “Borges habla de Borges”, en, J. Alazraki, O. cit., p. 339
(10) J. Nuño, La filosofía en Borges, Barcelona: Reverso Ediciones, 2005
(11) E. Sábato, Claves políticas, p. 76
(12) E. Sábato, Tres aproximaciones…, p. 46
(13) Mario Vargas Llosa, “An Invitation to Borges’s Fiction, en, A Writer’s Reality, Boston: Houghton Miffin Co, 1991, pp. 18-19
(14) Una excelente reseña de este debate se encuentra en el artículo de Maria C. Vázquez, “Ernesto Sábato y la imagen del intelectual en la coyuntura peronista”, II Jornadas Hum.H.A., Bahía Blanca, Argentina, 4-6 octubre 2007
(15) Citado en Ibid., p. 10
(16)E. Sábato, El escritor y sus fantasmas, Buenos Aires: Editorial Aguilar, 1964, pp. 255-257
(17) B. Castany Prado, “La tradición inglesa en la obra de Jorge Luis Borges”, Revista electrónica de estudios filológicos, # 14, diciembre 2007, p. 12
(18) Citado en M. R. Barnatán, Borges. Biografía total, Madrid: Ediciones Temas de Hoy, 1995, p. 68
(19) Citado en H. A. Kissinger, A World Restored, Boston: Houghton Mifflin, 1957, p. 203
(20) R. Gilbert, “Borges habla de Borges”, en, J. Alazraki (compilador), Jorge Luis Borges. El escritor y la crítica, Madrid: Editorial Taurus, 1987, p. 323
(21) J. Rodriguez-Luis, “La intención política en la obra de Borges”, Cuadernos Hispanoamericanos, # 361-362, 1980, pp. 177-178
(22) Citado en, M. E. Vásquez, Borges. Esplendor y derrota, Barcelona: Tusquets Editores, 1996, p. 229
(23) C. Fuentes, Valiente mundo nuevo, México: FCE, 1994, p. 49
(24) “Borges habla de Borges”, o. cit., p. 352
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