Los juegos y rejuegos ideoculturales de la actual decadencia occidental se propusieron transfigurar la imagen, la misión y el alma de los Juegos Olímpicos de París 2024. Y por poco lo logran. El arma no fue otra que una olímpica dosis de wokismo.
Se han atrevido a tanto –cada vez más– porque ya lo han ensayado con éxito en otros escenarios y eventos nacionales e internacionales y, sobre todo, porque la degeneración de Occidente avanza cada día con mayor velocidad. De ahí la buena noticia: esta reinvención o reinvolución de la decadencia pronto terminará chocando con el muro de la resistencia, que generalmente actúa con fuerza pendular. No será la primera vez, ni tampoco la última.
Pero aún le queda camino por recorrer y no será fácil para tirios y troyanos. El wokismo hoy se siente con más fuerza que la que en realidad posee, que no es poca. No en balde los ideólogos y responsables de la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas de Francia, lejos de celebrar a todo tren la grandeza del legendario encuentro deportivo internacional, en cambio, decidieron celebrar la decadencia.
Fue más importante fabricarle una alegoría activista artística a la cultura woke que al elemento sustancial de los Juegos Olímpicos: el deporte. El deporte como ejercicio sociocultural y antropológico. Y es que esta «bienvenida» al evento deportivo multidisciplinario más visto, no se trató nunca de una oda al deporte ni a la grandeza de Francia, aunque el deporte y Francia fueran el pretexto y la sede.
Esta apertura fue concebida a imagen y semejanza del turbulento tren en marcha atrás, hacia los desmanes de la Revolución Francesa, al que han montado a empujones a los franceses, a los europeos y a buena parte de las nuevas generaciones en los Estados Unidos.
Este viernes, París y el mundo fueron testigos de una trampa neoartística del activismo woke, que ha plantado y perfeccionado precisamente en las artes y en la cultura en general (también en los deportes) sus más efectivas estrategias para impulsar su revolución ideológica, geopolítica, cultural y antropológica, que hoy es imposible de ocultar.
Antes y detrás de la imagen de los 85 barcos transportando por el río Sena a casi a 7,000 atletas hacia la mítica e iluminada Torre Eiffel; antes y después de la ascensión del globo aerostático con la llama olímpica elevándose al cielo de una ciudad, ícono de una cultura amenazada de muerte; en la cara y la cruz de cada pieza del rompecabezas de la rimbombante ceremonia, no excepta de algunos momentos de verdadero arte y de emociones reales: se puede leer, sin temor ni inocencia, la mala intención de guillotinar la Francia más profunda, la Europa más auténtica.
¿Francia y Europa podrán sobrevivir? ¿Se salvarán como culturas? ¿O terminarán condenadas en por tribunales revolucionarios a la nueva guillotina cultural que lleva en sus manos el wokismo y que han puesto en el centro de la inauguración de las Olimpiadas de Paris 2024?
Francia, cuna e imperio de antiguas vanguardias, es hoy vanguardia de la descomposición cultural, del antieuropeísmo, de la angustia y la locura. Tampoco Francia es primeriza en estos trances.
Tal vez por eso no es iluso pensar que, a pesar de la invasión étnica, cultural e ideológica, apoyada por el Estado, los medios de comunicación y las grandes corporaciones, se sobrepondrá. Francia y Europa sólo lograrán vencer a esa muerte anunciada si dejan de tenerle miedo a identificar y señalar a su enemigo: el wokismo global. Un peligroso virus (una pandemia) que por acción y reacción ha creado el antiwokismo, que es la cura que Occidente necesita para salvarse.
Analizando las imágenes y los efectos de su recepción en las redes sociales, lo más triste no fueron las torpezas wokistas que ensuciaron la ceremonia misma, cuyas luces, efectos especiales, música, tecnología y delegaciones de atletas de todo el mundo, por varios momentos quedaron eclipsados por las escenas pueriles de un submundo woke, ultrawoke, wannabe, esnobista, realmente vacío e intrascendente, con imágenes grotescas, como la de una María Antonieta decapitada, que nada tiene que ver con el espíritu original de las Olimpiadas modernas, pero sí mucho con los motivos de la revolución woke: la guillotina como arma contra la resistencia a la decapitación de la cultura occidental.
Unos lo han entendido, tal vez por lo monstruoso de la imagen, pero otros aún no han comprendido o no han querido comprenderlo. La puesta en escena del actor y director artístico Thomas Jolly pasará a la historia no por la factura ni por los grandes momentos, como la «Oda al amor» de Edith Piaf, que versionó Celine Dion, en un emotivo regreso a los escenarios luego de sufrir el síndrome de la persona rígida. La inauguración, a pesar de las luxaciones de la mala memoria, será recordado por la embestida al catolicismo, a la civilización, a la propia Francia.
Muchos, como se lee en las redes sociales, no podían creer que las imágenes en sus televisores, que parecían la publicidad de un teatro excéntrico y lascivo, eran la bienvenida a las Olimpiadas en París. Claro que en la Francia manipulada por el socialista Emmanuel Macron –envalentonado por su truculenta victoria en coalición con lo peor de Francia– no podían faltar en la apertura de las Olimpiadas una oda a la ideología de género. Desde el inicio, no sólo en los vestuarios, colores y coreografías, sino también en acentuados primeros planos de besos, miradas cómplices y sensualidad entre homosexuales, donde los heterosexuales no tenían cabida. La dictadura woke, la ideología de género, como todas las ideologías que buscan perpetuarse en regímenes, no puede ocultar su naturaleza e intenciones adoctrinadoras y totalitarias.
Puede que entre lo más terrible –aún– sea el hecho de que para sus productores e ideólogos e incluso para una parte del público a nivel mundial, esta insensatez disfrazada de “orgullo” haya sido un buen espectáculo, novedoso e irreverente, y no –salvo las buenas interpretaciones musicales y la magnificencia parisina– un show que cayó en lo manido de las poses y los desfiles drag queen, envenenado de futilidades y lugares hoy ya comunes, desprovisto de diálogos y propuestas más inteligentes, como antes lo ha sido, como debería haber sido en medio de una Francia herida, urgida de un mensaje de fe, de reconstrucción, de amor a la nación, no de un bombardeo contra sus raíces históricas, religiosas y culturales. Francia recibió una dosis más de wokismo. Y muy probablemente en la clausura de los juegos, también bajo la dirección de Thomas Jolly, habrá más de lo mismo.
El buen arte ha sido, otra vez, superado por la enfermiza ideología de turno. Este fenómeno tiene mucho que ver con el nacimiento, desarrollo y destino de las vanguardias, cocinadas en las crisis, en las guerras, en la asfixia social. Hoy el avant-garde está justo al otro lado. Examinando la historia de nuestra civilización, con sus virtudes y defectos, tal parece que es inevitable transitar por períodos oscuros, decadentes, como en diferentes siglos ha ocurrido. Quizá es parte del eterno retorno a uno y otro lado de la balanza. De eso tienen mucho estos tiempos. La fiesta de la insignificancia, al decir de Milán Kundera. La civilización del espectáculo, diría Mario Vargas Llosa. No pocas metáforas hirientes, acongojadas y cabreadas, ha provocado el grito resentido de estos tiempos.
Hace tiempo que la representación (y hasta la adoración) en las artes y la literatura de fenómenos como la homosexualidad, el transgenerismo, el dragqueenismo, dejó de ser algo llamativo, vanguardista, irreverente, disidente, contestatario, poco común, para convertirse en todo lo contrario. Hoy la dictadura woke es el discurso hegemónico que busca hacer de la ideología de género y de todos los demás tentáculos del wokismo, la ideología del mundo que viene. O con suerte, que quieren imponer.
No es gratuito que antes de la aparición, en el inicio del show, del cruel mensaje de la posmoderna María Antonieta decapitada, con su propia cabeza entre las manos y diciendo irónicamente “libertad”, Jolly recreara la obra maestra de Eugène Delacroix «La libertad guiando al pueblo”, trayendo al presente, también convulso, también desequilibrado por efluvios «revolucionarios», uno de los momentos más sangrientos de la historia de Francia y de la humanidad: la Revolución francesa.
¿Con qué propósito se colocó en la apertura de estas Olimpiadas el dramático recordatorio de aquellos días turbulentos, en medio de los cuales la esposa de Luis XVI, reina consorte de Francia hasta 1793 y símbolo de la monarquía francesa, terminó decapitada a los 37 años, en nombre de la revolución, en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad? ¿Quiénes deberían ser hoy decapitados en nombre del wokismo, la ideología de género y la Teoría Crítica de la Raza?
¿Por qué en la ceremonia, de casi cuatro horas de duración y usando a diversos espacios abiertos de París como un inmenso teatro, se rindió un amargo tributo a lo más temerario de la quintaesencia revolucionaria?
En el inicio, la banda francesa de punk Gojira interpretó la legendaria “Ah, ça ira”, banda sonora de la Revolución francesa. Y casi al final, Juliette Armanet, desde río Sena acompañada por un piano en llamas, cantó «Imagine», de John Lennon, una “hermosa canción” que evoca los preceptos wokistas en contra de la fe (de ahí el ataque de Jolly y su ceremonia contra el catolicismo), las políticas de fronteras abiertas, el anticapitalismo y el Estado totalitario como el Dios de la convivencia mundial. Si analizamos la mayoría de los versos (Imagina que no existe el paraíso / Ningún infierno bajo nosotros / Imagina que no hay países y ninguna religión tampoco / Imagina que no existen propiedades / Me pregunto si puedes hacerlo / No hay necesidad de codicia o hambre / Una hermandad de la humanidad / Imagina toda la gente / Compartiendo todo el mundo / Espero que algún día te unas a nosotros / Y el mundo vivirá como uno) entenderemos que la letra es perfecta para justificar y promover la ideología woke como instrumento de globalización forzada.
Luego de la francesa todas las demás revoluciones se han inspirado en ese eslogan, hoy lema de Francia, y en nombre de esa tríada, en aquel Siglo de las Luces, se cometieron atroces crímenes, marcados no sólo por los deseos de libertad, sino también por la ira, las intrigas, el embuste, la envidia, la traición, la utopía, las ansias de poder y de control social, más que por la libertad, la igualdad y la fraternidad, hoy valores y «derechos» prostituidos por la confluencia brutal de una derecha acomplejada y una socialdemocracia doblegada por el wokismo y el islamismo radicales.
La inauguración de unos Juegos Olímpicos travestidos en un festival del “orgullo” gay, transexual, trans no binario, transespecie y el largo etcétera de la autopercepción, no es un acto en busca de inclusión y democracia, sino una deformación cultural y un despropósito. Una niña bailando entre un conjunto desenfrenado y desafinado de travestis, hoy no es un acto irreverente, ni representa un grito de libertad. Es, sin dudas, el absurdo festejo de esos grandes disparates que son la ideología de género y el lenguaje inclusivo. Para muchos, incluso, ha sido impropio y desagradable.
Y no lo es porque se trate de un hecho puntual, ni mucho menos aislado, sino porque se trata de una imagen que recuerda y que a la vez se mofa o al menos se desentiende de la gran cantidad de niños víctimas del adoctrinamiento, del cambio de sexo, de cirugías irreversibles, de una pretendida confusión de la que no pocos jovencitos se han arrepentido cuando no pueden hacer nada, porque ya fueron mutilados, ya fueron criminalizados por una vil ideología que es la vez un vil negocio. En esta inevitable asociación reside el sentido repulsivo de esta viva imagen de la amenaza del wokismo contra los niños, la familia, la civilización judeocristiana y el futuro de la humanidad.
Algo similar ocurre con la imagen de María Antonieta decapitada, cuando varios franceses han sido decapitados en los últimos tiempos. La escritora cubana residente en París, Zoé Valdés, condecorada con la Orden de Las Artes y las Letras de Francia, ha descrito la imagen como de “muy mal gusto, sobre todo en un país donde últimamente se ha decapitado a un sacerdote, a un profesor, a una niña. Y en un país que abolió la pena de muerte”. Realmente fue una imagen muy desafortunada para el espectáculo, para las Olimpiadas y para Francia, pero tal fue la intención del director (aunque Thomas Jolly lo niegue) y de quienes están interesados en diseminar hegemónicamente estas zurdas lecciones y por ello le escogieron.
Encargar el espectáculo a un director gay que celebra la ideología de género no es hoy un acto extraordinario ni antisistema. Por el contrario, extraordinario y antisistema hubiera sido designar a un director heterosexual que celebrara la heterosexualidad. Tampoco es audaz, renovador, mucho menos original, quizá sólo provocador y escandaloso, intentar una recreación de la Última Cena, desesperada por estar a la moda drag queen (muy lejos del esplendor de Leonardo da Vinci, El Greco, Juan de Juanes o Salvador Dalí), sustituyendo a los protagonistas, desde los apóstoles hasta la traición de Judas y por supuesto a Jesús, por un grupo de travestis, transexuales, y la niña todo el tiempo atrapada sin saberlo, más que en una cena, en un delirio de activismo woke y anticatólico, que la pequeña, aunque le hayan dado pautas para que actuara y se “divirtiera”, realmente todavía no entiende.
Por supuesto que Jolly y los demás creadores del performance sí lo saben y sí tienen muy claro el mensaje de escarnio y confrontación con los valores esenciales del cristianismo. No es, ni mucho menos, la primera vez que los grupos promotores de la transexualidad atacan a la cristiandad echando mano a sus símbolos. Las Hermanas de la Perpetua Indulgencia, un grupo de travestis que se visten como monjas hipersexualizadas, con sede en San Francisco, California, lo ha hecho muchas veces. Curiosamente, este agravio ha ocurrido en Francia contra la fe cristiana. No contra el islam. Además de que sus artífices no serían capaces de arriesgarse a jugar así con los símbolos del islamismo, hay un detalle importante: entre los militantes del wokismo (ideólogos de género incluidos) y los militantes del islamismo radical: existe una rara relación, por incoherente y suicida.
No se trata de que quienes manejan los hilos oscuros de la cultura woke hayan sólo trastocado el sentido (como han desvirtuado tantas otras cosas) de las competencias deportivas multidisciplinarias más importantes del mundo. Esta ha sido otra estocada de los enemigos de nuestros valores y creencias, sus corporaciones, sus compinches y un ejército de idiotas útiles que marchan en contra de la civilización occidental, en contra de sí mismos.
Cuando contemplamos el paisaje de estos tiempos, vemos a flor de piel la glorificación del desquicio. El rancio perfume del fracaso. Es el ascenso y la futura caída de la generación de la futilidad. Es el velorio de la elegancia. La premiación de la cursilería. Es, por desgracia, la innegable degeneración de Occidente.
El wokismo, que no es más que el ser humano adoctrinado, degradado, domesticado, encerrado en una cárcel de humo por las pecaminosas directrices de la nueva izquierda global, solo puede ser depuesto o al menos contrarrestado con una enorme muralla de nuevos conservadores, defendiendo sus ideas como escudos y columnas en los cuatro costados del mundo occidental, conscientes de que su mayor enemigo es precisamente esta Nueva Izquierda global.
Hoy la vanguardia está en el conservadurismo, en los nuevos conservadores, en el retorno a las virtudes fundacionales (que hicieron grande a Europa y América). Hoy ser conservador es reconocer la urgente necesidad de alimentar el sentido común, salvarlo de la anorexia física e intelectual. Hoy lo avant-garde es la resistencia a la imposición del wokismo. Entender que ha de invertirse siempre en la educación para disminuir el adoctrinamiento. Hoy ser conservador, un Nuevo Conservador, es abrazar el redescubrimiento de lo clásico, el elogio de los saberes, la celosa preservación del conocimiento. Es el rechazo a la idiotez de vivir entre la falsedad y el miedo cuando desde hace siglos descubrimos el poder divino de la libertad. Hoy la vanguardia es el antiwokismo, el amor y el respeto a la familia, la protección a la luz de la individualidad, que es de donde la creatividad fluye para el bien común. Hoy la vanguardia, sin cegueras ni complejos, es rescatar las fuerzas y valías de nuestra historia, nuestras más dignas costumbres, nuestras hazañas personales y nacionales, nuestras tierras y mercados, nuestras artes e invenciones, nuestra ciencia y nuestra fe, nuestra cultura.
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