El 26 de noviembre de 1952 había razones para tener miedo, al fin y al cabo, era noviembre. Apenas cuatro noviembres antes había caído el único gobierno democráticamente electo por los venezolanos. Dos noviembres después, como si el destino se hubiera reservado una pizca de ironía, el hombre que lo había derrocado fue asesinado. No satisfechos con eso, apenas un mes antes, uno de los principales líderes de la oposición había sido abaleado en una esquina de San Agustín.
Los detenidos iban en aumento y la bota, si disculpan la expresión, estaba pisando fuerte. No había razones para creer que las elecciones que se celebrarían cuatro días después iban a ser limpias. El principal partido de oposición estaba proscrito, junto con muchos otros que habían hecho vida política en el país. Sus líderes, presos, exiliados o asesinados. Pocos eran los venezolanos que podían votar, aun siendo toda una novedad, por una opción que verdaderamente les representara.
Las armas habían dejado, por aquel homenaje que le rinde el vicio a la virtud, dos tarjetas funcionales a sus detractores. Verde y amarillo, pues aquella época también era de colores, eran los instrumentos por los cuales, el que aún tuviera valor, podía votar en contra del gobierno. Ambas habían perdido espectacularmente en el pasado, contra las opciones que estaban ahora proscritas. La amenaza en el teatro electoral, dirían los uniformados, era manejable.
Al fin y al cabo, adeco, comunista, urredista y copeyano no se habían entendido jamás. Solo ver cuando llegaron más o menos al gobierno, habían hecho excelente muestra de colmillazo y mordida. A los blancos los detestaba todo el mundo, y los otros, en fin, eran muy poquitos. Quizá por eso autorizaron que cerraran aquella ficticia campaña en el Nuevo Circo de Caracas.
Seguramente alguno se arrepintió después de ver que aquella gallera, con aires de estadio eso sí, terminó llena de personas. Jóvito Villalba, por hábil que fuera con el discurso, nunca había tenido suficiente arrastre popular, y los verdes tenían acto aparte. Me atrevo a afirmar que, al menos por un momento, los secuaces de la Seguridad Nacional infiltrados en el acto no daban crédito a sus ojos. Pero el desconcierto les duró poco.
Al terminar Jóvito su discurso, meritorio qué duda cabe, la razón de la afluencia quedó en claro. Miles de pañuelos blancos, uno de esos colores que no se podían usar, surgieron de las gradas. Temblorosos, asustados, melancólicos, rebeldes y esperanzados, pero ondeantes. Cuatro días después, aseguró Óscar Yanes, hasta la policía estaba votando contra el gobierno.
No importaba que ese no fuera su candidato, incluso los había quienes lo acusaban de haber sido cómplice del golpe de hacía cuatro noviembres. Esa noche, Jóvito representaba algo que era más que a sí mismo o a su tolda. No solo había adecos en las gradas, sino también comunistas, trasnochados, clandestinos y, quién quita, algún copeyano confundido. Esa noche no importaba, esa elección no importaba. Era una lucha entre la libertad, la dignidad y la democracia contra la autoridad y la barbarie.
Quienes ondearon esos pañuelos no tenían permiso, de haber sido pocos los habrían llevado detenidos. No eran todos militantes en activo, seguro que alguno hasta antiadeco era. Pero el pañuelo era un símbolo. Haberse saltado el permiso, incluso del mismo Jóvito en su acto, para ondear unos pañuelos, quizá era hasta de mala educación. Pero se enfrentaban a quien aprisionaba, exiliaba o mataba a su disidencia.
Bien valía ese pequeño acto de rebeldía, de descortesía, frente a la implacable amenaza de las armas. Quizá bien valía saltarse el permiso de un rector para enfrentarse a una bota. Pero por muy maleducados que pudieran parecer en el momento, nadie en su sano juicio diría que eran iguales a los que regaban sangre en las esquinas. Si esto era cierto setenta años atrás, nos da mucho que pensar en nuestros días.
Parece ser un sino de los venezolanos tener que resignarse a un candidato que, quizá, no era todo lo que todos soñamos. Pero también se ha demostrado que cuando nos ha tocado hacerlo, hemos plantado cara al poder en las más adversas circunstancias. Hoy en día tendremos que sacar pañuelos de más colores: naranjas, amarillos, azules, verdes, blancos y sí, rojos. Cada uno que saque el pañuelo que quiera, pero que sigan ondeando.
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