La degradación de los hombres en el poder es directamente proporcional al tiempo de permanencia en el mismo. Lo sabemos bien: mientras más largo sea el período en que se mantengan en la cúpula, peores y más retorcidas serán las expresiones concretas de la degradación.
Basta con leer alguna biografía de Josep Stalin, Mao Tse-tung, Fidel Castro o Teodoro Obiang Nguema, escritas por historiadores rigurosos, para constatar las semejanzas que se producen por encima de los países y las épocas, entre unos dictadores y otros. Resultan asombrosas, como si la degradación del poderoso respondiese a unos patrones generales que se reproducen en cualquier lugar y en cualquier tiempo.
La degradación de la que hablo se expresa en un repertorio de conductas. A partir de las variaciones de esas conductas, grandes novelistas como Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente, Mario Vargas Llosa en su magistral La fiesta de El Chivo o Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca, han construido personajes pervertidos durante el ejercicio del poder que, además de extraordinarios ejercicios de ficción, nos dotan de herramientas para comprender a los Putin, a los Ortega-Murillo o a los Maduro de este tiempo.
Un primer fenómeno que quiero anotar aquí es el del miedo que, inevitablemente, penetra a los dictadores. Mientras mayor sea el número de años detentando el poder, en el dictador no solo crece el sentimiento de ilegitimidad, también se instala un estado de miedo constante a enemigos imaginarios o reales. La paranoia es una especie de padecimiento de la especie dictatorial. Por eso en sus lúgubres pensamientos, en sus pesadillas, se repiten las conspiraciones, las traiciones, las puñaladas por la espalda, las deslealtades y las infidelidades.
Ese camino de paranoia es indisociable de otro fenómeno: el aislamiento. El dictador, aunque las conspiraciones no existan, se aleja del público. Rehúye las concentraciones y los espacios abiertos. En todas partes percibe la presencia de enemigos, sicarios o agentes que lo espían. Por lo tanto, como producto de su cada día más severa reclusión, se enajena de lo real, del pálpito de lo cotidiano. Depende, por entero, de lo que sus cortesanos le cuentan, le susurran o le ofrecen como un siguiente capítulo de una inacabable secuencia de chismes (también aquí opera la misma correspondencia: a más tiempo en el poder, más horas diarias en promedio dedicadas a las habladurías).
Pero ese anillo que rodea al dictador -constituido por hombres de su confianza y, al mismo tiempo, de su desconfianza- necesita desesperadamente justificar su existencia, asegurarse de que no será alejado, destituido, reemplazado o simplemente sacado del juego. Entonces se establece un mórbido, patológico ciclo: los miembros del anillo se concentran en tres prácticas de forma incesante.
La primera de ellas consiste en luchar entre ellos, para conquistar la posición de preferencia ante el dictador. La segunda, inventan amenazas y componendas, para aislar todavía más al dictador en una esfera de desconfianza. Y la tercera, lo llenan de elogios y alabanzas. A lo largo de los días, las semanas, los meses y los años, la familia, los amigos y los miembros del primer y hasta del segundo anillo, le hablan de sus talentos y sus éxitos; de sus recurrentes aciertos; le cuentan historias de su popularidad; le reiteran su enorme valía; y le repiten que no hay otro humano sobre la tierra capaz de afrontar los problemas del país como él.
Ahora bien: lo tremendo de esta patética comedia, es que el dictador se la cree. Se asume como un ser superior, destinado a gobernar por tiempo indefinido. Y aunque ocurre, como con Maduro, que es el mayor responsable de la debacle económica, social y moral del país; aunque es el líder indiscutible y vociferante de un gobierno corrupto e incompetente; jefe de la cadena de mando que persigue a los opositores, los secuestra, los tortura y los somete a las más extremas humillaciones; a pesar de que es absolutamente evidente que es el primer promotor de la intolerancia y la exclusión (¿acaso no es responsable de la detención y persecución de centenares de emprendedores y ciudadanos a los que secuestran, apresan, multan o cierran sus negocios por prestar servicios a la campaña de Edmundo González Urrutia y María Corina Machado?); a pesar de que cualquier ciudadano, a simple vista, puede constatar que el rechazo a Maduro es la más potente emoción negativa presente en todo el territorio de Venezuela; a pesar de todas esas indiscutibles evidencias, ocurre que el poder que rodea a Maduro -sus acólitos y lugartenientes- ha comenzado a repetir que él -¡nada menos que Maduro mismo!- es el único que puede salvar al país de las sanciones; el único que puede devolver la paz perdida (la paz que él ha demolido de forma sistemática); el único que puede poner en funcionamiento la economía (de la economía en cuya destrucción no sólo continuó la labor iniciada por Chávez, sino que la profundizó y llevó todavía más lejos).
Llegados a este punto hay que preguntarse: ¿el argumento que sostiene que Maduro es el único posible salvador de Venezuela es pura desesperación ante la derrota inminente o es una expresión neta del proceso de degradación del poder? Es ambas cosas: desesperación y degradación, degradación y desesperación, el estado anímico, organizativo y político de la cúpula del poder, cuando faltan solo 14 días para la jornada electoral.
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