Ciertamente, el camino, o sería más exacto decir “los caminos”, del ensayo hacia la verdad son tan múltiples como la verdad misma que el ensayo postula.
No estoy seguro si fue en El anticristo donde Friedrich Nietzsche apuntó que los métodos venían al final. Una verdad egipciaca, si la hubiere. Es que la luz que el ensayo arroja sobre lo real nunca es unicolor, tal vez el ensayo vierta sobre su objeto claroscuros o multicolores chispazos de lucidez, pero si se aleja de la pontificación dogmática y doctrinaria es obvio que tienda al arcoíris, es decir, a la verdad pluriforme.
Convengamos en que el ensayo es un género literario; pues entonces también tendríamos que convenir que también es el lugar privilegiado en el cual se explicita con mayor vigor la inefable libertad expresiva de las formas verbales. La luminosidad del ensayo es, por antonomasia, titilante como la intermitencia que emite la luciérnaga en la cerrada noche de la ignorancia.
Un auténtico ensayo reúne poderosa vigorosidad de ideas y enérgica voluntad de estilo. Alguien dijo que el ensayo era la ciencia menos la prueba explícita. Tal vez porque en el ensayo el mismo ensayista no está obligado a demostrar compulsivamente los resultados empíricos de su hipótesis estética, plástica, literaria o filosófica, si en tal caso se planteara en el intento ensayístico. La síntesis del ensayo se destila en la elocuencia del aforismo, ese hermano mayor del ensayo. El discurso ensayístico se orienta a la búsqueda del concepto, pero no al vano conceptismo inútilmente definitorio. El propósito del ensayo es, naturalmente, intentar dar en el blanco aunque en su intento yerre. Siempre queda la traza del estilo que es corolario del temperamento del ensayista.
En el tanteo ensayístico se observa la voluntad estética de fundar el diálogo con otras disciplinas tales como la literatura, la historia, la filosofía, la economía. En el ensayo se reúne la voluntad interdisciplinaria. El lenguaje ensayístico siempre tiende a trascender los estrechos nichos disciplinarios y funda, sin ruborizarse, un lenguaje metalingüístico.
El ensayo genuino nunca está reñido con el humor; por el contrario, la lucidez, la inteligencia gusta de reír y en cierto modo las formas del ensayo se avienen familiarmente con el rigor y el humor.
Michel de Montaigne y Emile Michel Cioran mostraron que el ceñido rigor y el hilarante humor no tienen por qué ir separados. Un tercer elemento reconcilia a ambos, entre el rigor y el humor el ensayista funda una elegancia del estilo. El ensayista especula y fabula, pero siempre cuidando celosamente su propio lenguaje. Cuando el ensayo crítico se ocupa de la crítica surge una suerte de metacrítica.
En Venezuela las epístolas de Bolívar, por ejemplo, fundan un territorio que fija precedentes en el campo del ensayo. Ciertamente, se trata de un ensayo híbrido basado en la carta y en el lenguaje epistolar, pero no demerita la estilística ni la elegancia expresiva del discurso. Tanto en las cartas de Bolívar como en los ensayos de Andrés Bello se observan las bellas piezas de elegancia expresiva y las mismas crean hitos fundacionales en materia ensayística en la Venezuela del siglo XIX. Empero, salvando las distancias cronológicas e históricas, los historiadores de la literatura venezolana coinciden bajo los influjos de un respetable consenso en que nuestro ensayo venezolano con los artículos y notas periodísticas de Juan Vicente González (1810-1866).
La vena ensayística de Juan Vicente González elevó el ensayo hasta cotas de excelsa magnificencia reuniendo en sus no pocas veces urticantes e incisivos textos ensayísticos una delirante (y encomiable) subjetividad y lirismo junto con una admirable y para nada academicista actitud dialogal al servicio de una sin par disposición intelectual a la digresión histórica y literaria.
Otros grandes ensayistas venezolanos dignos de mención en la última centuria y media de nuestro devenir nacional son: Julio Calcaño, Gonzalo Picón Febres, Jesús Semprum, Rufino Blanco Fombona, Edoardo Crema, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, entre la pléyade de escritores nativos que desarrollaron sus obras entre la última mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX.
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