El tiempo no solo ayuda a ver mejor las cosas, a analizarlas y definirlas como realmente son. Esa, pudiera decirse, es la bendición del tiempo. Pero otras veces, como suele ocurrir sobre todo en épocas de dilatada oscuridad, el tiempo termina por distorsionar la memoria, la perspectiva e incluso los sentimientos. La resignación es lo mas peligroso del tiempo. Su efecto secundario más resbaladizo. Y lo mismo puede sucederle a un anciano que a un joven, a una familia que a todo un país.
Basta con examinar a Cuba en las últimas seis décadas. El tiempo, o el mal tiempo tan largamente vivido allí, ha sido uno de los más cínicos aliados del régimen impuesto en la isla caribeña a fuerza de manipulación, terror y agotamiento. Fórmula mortífera.
Los cubanos que viven en la isla (y algunos que han logrado escapar pero no despojarse del castrismo), arrastrando ese letargo, mal interpretado por gobiernos y ciudadanos del mundo, se han inventado un falso mecanismo de defensa muy parecido a una sonrisa extenuada. Una conga triste, pero conga al fin. Un gesto que se debate entre el discurso oficialista de isla sitiada, bloqueada, acosada por el “imperio yanqui”, y la “vida real” en la más longeva dictadura del hemisferio.
Uno de los principales andamios del socialismo (o el comunismo. En este punto da igual el nombre o el apodo con que sus ingenieros se bauticen, o rebauticen) es su constante mercadotecnia, dentro y fuera de la pecera social.
A la autocracia habanera le ha convenido la imagen publicitaria “revolucionaria” de que los cubanos han escogido ser felices “a su modo” en medio de la miseria. Infomercial que han trabajado con gusto y con no pocos recursos (muchos más que los que dedica a las necesidades básicas del pueblo, o mejor, a las miserias básicas). Esa idea, dicha con cara de débil consigna, de que a pesar de las terribles condiciones de subsistencia, del racionamiento y la destrucción de las libertades, el pueblo prefiere sobrevivir, vivir como indigentes del siglo XXI, que abandonar la supuesta “causa” de su revolución.
Invención promovida en Corea del Norte o en la URSS. Y es igual de triste que Occidente continúe legitimando esta falacia, lo mismo con aprobaciones que con silencio. La omisión es también un crimen. Y en el caso de los totalitarismos, un crimen de lesa humanidad.
Ahí están los criminales. Con nombres y apellidos. Recibidos mansamente por “democracias” como si fueran gobernantes legítimos. Y ahí están las víctimas, marchando cada amanecer al degolladero de su cotidianidad, o abandonadas cada noche al olvido. No olvidemos que el olvido es otro cadalso, más sutil, pero igualmente “una fría máquina de matar”, como decía el Che Guevara que tenían que ser los revolucionarios. Esos gendarmes del paraíso comunista que no buscan la igualdad sino el igualitarismo, impulsados no por el amor a su pueblo sino por el odio.
“El odio es el elemento central de nuestra lucha. El odio tan violento que impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar violenta y de sangre fría. Nuestros soldados tienen que ser así”, proclamaba Guevara, ídolo de Pablo Iglesias y sus compinches de Podemos (que hoy maquillan un centímetro su discurso y tratan de cimentar coalición como estrategia para escalar en el poder).
Cuba es un viejo ejemplo de sometimiento a golpe de desinformación, represión, adoctrinamiento, empobrecimiento material y espiritual. Sucedió primero en la Unión Soviética, escuela y cuartel general del comunismo. Y está pasando, aunque aún a una menor escala, en Venezuela. Nación invadida por el castrismo, que sí es un imperio. El más terrible y poderoso imperio del siglo XXI en las Américas. El “imperialismo yanqui” es una frase hueca, un imperio que flaquea. El imperialismo castrista, ese sí es un tumor maligno. Y como tal se mueve. Y se sigue ramificando.
La destrucción económica y social, la asfixia de las instituciones civiles, la intervención de los poderes públicos por parte del Poder Ejecutivo (convertido en poder absoluto): son tácticas destructivas de la maquinaria totalitaria para atar de pies y manos a las sociedades en las que logran sembrar sus proyectos, disfrazados lo mismo de nacionalsocialismo que de revolución social, comunismo, socialismo del siglo XXI, que incluso de socialdemocracias. Las etiquetas no son más que variaciones sobre un mismo tema. Burdas estafas para enmarañar un producto caduco que sigue contagiando.
Un siglo de dictaduras de izquierda y más de cien millones de muertos. Tendríamos que haber aprendido que la única forma de acabar con estas células cancerígenas es destruyéndolas, sin escatimar, con acciones concretas. Solo con palabras es una batalla imposible, pues no se trata de un diálogo sino de una guerra. Algo que curiosamente no se acaba de asumir. ¿O acaso es esto lo imposible? Quiero seguir pensando que no.
Y hay un daño aún peor que esa inmensa ruina material y espiritual, perceptible con solo enfocar las expresiones (aunque se maquillen) de infelicidad en los rostros, las palabras y sentimientos de quienes malviven bajo estos sistemas. Hablo del mal de la resignación. Un mal de males. Quizás el mal de todos estos males.
El único progreso que trae el socialismo es su daño progresivo. Dos décadas de castrochavismo han remolcado al venezolano hacia ese estatus terrible donde hoy se flagela con un cocktail molotov de torpezas, ofuscaciones y complicidades, conscientes e inconscientes. El socialismo es una delirante confabulación del individuo contra sí mismo.
Los totalitarismos conducen, poco a poco y echando mano a sus habituales carnadas, a los ciudadanos a un estado de resignación. La meta es convertir los individuos en masa sumisa y sin auténticas ambiciones que trasciendan al Estado protector, cegador, silenciador. Hoy la socialdemocracia es su más elevado escenario.
Su rublo más pujante no ha cambiado: sigue siendo la producción en serie de autómatas. Simpáticos coristas que defiendan lo oportuno, u oportunista, de traducir la cobardía en conformismo y viceversa. Que puedan incluso debatir procedimientos pero jamás disentir de la esencia del discurso estatal, estatista, que les apresa la imaginación, las emociones. Que se limiten a aceptarlo, aplaudirlo, repetirlo, cantarlo, desfilarlo. El coro de una ciudad callada. Un coro resignado a un suicidio lento, incluso apacible. El pataleo final de los ahorcados transformado en festival mundial de la danza fúnebre. La mueca profunda de una calavera.
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