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Medicina tropical

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Rafael Rangel, 1877-1909

Una tarde de marzo de 1908, el doctor Rosendo Gómez Peraza, jefe de la medicatura del puerto de La Guaira, comentó, en la culta tertulia que frecuentaba en el Café de la Estación, junto al patio de maniobras del ferrocarril, un diagnóstico hecho por él mismo aquella tarde: un caso clarísimo de peste bubónica.

El cónsul de Estados Unidos, presente en aquella reunión vespertina, pagó alarmado su cuenta y se fue derechito a la oficina del telégrafo a enviar un cable a su embajador en Caracas.

La noticia cundió en la capital y desató la ira de nuestro dictador de entonces, el canijo, rijoso e irascible general Cipriano Castro, quien ordenó encarcelar a Gómez Peraza por propalar un alarmante infundio dirigido, obviamente, a dañar el ya menguado comercio exterior de la disfuncional república de Costaguana que todavía somos, y desacreditar, de paso, a su gobierno.

Pero antes de enviar a prisión a Gómez Peraza, Castro despachó al puerto al talentoso bachiller Rafael Rangel, notable precursor, entre otros, de la moderna bacteriología tropical en nuestra América.

Hombre apocado y medroso en extremo, Rangel era ninguneado por la linajuda profesión médica caraqueña de entonces, acaso por no haber terminado, debido a su pobreza, sus estudios de medicina y también, todo hay que decirlo, por los prejuicios raciales que aún perviven, insidiosamente, en nuestro país.

Rangel era brillante: antes de cumplir los treinta ya había hecho aportaciones que todavía hoy nutren los manuales de bacteriología. Brillante, pero mestizo y “de quebrado color”, como habría sentenciado la mantuana sociedad de castas venezolana del siglo XVIII. Demasiado amulatado, en efecto, para el gusto de lo que el cantautor panameño Rubén Blades llamaría “la blanca sociedad”.

Por todo ello, se ha afirmado que el bachiller Rangel se sentía muy en deuda con su benefactor, el general Castro, generoso patrocinador del flamante laboratorio de bacteriología del hospital Vargas —el primero que hubo en Venezuela— del que Rangel era director-jefe. Castro fue su protector y, como no podía ser de otra manera, la privanza en que dispensó a Rangel terminó “rayándolo” cuando Juan Vicente Gómez se quedó con el coroto.

Lo cierto es que en el primer momento, Rangel se las apañó para no detectar ni aislar la yersinia pestis, bacilo de la epidemia, y así refutar dolosamente el acertado diagnóstico inicial de Gómez Peraza, para regocijo del jefe Castro, la cámara de comercio y la lonja de agencias aduanales de La Guaira.

Se diría una versión caribeña de El enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Lo cual no impidió que la peste negra siguiese matando a la gente por docenas.

Al cabo de unas semanas, el dictador tuvo que rendirse a la evidencia y Rangel pudo al fin desdecirse de su primer informe pronunciando  al fin la palabra “bubónica” sin sufrir represalia alguna.

Se cerró el puerto, se declaró rigurosa cuarentena y se acometió una campaña sanitaria cuyo éxito, a la vuelta de muchas semanas,  dependió, en gran medida, de discretas visitas que Rangel hizo a la cárcel pública de Maiquetía para pedir sabio consejo al “enemigo del pueblo”, al doctor Stockmann, de este cuento, el pobre Gómez Peraza,

Pocos meses más tarde, mientras se hallaba en Europa en viaje de salud, el general Castro fue derrocado por su compadre y vicepresidente. Al verse sin valedor, el bachiller desesperó y no tardó en suicidarse en su laboratorio, ingiriendo un letal cóctel de cianuro y vino moscatel.

Tuve noticia circunstanciada de esta triste historia hace ya muchas décadas, leyendo un libro que merece una digital reedición multimedia: Ciencia y política en la Venezuela del siglo XIX, cuyo autor fue un eminente investigador, el doctor Marcel Roche.

Nunca olvido que fue el distinguido politólogo e historiador Diego Bautista Urbaneja quien me puso en la huella de esta notabilísma obra que todo venezolano debería leer. Nunca, hasta hoy, se lo he agradecido suficientemente. Hizo mucho el libro del doctor Roche por la idea que, bien o mal, he logrado hacerme de mi país.

Roche realizó en  su fructífera vida valiosísimos estudios sobre el bocio, la anquilostomiasis y las deficiencias nutricionales y anemias, especialmente entre los pobres y la comunidad aborigen. Y dedicó gran parte de su esfuerzo intelectual  al fomento de la ciencia y la tecnología entre nosotros.

Ciencia y política…fue publicado en 1978 por la legendaria editorial Monte Ávila y temo que no haya sido reeditado desde entonces.

Se trata de una biografía de Rafael Rangel cuyo mérito mayor es el de su esplendente escritura. Roche, autor cultísimo—practicante del cello y de sólida formación académica,  no elude la nebulosa mitología que el tiempo ha criado en torno a la muerte de Rangel y que atribuye al doctor José Gregorio Hernández el tenebroso papel del egoísta y despreciativo instigador. Roche contribuye a disipar dudas al respecto.

Sin embargo, lo  verdaderamente  singular de esta obra es la visión que ofrece sobre las tortuosas relaciones que en nuestros países han tenido, desde el nacimiento de las naciones hispanoamericanas,  las ciencias, la tecnología y el poder político.

La investigación sobre el caso específico del letal brote de bubónica en La Guaira en 1908 brinda a la obra de Roche el cariz de una tragedia clásica y es, sencillamente hablando, modélica.

Al haber sido Hernández el fundador de la bacteriología  en Venezuela y figura tutelar de su infortunado paisano –Rangel era trujillano también—, el veraz aire de época que Roche infunde a  su relato, en el que no falta la sombra de un tiránico e inescrupuloso caudillo  como lo fue Cipriano Castro, brinda elementos propios, como he sugerido, de una estrujante  novela o pieza teatral, en el mismo registro de trágica denuncia que anima a El enemigo del pueblo del gran maestro noruego.

Releer esta obra de Roche en la Venezuela actual, testigo y victima de la minuciosa destrucción y acorralamiento de su ámbito científico, ofrece renovadas razones para apoyar por todos los medios disponibles a la denodada y ejemplar  comunidad científica venezolana de nuestros días.

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