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Trump y Kennedy

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Quizá las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan recuerden aquella escalofriante secuencia de JFK (1991), en la que el fiscal Jim Garrison encarnado por Kevin Costner se entrevistaba en los jardines del Capitolio con un anónimo alto mando del Pentágono a quien interpretaba el recientemente fallecido Donald Sutherland. Allí se nos exponía, con elocuencia funeral y tristísima, la causa última del magnicidio de Dallas. A Kennedy no lo mató un energúmeno empachado de quimeras marxistas, sino los murciélagos que pululan en las alcantarillas de la democracia, esos alquimistas de corazón negro que transmutan la sangre en oro. A Kennedy lo mató el «complejo industrial militar», sobre cuyos manejos en la sombra ya había advertido su predecesor, el general Eisenhower, en su discurso de despedida como presidente, el 17 de enero de 1961: «En los consejos de gobierno, debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sea buscadas o no, por el complejo industrial militar. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá».

Kennedy trató de parar los pies a ese complejo militar industrial y lo pagó con su vida. La imagen del presidente tiroteado en la plaza Dealey constituye el emblema máximo de la democracia americana pisoteada por una confabulación de fuerzas heterogéneas pero concertadas en un fin común: el crimen organizado, los agentes anticastristas, los servicios secretos, la cúpula militar y, por encima de todos ellos, la industria del armamento, que había señalado a Kennedy como su enemigo principalísimo, después de que hubiese expresado su propósito de retirar las tropas americanas de Vietnam y de «descongelar» la Guerra Fría, como probó en la famosa ‘crisis de los misiles’ de octubre de 1962. Existen grabaciones de las negociaciones mantenidas por Kennedy con Moscú, así como de las discusiones entabladas con los generales del Pentágono, que lo presionaron sin descanso para que ordenara la invasión de Cuba. El «savoir faire» demostrado por Kennedy en aquella ocasión enfureció al complejo industrial militar, que urdió su asesinato, sirviéndose –a modo de testaferro o chivo expiatorio– de Lee Harvey Oswald.

No muy distinto de Oswald es este Thomas Matthew Crooks encargado de disparar contra Trump. Si el botarate Oswald estaba empachado de propaganda comunista, Crooks lo estaba de propaganda «woke» y «antifa»; pero ambos estaban siendo pastoreados por los mismos murciélagos. Indudablemente, Trump se había convertido en el enemigo número uno del complejo militar industrial, desde que durante su anterior mandato se probase como el presidente estadounidense menos belicista desde la Primera Guerra Mundial (incomparablemente menos belicista, desde luego, que tipejos como Clinton, Obama y Biden, el triunvirato criminal que ha acaudillado el partido demócrata durante las últimas décadas). Después de que no se haya podido tumbar judicialmente a Trump y, sobre todo, después de que se haya revelado ante el mundo (incluso ante las masas más cretinizadas y empachadas de propaganda sistémica) que Biden está por completo gagá, al complejo industrial militar no les restaba otra posibilidad que hacer con Trump lo mismo que antes hizo con Kennedy.

El atentado a la desesperada era la única opción para impedir la derrota del pelele Biden; y recurrieron al pringado Crooks, que pudo actuar a placer, como en su día actuó Oswald, protegido por los servicios secretos y la policía federal. Ya sabemos que varios asistentes al mitin de Pensilvania contemplaron cómo el perturbado Crooks se instalaba en el tejado desde el que luego dispararía su rifle, sin que los servicios de seguridad hiciesen nada por impedirlo. También sabemos que un policía local se presentó en el lugar, después de recibir notificación de que una persona armada se había encaramado en el tejado, y se escabulló vergonzosamente después de que Crooks lo encañonara, Y sabemos, en fin, que un francotirador llegó a tenerlo en su punto de mira antes de que Crooks abriese fuego y pidió permiso para eliminarlo, que sólo le fue concedido después de que Crooks disparase reiteradamente; y entonces se le exigió que fuese abatido (así se evitaron tener que pagar a un nuevo Jack Ruby).

Trump, como Kennedy, está en la diana del complejo industrial militar, que no desea que se interrumpan las partidas millonarias con las que el pelele Biden ha exprimido al pueblo americano durante su mandato, para avituallar de armas lejanos conflictos bélicos. No sabemos si Trump habrá aprendido a envainársela, tras el susto de Pensilvania; no sabemos tampoco si sus promesas antibelicistas serán meros aspavientos de cantamañanas. Quiero decir que allá donde Kennedy aparece envuelto en una aureola épica, Trump aparece envuelto en un disfraz paródico (a fin de cuentas, uno se llevaba al catre a Marilyn Monroe o Gene Tierney, mientras el otro se deja extorsionar por actrices porno más feas que Carracuca, infestadas de bótox y ladillas). Pero los murciélagos que pululan en las alcantarillas de la democracia americana no están para hacer este tipo de distingos. Ahora, después de que el pringado Crooks les haya fallado, tendrán que desprenderse del pelele Biden; pero cualquier candidato demócrata que lo sustituya tendrá muy difícil la victoria frente al hombre que ha sobrevivido al atentado de Pensilvania. Tal vez los murciélagos que pululan en las alcantarillas de la democracia americana tengan que ir eligiendo otro pobre diablo con mejor puntería que Crooks.

Artículo publicado en el diario ABC de España

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