Chinatown cumple 50 años de su estreno y se encuentra disponible en Netflix, opacando a películas actuales del mismo tenor como la secuela de Beverly Hills Cop 4.
Entre las dos media un abismo que puede explicar el desconcierto de la industria, tras el fin del New Hollywood y el ascenso del paradigma del “high concept movie” en los ochenta.
Precisamente, Un detective suelto en Beverly Hills nace en 1984, diez años después del filme de culto de Roman Polanski.
En una década, el público se infantilizó y los productores tomaron el control de los estudios, para barrer con los autores, los guiones más serios y los finales infelices.
Corrían los malos tiempos de un rearme moral en la meca, donde los géneros se aplanaron y expandieron en presupuesto, bajo un estándar superficial de cine espectáculo que quería competir con MTV.
Así surge la mezcla de comedia, policial y acción de la franquicia de Beverly Hills Cop, imprimiendo uno de los no futuros del mainstream, a cargo de los pragmáticos y cínicos Don Simpson y Jerry Bruckheimer, arquitectos del desmontaje de las estructuras complejas de los setenta, cuando reinó Chinatown siendo nominada a diez premios de la Academia en 1975.
Por cierto, la cinta obtuvo apenas el Oscar por el excelso guion de Robert Towne, quien había planeado realizar una trilogía con el personaje de Jake “Dos Caras”, exponiendo tres problemáticas de Los Ángeles: la escasez de agua, la explotación petrolera y la mala distribución de las tierras.
El proyecto de trilogía se frustró con los pésimos resultados en taquilla de la segunda parte, The Two Jakes, dirigida por Jack Nicholson en los noventa.
Los gustos de la audiencia habían cambiado por completo, dando al traste con el desarrollo de una saga para Chinatown.
Irónicamente, la gente apoyó al mismo actor en Batman, alrededor de aquellos tiempos, originando el frenesí moderno por la trama simple del súper héroe enfrentado al villano. Ciertamente, Tim Burton dotó de profundidad oscura a sus arquetipos de Ciudad Gótica, al crear una suerte de neonoir gótico, una especie de Chinatown de caricatura para las grandes masas del mundo.
El subtexto de la corrupción de fondo, en la metrópolis, seguía intacto, pero sin la densidad conceptual, política y erótica de Roman Polanski en la obra maestra producida por Robert Evans.
En el Oscar de 1975, Chinatown pierde con El Padrino 2, nada más y nada menos. Dos hijas, valga el dato, del genio del productor Robert Evans en sus años dorados de Paramount.
Un detective suelto en Beverly Hills 4 viene a exprimir el dólar de la nostalgia por unos relatos y unos estereotipos agotados.
De hacerse una tercera Chinatown, tendría que dedicarse al ocaso de las narrativas y actores que brindaron funcionamiento al andamiaje comercial de otrora, pero que parece que no van más por la sequía que inunda los predios creativos del suelo angelino.
Un detective suelto en Beverly Hills 4 expone una decadente historia, sobre el clásico detective que limpia la casa de las comisarias, desactivando en compañía de sus amigos, incluyendo a su hija, a un cartel como de Sinaloa, mediante una serie de chistes xenofóbicos y gags racistas, pasados de moda.
Todo es previsible y fatuo, como de un Eddie Murphy en retroceso de sus facultades y gracias.
Mientras tanto, Chinatown refrenda su frescura y desenfado en cada visionado, al entender cuál era el devenir del cine negro como reflejo de las ambigüedades y los misterios humanos.
Todavía podemos preguntarnos qué significa Chinatown, un acertijo sin respuesta, como los de Nolan, un rompecabezas que invita a la audiencia a pensar y cerrar el cuadro.
Una abstracción a la que vale la pena volver, para curarse del hastío de Un detective suelto en Beverly Hills 4.
La primera es filosofía del cine. La segunda representa el síntoma de una enfermedad que se mitiga con la pasión que desborda Jack Nicholson al lado de John Huston y Faye Dunaway.
Las dos caras de un Jake en busca de una redención para el thriller urbano.
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