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Fragmento de El arco y la lira

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Por OCTAVIO PAZ

El verso español combina de una manera más completa que el francés y el inglés la versificación acentual y la silábica. Se muestra así equidistante de los extremos de estos idiomas. Pedro Henríquez Ureña divide al verso español en dos grandes corrientes: la versificación regular —fundada en esquemas métricos y estróficos fijos, en los que cada verso está compuesto por un número determinado de sílabas— y la versificación irregular, en la que no importa tanto la medida como el golpe rítmico de los acentos. Ahora bien, los acentos tónicos son decisivos aun en el caso de la más pura versificación silábica y sin ellos no hay verso en español. La libertad rítmica se ensancha en virtud de que los metros españoles en realidad no exigen acentuación fija; incluso el más estricto, el endecasílabo, consiente una gran variedad de golpes rítmicos: en las sílabas cuarta y octava; en la sexta; en la cuarta y la séptima; en la cuarta; en la quinta. Agréguese el valor silábico variable de esdrújulos y agudos, la disolución de los diptongos, las sinalefas y demás recursos que permiten modificar la cuenta de las sílabas. En verdad, no se trata propiamente de dos sistemas independientes, sino de una sola corriente en la que se combaten y separan, se alternan y funden, las versificaciones silábica y acentual.

La lucha que entablan en la entraña del español la versificación regular y la rítmica no se expresa como oposición entre la imagen y el concepto. Entre nosotros la dualidad se muestra como tendencia a la historia e inclinación por el canto. El verso español, cualquiera que sea su longitud, consiste en una combinación de acentos —pasos de danza— y medida silábica. Es una unidad en la que se abrazan dos contrarios: uno que es danza y otro que es relato lineal, marcha en el sentido militar de la palabra. Nuestro verso tradicional, el octosílabo, es un verso a caballo, hecho para trotar y pelear, pero también para bailar. La misma dualidad se observa en los metros mayores, endecasílabos y alejandrinos, que han servido a Berceo y Ercilla para narrar y a san Juan y Darío para cantar. Nuestros metros oscilan entre la danza y el galope y nuestra poesía se mueve entre dos polos: el Romancero y el Cántico espiritual. El verso español posee una natural facilidad para contar sucesos heroicos y cotidianos, con objetividad, precisión y sobriedad. Cuando se dice que el rasgo que distingue a nuestra poesía épica es el realismo, ¿se advierte que este realismo ingenuo y, por tanto, de naturaleza muy diversa al moderno, siempre intelectual e ideológico, coincide con el carácter del ritmo español? Versos viriles, octosílabos y alejandrinos, muestran una irresistible vocación por la crónica y el relato. El romance nos lleva siempre a relatar. En pleno apogeo de la llamada «poesía pura», arrastrado por el ritmo del octosílabo, García Lorca vuelve a la anécdota y no teme incurrir en el pormenor descriptivo. Esos episodios y esas imágenes perderían su valor en combinaciones métricas más irregulares. Alfonso Reyes, al traducir la Ilíada, no tiene más remedio que regresar al alejandrino. En cambio, nuestros poetas fracasan cuando intentan el relato en versos libres, según se ve en los largos y desencuadernados pasajes del Canto general, de Pablo Neruda. (En otros casos acierta plenamente, como en Alturas de Macchu Picchu; mas ese poema no es descripción ni relato, sino canto). Darío fracasó también cuando quiso crear una suerte de hexámetro para sus tentativas épicas. No deja de ser extraña esta modalidad si se piensa que nuestra poesía épica medieval es irregular y que la versificación silábica se inicia en la lírica, en el siglo XV. Sea como sea, los acentos tónicos expresan nuestro amor por el garbo, el donaire y, más profundamente, por el furor danzante. Los acentos españoles nos llevan a concebir al hombre como un ser extremoso y, al mismo tiempo, como el sitio de encuentro de los mundos inferiores y superiores. Agudos, graves, esdrújulos, sobresdrújulos —golpes sobre el cuero del tambor, palmas, ayes, clarines: la poesía de lengua española es jarana y danza fúnebre, baile erótico y vuelo místico. Casi todos nuestros poemas, sin excluir a los místicos, se pueden cantar y bailar, como dicen que bailaban los suyos los filósofos presocráticos.

Esta dualidad explica la antítesis y contrastes en que abunda nuestra poesía. Si el barroquismo es juego dinámico, claroscuro, oposición violenta entre esto y aquello, nosotros somos barrocos por fatalidad del idioma. En la lengua misma ya están, en germen, todos nuestros contrastes, el realismo de los místicos y el misticismo de los pícaros. Pero ya es cansancio aludir a esas dos venas, gemelas y contrarias, de nuestra tradición. ¿Y qué decir de Góngora? Poeta visual, no hay nada más plástico que sus imágenes, y, simultáneamente, nada menos hecho para los ojos: hay luces que ciegan. Esta doble tendencia combate sin cesar en cada poema e impulsa al poeta a jugarse el todo por el todo del poema en una imagen cerrada como un puño. De ahí la tensión, el carácter rotundo, la valentía de nuestros clásicos. De ahí, también, las caídas en lo prolijo, el efectismo, la tiesura y ese constante perderse en los corredores del castillo de sal si puedes de lo ingenioso. Pero a veces la lucha cesa y brotan versos transparentes en que todo pacta y se acompasa:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,

árboles que os estáis mirando en ellas…

milagrosa combinación de acentos y claras consonantes y vocales. El idioma se viste «de hermosura y luz no usada». Todo se transfigura, todo se desliza, danza o vuela, movido por unos cuantos acentos. El verso español lleva espuelas en los viejos zapatos, pero también alas. Y es tal el poder expresivo del ritmo que a veces basta con los puros elementos sonoros para que la iluminación poética se produzca, como en el obsesionante y tan citado

un no sé qué que quedan balbuciendo

de San Juan de la Cruz. El éxtasis no se manifiesta como imagen, ni como idea o concepto. Es, verdaderamente, lo inefable expresándose inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo, a su extrema tensión. El verso dice lo indecible. Es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada, ardiente repetición de un pobre sonido: ritmo puro. Compárese este verso con uno de Eliot, en The Waste Land, que pretende expresar el mismo arrobo, a un tiempo henchido y vacío de palabras: el poeta inglés acude a una cita en lengua sánscrita. Lo sagrado —o, al menos, una cierta familiaridad con lo divino, entrañable y fulminante al mismo tiempo— parece encarnar en nuestra lengua con mayor naturalidad que en otras. Y del mismo modo: Augurios de inocencia, de Blake, dice cosas que jamás se han dicho en español y que, acaso, jamás se dirán.

La prosa sufre más que el verso de esta continua tensión. Y es comprensible: la lucha se resuelve, en el poema, con el triunfo de la imagen, que abraza a los contrarios sin aniquilarlos. El concepto, en cambio, tiene que forcejear entre dos fuerzas enemigas. Por eso la prosa española triunfa en el relato y prefiere la descripción al razonamiento. La frase se nos alarga entre comas y paréntesis; si la cortamos con puntos, el párrafo se convierte en una sucesión de disparos, un jadeo de afirmaciones entrecortadas y los trozos de la serpiente saltan en todas direcciones. En ocasiones, para que la marcha no resulte monótona, recurrimos a las imágenes. Entonces el discurso vacila y las palabras se echan a bailar. Rozamos las fronteras de lo poético o, con más frecuencia, de la oratoria. Solo la vuelta a lo concreto para los ojos del cuerpo y del alma, devuelve su equilibrio a la prosa. Novelistas, cronistas, teólogos o místicos, todos los grandes prosistas españoles relatan, cuentan, describen, abandonan las ideas por las imágenes, esculpen los conceptos. Inclusive un filósofo como Ortega y Gasset ha creado una prosa que no se rehúsa a la plasticidad de la imagen. Prosa solar, las ideas desfilan bajo una luz de mediodía, cuerpos hermosos en un aire transparente y resonante, aire de alta meseta hecha para los ojos y la escultura. Nunca las ideas se habían movido con mayor donaire: «Hay estilos de pensar que son estilos de danzar». La naturaleza del idioma favorece el nacimiento de talentos extremados, solitarios y excéntricos. Al revés de lo que pasa en Francia, entre nosotros la mayoría escribe mal y canta bien. Aun entre los grandes escritores, las fronteras entre prosa y poesía son indecisas. En español hay una prosa en el sentido artístico del vocablo, es decir, en el sentido en que el prosista Valle-Inclán es un gran poeta, pero no la hay en el sentido recto de la palabra: discurso, teoría intelectual.

Cada vez que surge un gran prosista, nace de nuevo el lenguaje. Con él empieza una nueva tradición. Así, la prosa tiende a confundirse con la poesía, a ser ella misma poesía. El poema, por el contrario, no puede apoyarse en la prosa española. Situación única en la época moderna. La poesía europea contemporánea es inconcebible sin los estudios críticos que la preceden, acompañan y prolongan. Una excepción sería la de Antonio Machado. Pero hay una ruptura entre su poética —al menos entre lo que considero el centro de su pensamiento— y su poesía. Ante el simbolismo de los poetas modernistas y ante las imágenes de la vanguardia, Machado mostró la misma reticencia, y frente a las experiencias de este último movimiento sus juicios fueron severos e incomprensivos. Su oposición a estas tendencias lo hizo regresar a las formas de la canción tradicional. En cambio, sus reflexiones sobre la poesía son plenamente modernas y aun se adelantan a su tiempo. Al prosista, no al poeta, debemos esta intuición capital: la poesía, si es algo, es revelación de la «esencial heterogeneidad del ser», erotismo, «otredad». Sería vano buscar en sus poemas la revelación de esa «otredad» o la visión de nuestra extrañeza. Su descubrimiento aparece en su obra poética como idea, no como realidad, quiero decir: no se tradujo en la creación de un lenguaje que encarnase nuestra «otredad». Así, no tuvo consecuencias en su poesía.

Durante muchos años el prestigio de la preceptiva neoclásica impidió una justa apreciación de nuestra poesía medieval.

La versificación irregular parecía titubeo e incertidumbre de aprendices. La presencia de metros de distintas longitudes en nuestros cantares épicos era fruto de la torpeza del poeta, aunque los entendidos advertían cierta tendencia a la regularidad métrica. Sospecho que esa tendencia «a la regularidad» es una invención moderna. Ni el poeta ni los oyentes oían las «irregularidades» métricas y sí eran muy sensibles a su profunda unidad rítmica e imaginativa. No creo, además, que sepamos cómo se decían esos versos. Se olvida con frecuencia que no solamente pensamos y vivimos de una manera distinta a la de nuestros antepasados, sino que también oímos y vemos de otro modo. Hacia el fin del Medievo se inicia el apogeo de la versificación regular. Pero la adopción de los metros regulares no hizo desaparecer la versificación acentual porque, como ya se ha dicho, no se trata de sistemas distintos sino de dos tendencias en el seno de una misma corriente. Desde el triunfo de la versificación italiana, en el siglo XVI, solamente en dos periodos la balanza se ha inclinado hacia la versificación amétrica: en el romántico y en el moderno. En el primero, con timidez; en el segundo, abiertamente. El periodo moderno se divide en dos momentos: el «modernista», apogeo de las influencias parnasianas y simbolistas de Francia, y el contemporáneo. En ambos, los poetas hispanoamericanos fueron los iniciadores de la reforma, y en las dos ocasiones la crítica peninsular denunció el «galicismo mental» de los hispanoamericanos —para más tarde reconocer que esas importaciones e innovaciones eran también, y sobre todo, un redescubrimiento de los poderes verbales del castellano.

El movimiento modernista se inicia hacia 1885 y se extingue, en América, en los años de la Primera Guerra Mundial. En España principia y termina más tarde. La influencia francesa fue predominante. Influyeron también, en menor grado, dos poetas norteamericanos (Poe y Whitman) y un portugués (Eugenio de Castro). Hugo y Verlaine, especialmente el segundo, fueron los dioses mayores de Rubén Darío. Tuvo otros. En su libro Los raros (1896) ofrece una serie de retratos y estudios de los poetas que admiraba o le interesaban: Baudelaire, Leconte de Lisle, Moréas, Villiers de l’Isle-Adam, Castro, Poe y el cubano José Martí, como único escritor de lengua castellana… Darío habla de Rimbaud, Mallarmé y, novedad mayor, de Lautréamont. El estudio sobre Ducasse fue tal vez el primero que haya aparecido fuera de Francia, y allá mismo solo fue precedido, si no recuerdo mal, por los artículos de Léon Bloy y Rémy de Gourmont. La poética del modernismo, despojada de la hojarasca de la época, oscila entre el ideal escultórico de Gautier y la música simbolista: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo —dice Darío— y no hallo sino la palabra que huye […] y el cuello del gran cisne blanco que me interroga». La «celeste unidad» del universo está en el ritmo. En el caracol marino el poeta «oye un profundo oleaje y un misterioso viento: el caracol la forma tiene de un corazón». El método de asociación poética de los modernistas, a veces verdadera manía, es la sinestesia. Correspondencias entre música y colores, ritmo e ideas, mundo de sensaciones que riman con realidades invisibles. En el centro, la mujer: «la rosa sexual [que] al entreabrirse conmueve todo lo que existe». Oír el ritmo de la creación —pero asimismo verlo y palparlo— para construir un puente entre el mundo, los sentidos y el alma: misión del poeta.

Nada más natural que el centro de sus preocupaciones fuese la música del verso. La teoría acompañó a la práctica. Aparte de las numerosas declaraciones de Darío, Díaz Mirón, Valencia y los demás corifeos del movimiento, dos poetas dedicaron libros enteros al tema: el peruano Manuel González Prada y el boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Los dos sostienen que el núcleo del verso es la unidad rítmica y no la medida silábica. Sus estudios amplían y confirman la doctrina del venezolano Andrés Bello, que ya desde 1835 había señalado la función básica del acento tónico en la formación de las cláusulas (o pies) que componen los períodos rítmicos. Los modernistas inventaron metros, algunos hasta de veinte sílabas, adoptaron otros del francés, el inglés y el alemán, y resucitaron muchos que habían sido olvidados en España. Con ellos aparece en castellano el verso semilibre y el libre. La influencia francesa en los ensayos de versificación amétrica fue menor; más decisivo, a mi parecer, fue el ejemplo de Poe, Whitman y Castro.

A principios de siglo los poetas españoles acogieron estas novedades. La mayoría fue sensible a la retórica modernista pero pocos advirtieron la verdadera significación del movimiento. Y dos grandes poetas mostraron su reserva: Unamuno con cierta impaciencia. Antonio Machado con amistosa lejanía. Ambos, sin embargo, usaron muchas de las innovaciones métricas. Juan Ramón Jiménez, en un primer momento, adoptó la manera más externa de la escuela; después, a semejanza del Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza aunque con un instinto más seguro de la palabra interior, despojó al poema de atavíos inútiles e intentó una poesía que se ha llamado «desnuda» y que yo prefiero llamar esencial.

Jiménez no niega al modernismo: asume su conciencia profunda. En su segundo y tercer periodos se sirve de metros cortos tradicionales y del verso libre y semilibre de los «modernistas». Su evolución poética se parece a la de Yeats. Ambos sufrieron la influencia de los simbolistas franceses y de sus epígonos (ingleses e hispanoamericanos); ambos aprovecharon la lección de sus seguidores (Yeats, más generoso, confesó su deuda con Pound; Jiménez denigró a Guillen, García Lorca y Cernuda); ambos parten de una poesía recargada que lentamente se aligera y torna transparente; ambos llegan a la vejez para escribir sus mejores poemas. Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus cambios Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución sino maduración, crecimiento. Su coherencia es como la del árbol que cambia pero no se desplaza. No fue un poeta simbolista: es el simbolismo en lengua española. Al decir esto no descubro nada; él mismo lo dijo muchas veces. La crítica se empeña en ver en el segundo y tercer Jiménez a un negador del modernismo: ¿cómo podría serlo si lo lleva a sus consecuencias más extremas y, añadiré, naturales: la expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe “Espacio”, largo poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente al paisaje tropical de Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o presentido): ¿habla solo o conversa con los árboles? Jiménez percibe por primera vez, y quizá por última, el silencio in-significante de la naturaleza. ¿O son las palabras humanas las que únicamente son aire y ruido? La misión del poeta, nos dice, no es salvar al hombre sino salvar al mundo: nombrarlo. “Espacio” es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y con ese texto capital culmina y termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud.

El «modernismo» también abre la vía de la interpenetración entre prosa y verso. El lenguaje hablado, y asimismo, el vocablo técnico y el de la ciencia, la expresión en francés o en inglés y, en fin, todo lo que constituye el habla urbana. Aparecen el humor, el monólogo, la conversación, el collage verbal. Como siempre, Darío es el primero. El verdadero maestro, sin embargo, es Leopoldo Lugones, uno de los más grandes poetas de nuestra lengua (o quizá habría que decir: uno de nuestros más grandes escritores). En 1909 publica Lunario sentimental. Es Laforgue pero un Laforgue desmesurado, con menos corazón y más ojos y en el que la ironía ha crecido hasta volverse visión descomunal y grotesca. El mundo visto por un telescopio desde una ventanuca de Buenos Aires. El lote baldío es una cuenca lunar. La inmensa llanura sudamericana entra por la azotea y se tiende en la mesa del poeta como un mantel arrugado. El mexicano López Velarde recoge y transforma la estética inhumana de Lugones. Es el primero que de verdad oye hablar a la gente y que percibe en ese murmullo confuso el oleaje del ritmo, la música del tiempo. El monólogo de López Velarde es inquietante porque está hecho de dos voces: el «otro», nuestro doble y nuestro desconocido, aparece al fin en el poema. Hacia los mismos años Jiménez y Machado proclaman la vuelta al «lenguaje popular». La diferencia con los hispanoamericanos es decisiva. El «habla del pueblo», vaga noción que viene de Herder, no es lo mismo que el lenguaje efectivamente hablado en las ciudades de nuestro siglo. El primero es una nostalgia del pasado; es una herencia literaria y su modelo es la canción tradicional; el segundo es una realidad viva y presente: aparece en el poema precisamente como ruptura de la canción. La canción es tiempo medido; el lenguaje hablado es discontinuidad, revelación del tiempo real. En España solo hacia 1930 un poeta menor, José Moreno Villa, descubrirá los poderes poéticos de la frase coloquial.

López Velarde nos conduce a las puertas de la poesía contemporánea. No será él quien las abra sino Vicente Huidobro.

Con Huidobro, el «pájaro de lujo», llegan Apollinaire y Reverdy. La imagen recobra las alas. La influencia del poeta chileno fue muy grande en América y España; grande y polémica. Esto último ha dañado la apreciación de su obra; su leyenda oscurece su poesía. Nada más injusto: Altazor es un poema, un gran poema en el que la aviación poética se transforma en caída hacia «los adentros de sí mismo», inmersión vertiginosa en el vacío. Vicente Huidobro, el «ciudadano del olvido»: contempla de tan alto que todo se hace aire. Está en todas partes y en ninguna: es el oxígeno invisible de nuestra poesía. Frente al aviador, el minero: César Vallejo. La palabra, difícilmente arrancada al insomnio, ennegrece y enrojece, es piedra y es ascua, carbón y ceniza: a fuerza de calor, tiene frío. El lenguaje se vuelve sobre sí mismo. No el de los libros, el de la calle; no el de la calle, el del cuarto del hotel sin nadie. Fusión de la palabra y la fisiología: «Ya va a venir el día, ponte el saco. Ya va a venir el día; ten fuerte en la mano a tu intestino grande […] Ya va a venir el día, ponte el alma I…] has soñado esta noche que vivías de nada y morías de todo». No la poesía de la ciudad: el poeta en la ciudad. El hambre no como tema de disertación sino hablando directamente, con voz desfalleciente y delirante. Voz más poderosa que la del sueño. Y esa hambre se vuelve una infinita gana de dar y repararse: su cadáver estaba lleno de mundo.

Como en la época del modernismo, los dos centros de la vanguardia fueron Buenos Aires (Borges, Girondo, Molinari) y México (Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza). En Cuba aparece la poesía mulata: para cantar, bailar y maldecir (Nicolás Guillen, Emilio Ballagas); en Ecuador, Jorge Carrera Andrade inicia un «registro del mundo», inventario de imágenes americanas… Pero el poeta que encarna mejor este periodo es Pablo Neruda. Cierto, es el más abundante y desigual y esto perjudica su comprensión; también es cierto que casi siempre es el más rico y denso de nuestros poetas. La vanguardia tiene dos tiempos: el inicial de Huidobro, hacia 1920, volatilización de la palabra y la imagen; y el segundo de Neruda, diez años después, ensimismada penetración hacia la entraña de las cosas. No el regreso a la tierra: la inmersión es un océano de aguas pesadas y lentas. La historia del modernismo se repite. Los dos poetas chilenos influyeron en todo el ámbito de la lengua y fueron reconocidos en España como Darío en su hora. Y podría agregarse que la pareja Huidobro-Neruda es como un desdoblamiento de un mítico Darío vanguardista, que correspondería a las dos épocas del Darío real: Prosas profanas, Huidobro; Cantos de vida y esperanza, Neruda. En España la ruptura con la poesía anterior es menos violenta. El primero que realiza la fusión entre lenguaje hablado e imagen no es un poeta en verso sino en prosa: el gran Ramón Gómez de la Serna. En 1930 aparece la antología de Gerardo Diego, que da a conocer al grupo de poetas más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVII: Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Aleixandre… Me detengo. No escribo un panorama literario. Y el capítulo que sigue me toca demasiado de cerca.

La poesía moderna de nuestra lengua es un ejemplo más de las relaciones entre prosa y verso, ritmo y metro. La descripción podría extenderse al italiano, que posee una estructura semejante al castellano, o al alemán, mina de ritmos. Por lo que toca al español, vale la pena repetir que el apogeo de la versificación rítmica, consecuencia de la reforma llevada a cabo por los poetas hispanoamericanos, en realidad es una vuelta al verso español tradicional. Pero este regreso no hubiera sido posible sin la influencia de corrientes poéticas extrañas, la francesa en particular, que nos mostraron la correspondencia entre ritmo e imagen poética. Una vez más: ritmo e imagen son inseparables. Esta larga digresión nos lleva al punto de partida: solo la imagen podrá decirnos cómo el verso, que es frase rítmica, es también frase dueña de sentido.


*Copiado de Corrientes alternas. Antología de verso y prosa. Edición conmemorativa. Octavio Paz. Real Academia Española —RAE— y Asociación de Academias de la Lengua Española —Asale—. Penguin Random House Mondadori, España, 2024.

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