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La pregunta de Oswaldo Trejo

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Por ADOLFO CASTAÑÓN

Oswaldo Trejo se parecía a José Bianco. Es decir, era delgado, elegante y de nariz recta, casi aguileña. Gestos vivos y lengua de víbora y de terciopelo. Era elegante y desplegaba en su trato una afabilidad graciosa y eficaz que justificaría aquella sentencia: la courtoisie est une fleur fine de la charité. Su amabilidad y afabilidad podrían ser descifradas como manifestaciones de su inteligencia. Era pícaro y dicharachero. Cuando lo conocí él trabajaba en la Fundación Ayacucho. Ahí lo pude ver varias veces –pues irlo a visitar se convirtió para mí en un ritual de cada viaje a Caracas.

Comprobé en esas visitas que Oswaldo Trejo era un gentleman pero también un lector, un editor avezado con un sentido incisivo y sensitivo de la lengua. Oswaldo Trejo era un narrador nato: cualquier minucia se convertía en sus labios en relato y novela. Quizá por esta facilidad y espontaneidad naturales del raconteur latinoamericano, Oswaldo Trejo se entregó con tanta gracia al ejercicio de descontar y desarticular el relato y las narrativas miméticas y naturalistas. Es cierto que era pudoroso: pero no tanto como para no contarme un poco su vida, sus comienzos de muchacho pobre y ambicioso obligado a reescribir la novela picaresca con su propio cuerpo. Hombre educado en la lectura de las revistas Sur y Orígenes Oswaldo era un caso singular de príncipe y pícaro, de gentleman y subversivo. Es conocida la vocación experimental, radical de Oswaldo Trejo. Habrá que aclarar que su juego es un juego blanco y que no confunde disidencia con perversidad.

La   obra  de  Trejo  parece  excéntrica  si  se contrasta   con la literatura narrativa de su país —como hace por ejemplo Julio Ortega—. Sin embargo, si se recuerda que muchos de los amigos de Trejo eran poetas y que no era poca su erudición en temas de la poesía y  lírica hispánicas e hispanoamericanas, se explicará mejor su perfil. Si la obra de Trejo aparece como un ejemplo del experimentalismo y la excentricidad narrativas, quizá una manera de abrir su lectura a otros horizontes sea la de leerlo en el marco de la historia de la poesía (por ejemplo asociándolo a Julio Herrera o a Oliverio Girondo) y en ese umbral de la prosa poética o de la poesía ensayada cuyo mejor emblema es Julio Cortázar.

Quizá la obra de Oswaldo Trejo está por ser descubierta. Primero porque quizá hay que leerla con nuevos ojos y con nuevos oídos pues la literatura de Trejo está escrita —al igual que la de Joyce— para ser oída, mirada con el yunque y el martillo auricular. Y hay que leerla para divertirse: despedazándola a ella misma como ella despedaza al lenguaje en lugar de ritualizarla. El otro futuro de la obra de Trejo es estrictamente editorial. Sabemos que dejó no pocos cuadernos y diarios. ¿Cómo relatará el día, el pane lucrando, la vida literaria hispanoamericana este barroco enamorado del menoscabo y la fiesta irónica? Pero la obra de Trejo es sobre todo significativa por las preguntas que su obra suscita en torno al canon de la literatura hispanoamericana: ¿cuáles son los libros en que está fundada la ciudad literaria hispanoamericana? ¿qué significan aquí hoy esos textos? ¿La obra de Oswaldo Trejo no suscita también una pregunta en torno al lector y a la lectura en nuestra América? ¿Escribimos para que nos descifren los profesores de Europa y los Estados Unidos o escribimos para contagiar a los otros el escozor de la lectura? La obra y la persona de Oswaldo Trejo suscitan en el invitado una inexplicable complicidad enemiga de la bobería y la literalidad.


*Copiado del libro inédito Trece Trejos, en homenaje a Oswaldo Trejo, compilado por Violeta Rojo.

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