Narra San Ignacio de Loyola, que, para hacer una buena elección, debemos observar seis puntos: evaluar la realidad, claridad de objetivos personales, unificar mi voluntad con la voluntad del Creador, evaluar peligros de la elección, oír a la razón y diligencia en el obrar (Ejercicios espirituales, 178 [179-183]). Cinco siglos han transcurrido desde la implantación de los ejercicios, ad maiorem Dei gloriam, del virtuoso vasco Íñigo López de Loyola. Hombre de Dios, antes que nada. Consciente de su finita naturaleza humana. Persistente en la fe ante la adversidad. Hoy, celebramos nuevamente la consagración a los altares del hombre que supo conjugar la virtud con la fe. La enseñanza con la convicción cristiana y el papel fulgurante de la educación en el cincel de nuestro espíritu. En fin, una fecha que siempre encierra simbolismos y enseñanzas más allá del mero fasto mundano.
Tras otra rotación del orbe, la biografía íntegra y obra del fundador de la Compañía de Jesús muestra otros ángulos necesarios para este protervo tiempo, donde, la tranquilidad espiritual luce como bien escaso. La solemnidad de San Ignacio de Loyola es jornada e insignia del “optimismo realista” y la permanente delación por el tránsito hacia horizontes insospechados en este unus non sufficit orbis. Con fortaleza, debemos asumir la máxima ignaciana: “las grandes revoluciones de la historia nacen en el silencio de un corazón iluminado”.
Es un día próvido para el recogimiento, la visión y la acción sobre nuestros senderos, así éstos se hayan recorrido calamo currente o de escrupuloso trazado según la voluntad y luces. Lo importante del ciclo, expresado por el padre Íñigo, es cumplir el sueño «del alma con las manos llenas«. A veces el itinerario puede lucir lioso, recalado como pravo sisón, sabiendo que soñar en una ataraxia es delirio para perdernos a nosotros mismos. Otras, expedito y fulguroso. Gracias a la voluntad de Dios, quiero compartir con todos mis lectores este mensaje, que, desde hace veintiún años, remito inter amicus. Y, día a día, nunca nos cansaremos de citar al eximio teólogo Hugo Rahner sj.: “Sería divino no estar limitados por lo más grande y, sin embargo, permanecer encerrados en lo más pequeño”.
Para 2024 –annus vitare vanitati et falsa clade– es un alto para la dinámica vital global que merece otearse ante los aires de una épica trasnochada con la tórrida percusión de Alecto y Tisífone. Cruzamos la encrucijada y aprendimos con ella, que es imposible un retorno. En el pasado, nuestro mensaje centraba sus atenciones en las peculiaridades domésticas de una sociedad local envuelta y pergeñada en el cenceño valórico, los deltas de la libertad incomprendida y las colinas de los mitos vivenciales de semidioses fabricados de barro. Hoy, el mensaje es para otear el horizonte y las estrellas, no tanto para admirar su belleza sino para compartir la invitación permanente de ambos en lograr salir de las comodidades y las falsas seguridades a las que muchas veces se vuelven una áurea prisión. Por más que esté hecha del mejor oro del mundo, una prisión siempre será eso, una gayola frustrante.
Hablar de la obra jesuítica, de quienes estamos desde nuestra primera juventud inmiscuida en ella, no sólo es reconocer el esfuerzo de quienes se dieron cita en la construcción histórica. Implica conocer las fuentes de la sabiduría ignaciana, que, para este año, me permitiré citar, textualmente, una de las reglas de los ejercicios espirituales: “(…) En toda buena elección, en quanto es de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor, y salvación de mi ánima; y así cualquier cosa que yo eligiere, debe ser a que me ayude para el fin para que soy criado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, mas el medio al fin (…)” [169ª. Regla]
San Ignacio es fuente de inspiración y vitalidad. Infiltra fuerzas para sostener nuestros sueños más allá del carpe diem horaciano. Su talante presente en cada momento evita que nuestros espíritus se entreguen a los brazos del cansancio mayor, único responsable de todos los desaciertos y desdichas. El cansancio mayor proviene de sumar todas las desilusiones que nos engañamos al creer ya olvidadas. De acumular todas las desesperanzas a las que cerramos los ojos para fingir que no existieron. De soportar el mundo sobre nuestros hombros, cuya fragilidad pretendimos desconocer. En fin, es la languidez de la resignación sin batalla, cerrando las ventanas a las que se asomaba el sueño de la infancia y las esperanzas del adulto.
Que Dios y San Ignacio os bendigan, en este nuevo año ignaciano que toca puertas.
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