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Quince minutos con Armando Reverón

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Por CARMEN CLEMENTE TRAVIESO

La invitación surgió del grupo de deportistas:

–Vamos a visitar a Armando Reverón.

Y sin discutirlo, nos dirigimos a la casa. Por el caminito que conduce hasta ella no hay alma viviente. Un callejón sombreado de palmeras y envuelto en un silencio sepulcral. A lo lejos miramos, arbitraria y magnífica, la fachada de la mansión del pintor más original que tiene Venezuela. Una gloria que parece opacarse en medio de la incomprensión, el abandono y la más irritante soledad. Armando Reverón no es visitado, no es solicitado. Cuando algún turista arriba al país en plan artístico se queda admirado ante sus cuadros para hacer el comentario ya conocido: “Este pintor es un genio”.

Y Reverón solo, olvidado, en medio de sus conchas de nácar y sus muñecos de trapo, continúa pintando cuadros geniales que van a parar a la casa de algún millonario o algún “diletanti” de la pintura. Nuestro genio permanece tirado en su hamaca, hablando solo y discutiendo alguna palabra banal y arbitraria con Juanita…

La campana anunciadora

Llegamos a la reja: una reja de palos rudos, fuertes, atada con una fuerte cadena. Las paredes formadas de enormes piedras, dan la sensación de una fortaleza inexpugnable. Por fuera, la mansión –porque no es casa, sino mansión– es algo admirable, sólo concebida por un hombre original, por un solitario. Una muralla de piedra con altos ventanales la circunda. Dentro hay una choza primitiva rodeada de árboles frutales y crías de animales. Armando Reverón da la sensación de un hombre íntimamente ligado a la naturaleza, de ser primitivo y rudo, por su lenguaje, su vestimenta, su alimentación, su manera de trabajar.

La puerta está fuertemente atada con pesadas cadenas. No hay manera de que oigan nuestro deseo de penetrar. En medio de la reja descubrimos una campana resquebrajada y mohosa. Al agitar el badajo deja oír unas sonoridades inigualadas. Es una voz dulce que se alza en medio del silencio ambiental sólo interrumpido por los gritos de Pancho, el mono del pintor.

Con su manita segura y amaestrada, Pancho anuncia a su amo que hay visitas, agitando el badajo de la campana que está bajo la mata del patio. Por entre las ramas de los árboles miramos a un hombre que desciende por una escalera primitiva con un guayuco verde mar y un cuadrado de terciopelo bordado en mostacillas cubriéndole el pubis: es Armando Reverón.

Desde lejos nos hace una seña, que esperemos. Entre tanto Juanita se ha acercado a la reja y nos habla:

–Armando está muy enfermo y no recibe visitas.

Pronunciamos nuestros nombres, se entera de que somos viejas amigas, o lo que es lo mismo, gente de confianza y se decide a zafar las intrincadas cadenas que obstruyeran la puerta, no sin antes consultar con el artista.

Nuevamente la campana vuelve a dejar oír sus sonoridades, esta vez agitada por la mano de Pancho que vigila la entrada bajo su mata reverdecida y cubierta de frutos.

La salud de Armando

–Armando no está bien –dice Juanita al conducirnos al interior. No recibe visitas. Sufre una sinusitis, que lo mantiene muy embromado.

Por allá, a lo lejos, le miramos lavarse la cara en la pileta del patio. –No se moje mucho que le hace daño –grita Juanita.

–Sólo me quito la grasa –contesta atento.

Hay en su contestación la nota del niño que no quiere desobedecer. Hay también algo de timidez cuando miramos sus gestos, secándose cuidadosamente la cara y las manos que abandonan el agua quieta de la pila de cemento. Por uno de los laterales de la choza entra y comienza a mostrarnos sus cuadros que reposan tapados con grandes coletas y recostados de una pared, en el rústico “atelier” del artista. Una paleta cuadrada formada por una coleta con manchones de pintura amarilla y negra yace por tierra. La lámpara que cuelga en los cordeles del techo, alto y cóncavo, está destrozada y sólo muestra sus despojos. Lo mismo los muñecos célebres del pintor: ya nada queda de ellos, sólo la armazón de alambre y las piernas envueltas en trapos que se agitan en el vacío…

En una esquina, los asientos están hechos de madera burda con cojines de paja, cubiertos con cueros de animales. El piso de tierra pisoneada está desnudo, miserable, pero limpio por la mano solícita de Juanita.

–Allí está la leche en el fogón –le dice antes de salir.

Armando va y viene asombrado de que unas mujeres se muestren interesadas en su pintura. Con mano segura va descubriendo los cuadros y los va colocando en los sitios donde la buena luz haga el efecto requerido. Se retira a un lado de la habitación –si así puede llamársela– y busca en nuestras fisonomías la nota emotiva, esperando la palabra comprensiva que interprete su arte.

La marcha de los colores

Allí está un cuadro maravilloso: nuestra primera impresión es de estupor. Es un lienzo blanco, desvaído donde se miran, apenas trazadas, dos mujeres desnudas: la de primer plano recostada en el suelo, mostrando de frente sus senos redondos, su vientre cargado. Detrás, otra permanece en meditación, imprecisa, lejana, como una sombra, tal vez la verdadera mujer.

–¿Su nombre? –interrogamos.

El que ustedes quieran darle. Yo la llamo “La marcha de los colores”. Es blanco: no tiene ningún matiz. Lo pinté con un palo burdo. Está sólo delineado. Usted pasa a su lado con un color: verde, rojo, azul, amarillo y éste se refleja sobre el cuadro. Sus ojos captan el color que usted quiere darle. Por eso lo llamo “La marcha de los colores”. Todos lo miran bajo el color que quieren… Los americanos lo admiraron mucho, pero me lo maltrataron al desembarcarlo. ¿Cree usted que debería reclamar?… –y ríe nerviosamente.

Debajo luce, claro, el nombre: Armando Reverón.

La pintura de Armando Reverón es inconfundible: original, arbitraria, sugerente, bella, venezolana. Él mismo fabrica sus lienzos en burda coleta, sus pinceles, sus colores, con preferencia oscuros o claros. No es hombre de matices, sin embargo…

Allí está un cuadro que representa un rancho con un vago color rojo al pie, algo desvaído, tenue, de una gran sugerencia, con unas matas raquíticas que semejan sombras, con un ambiente inmisericorde. Un paisaje atormentado y hermoso al mismo tiempo: es el auténtico rancho campesino.

–Es un recuerdo de mamá y no lo vendo –dice con voz tenue, como temiendo despertar el sueño de la madre– . En mi dormitorio guardo el Ecce Homo que tanto le gustaba…

La fisonomía se le oscurece por momentos.

Vuelve a sonreír y muestra un paisaje, uno de sus geniales paisajes: en un fondo atormentado, una mata agitada por la ventisca. Es algo sugerente, hermoso, de una belleza arbitraria, rebelde: el fondo oscuro, inmisericorde, la mata solitaria y el remolino de la ventisca que arroja sobre ella el viento de la vida o de la rebelión, estremeciéndola, iluminándola…

–¡Qué hermoso! –comentamos. Armando sonríe lejano, distraído, como entregado a sus propios pensamientos.

En otro cuadro aparecen un niño y una niña: dos jóvenes que se envuelven en un mismo manto. Parece el manto del amor.

–Tuve intención de pintar una nube de encaje. No está pintado, sólo sugerido, para que público adivinara…

Y se encierra de repente en un silencio contemplativo. La nube de encajes aparece ante nuestros ojos nítida, bella, sugerente.

Dos niños y un cuadro

Ahora Armando nos invita a visitar su mansión. Su mansión que es una fortaleza y un monasterio. Hay en ella ritos: silencio, paz, vida sugerente, personalidad artística. La mansión de Armando Reverón es un mundo concebido por un espíritu artista. Su misma arbitrariedad, el contraste entre su humildad y su virilidad fuerte y lograda, entre el matiz de su voz y la frase rotunda y plena de colorido, son la más clara demostración de su recia personalidad artística.

Con paso tranquilo, con su cuerpo desnudo, con sus cabellos rebeldes sobre la frente inteligente, Armando nos va mostrando las “dependencias de su mansión”. Allí, tras la cocina, un cuadrilátero encementado, con un techo de pajas. Nos llama la atención la luz que entra a raudales por un rectángulo abierto al cielo. Armando nos explica:

–Esta ventana fue hecha para que los padres que están arriba leyendo vigilen al niño que juega abajo. También para que dé luz al cuadro que está suspendido en la pared. El niño juega, la madre lo vigila y el niño mira el cuadro. Si viene otro niño, los dos niños miran el cuadro suspendido…

La risa, una risa nerviosa, termina la frase. Armando parece que se hubiera dado cuenta que está hablando algo incoherente y permanece un momento en silencio. Levantando una laja del suelo, dice con voz alegre:

–Aquí está el agua, una fuente que yo hice para regar las matas. También para conservarla fría.

Pancho aplaude

Pancho nos hace señas desde su palo. Armando se acerca, lo baja y le coloca el sombrero y el manto rojo y dorado. De inmediato nos viene el recuerdo de los monos que miramos alguna vez en una esquina bailando al son del organillo y recogiendo monedas para su amo.

–Pancho, dé un aplauso a las muchachas… Más fuerte… más fuerte…

Pancho aplaude y ríe emitiendo pequeños gritos. Armando ríe también.

–Llame a las muchachas para que miren a Pancho…

Pero las compañeras están midiendo la dimensión de la fortaleza y se preparan a regresar. Nos unimos en la reja. Armando nos despide.

–Un cigarrillo, por favor… Solo, con su bella cabeza despeinada, con su cuerpo fieramente desnudo, con sus sueños y sus originalidades le dejamos tras la reja. Allí se quedó solitario, entregado a sus ensueños, despidiéndonos con la mano en alto.

Su recuerdo nos invade, y hacemos un trecho del camino calladas. Parece como si algo se nos hubiese quebrado por dentro. Es tal vez su maravillosa vida de artista abandonada, sola, silenciosa, a pesar del estruendo inconfundible de su arte.


*Tomado de 70 años de entrevistas. Antología. Curaduría: Sergio Dahbar. Prólogo: Francisco Suniaga. Banesco y Grupo Cyngular. Caracas, 2012.

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