En días recientes hablaba con mi amigo Roberto Casanova, uno de los intelectuales más lúcidos del país, acerca del significado político y social del zarpazo que pretenden dar Nicolás Maduro y su camarilla, al tratar de desconocer la voluntad del pueblo expresada en las urnas electorales el domingo 28 de julio. Llegamos a la siguiente conclusión: de concretarse el desconocimiento de la soberanía popular, el régimen político instalado en Miraflores hace más de un cuarto de siglo, habría entrado en una fase diferente a la vivida a lo largo de toda esta etapa. El modelo político habría dejado definitivamente de ser populista revolucionario –de acuerdo con la terminología de Andrés Benavente y Julio Alberto Cirino en el libro La democracia defraudada– y se habría convertido en uno dictatorial con maquillaje electoral, al estilo del esquema impuesto por Vladimir Putin en Rusia, Daniel Ortega en Nicaragua y Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia.
El proyecto nacional populista de Hugo Chávez contó durante sus inicios y hasta el final de la vida del caudillo, con un sólido apoyo popular. Por esa razón, Chávez pudo “refundar la República” (tal como resumía su consigna en la campaña de 1998), convocar la Constituyente de 1999, demoler el orden establecido y organizar un esquema personalista, centralista y militarista, en el cual él era el núcleo central de todo ese andamiaje. Su estrecha conexión con un grueso sector de la población le permitió ser autoritario sin perder la legitimidad de origen, pues ganó todas las elecciones a las cuales se presentó, y mantener siempre una elevada representatividad. Era, sin duda, un líder carismático con profundo arraigo popular. Parte de ese respaldo logró transmitírselo, luego de su muerte, a Nicolás Maduro, su heredero.
Sin embargo, el delfín en un período muy corto se las ingenió para acabar con el carácter de masas del movimiento político fundado por Chávez. Ya de ese rasgo queda muy poco, lo único que persiste son las huellas personalistas y militaristas del Estado levantado por el chavismo, luego de la destrucción de la democracia nacida tras la firma del Pacto de Puntofijo, que tuvo una vida de cuarenta años.
La destrucción de las estatuas de Chávez por muchos de quienes habían creído en su proyecto, representa una metáfora del final de ese ciclo en el cual el jefe de la revolución bolivariana simbolizaba las aspiraciones populares. Ahora, el líder del 4-F representa la expresión de un proyecto fracasado que condujo a la ruina económica y social del país, al desmantelamiento del orden democrático y republicano, y al envilecimiento moral de la nación por la forma como se ha extendido la corrupción.
El chavismo originario en las filas del gobierno fue expulsado, siendo sustituido por el madurismo, una versión más dañina, perversa, a la que no le importa mucho la legitimidad de origen, la conexión con las grandes mayorías, ni con las clases populares. Para su permanencia en el poder, prefiere apoyarse en el aparato represivo que ha montado, compuesto por la Fuerza Armada Nacional, la Policía Nacional Bolivariana y los grupos paramilitares, llamados “colectivos”, de modo eufemístico. Junto a la maquinaria armada también levantó las otras instituciones del Estado que lo apuntalan: el TSJ, la Asamblea Nacional, el CNE y la Fiscalía.
A partir del férreo control sobre todo ese aparataje, el madurismo, sin importarle la opinión de la inmensa mayoría de los electores, ni lo que dicen las urnas de votación, aspira a permanecer en el poder, aunque haya perdido por abrumadora diferencia la consulta del 28J, frente al tándem formado por Edmundo González y María Corina.
Ahora los venezolanos estamos padeciendo en carne propia las consecuencias de la reelección indefinida y su secuela inevitable: la eliminación de los órganos que sirven de contrapeso institucional. Edmundo González y la Plataforma Unitaria no cuentan con ninguna instancia arbitral ante la cual acudir para denunciar y revertir el despojo del cual ha sido objeto el pueblo, luego de elegir por amplia mayoría a Edmundo González como nuevo presidente de la República.
El desmoronamiento de las imágenes de Chávez sintetiza la destrucción de Venezuela en todos los órdenes y la manera como, sobre los escombros de esas estatuas, se ha erigido un grupo arrogante, impopular, inepto y corrupto que pretende ejercer indefinidamente el poder, sin contar con los votos ni con el respaldo popular. Es decir, sin tener legitimidad ni representatividad.
A los venezolanos nos corresponde seguir luchando, con los instrumentos que poseemos, para impedir que la usurpación se materialice. El domingo 28 salimos a votar con esperanza y entusiasmo. En esa tónica debemos mantenernos.
@trinomarquezc
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