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Una necesidad forzuda. Algunas notas sobre Cuba y Venezuela

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Por LUIS MANCIPE LEÓN

I

Trato de escribir sobre un libro del que me cuesta escribir. Lo hago por necesidad forzuda, diría un amigo, y es forzudo y terco mi empeño en tratar de llegar a tiempo con este texto, llevo –seriamente– tres días escribiéndolo. ¿Por qué el apuro? Porque quiero que salga este 7 de julio en el Papel Literario, porque este mes hay elecciones y no puedo votar, y porque de ese libro aprendí unas cuantas lecciones sobre la conciencia democrática ante el secuestro de una dictadura de izquierda –la más vieja de América Latina.

El libro es Los intrusos de Carlos Manuel Álvarez, merecedor del cuarto Premio Anagrama/UANL de Crónica Sergio González Rodríguez, el pasado 2022. Los intrusos fue escrito entre enero y julio de ese mismo año, y relata, ensaya y da noticia –porque de muchas cosas quizá no se habría enterado nadie si no es a través de su lectura– de eventos ocurridos entre 9 de noviembre del 2020 y el 10 de enero de 2021 –aunque se remonta a tiempos todavía más lejanos.

II

El 20 de noviembre del 2020, primer año de la pandemia, Carlos Manuel Álvarez estaba en Nueva York cuando le anunció a su novia que viajaría a Cuba para unirse “a una protesta política que generaba una atención inusitada”. Inusitada, sin duda, es una palabra justa –rasgo indiscutible de la prosa de Álvarez. La protesta la realizaba el Movimiento San Isidro (MSI).

¿No fue una sorpresa para el mundo la aparición del MSI? Quizá fuera de Cuba –e incluso dentro de ella–, solo algunas personas cercanas a los circuitos del arte latinoamericano –principalmente– podían saber de su existencia, pero para mí fue en sí mismo una noticia inusitada.

Antes de adentrarme un poco más en el movimiento en sí, quiero hablar de la noción que –partiendo de mi propia ignorancia como referencia– podía tener la comunidad internacional –esa generalización abstracta– sobre la actividad política en Cuba. La revolución tiene ya 65 años, y antes del MSI no recuerdo haberme enterado de una protesta política en la isla. Seguro que en los primeros años hubo intenciones de torcer la historia –algo le dice a mi imaginación la bahía de Cochinos–, y quienes vivieron de lleno el cambio dejaron testimonio de su resistencia y de la asfixia (Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera…, Lezama Lima y tantos otros, aunque yo sepa sobre todo de los escritores). Pero de los 90 para acá no he sabido de ninguna agitación que haya hecho tambalearse al régimen castrista –recuerdo, sí, una película, Habana Blues, que me impactó mucho cuando era un niño; y recuerdo también, cuando era adolescente, haberme enterado de la existencia de Yoani Sánchez. En estos 65 años la regia represión a las libertades –económicas, de expresión, de pensamiento…– ha sido la norma en Cuba. Y de pronto, cuatro años después de la muerte de Fidel, el mundo se entera de que existe en la isla una “organización tentacular de arte y activismo”.

Dicho esto, así, muy escuetamente, retomo el hilo de Los intrusos, que desarrolla el contexto histórico y político de Cuba mucho mejor de lo que puedo hacerlo yo, con verdadera maestría literaria.

Apenas trece días después de aquel anuncio a su novia sobre la decisión de viajar a Cuba, Álvarez aterriza –no sin tensión– en La Habana, y va directo a Damas 955, donde queda la casa de Luis Manuel Otero, artista y “figura principal del Movimiento San Isidro”.

“La vocación ecuménica y el carácter anfibio del movimiento hacían difícil clasificarlo –escribe Álvarez–. Reunía raperos del gueto, profesoras de diseño, poetas disidentes, especialistas de arte, científicos y ciudadanos en general.

(…)

“La energía se articulaba a su alrededor en forma de calor, una mancha al rojo vivo en el mapa anémico de la temperatura insular. Quizá fueran los únicos cubanos de la isla que en ese momento estuvieran viviendo en democracia.

“El 16 de noviembre, en el aniversario 501°. de La Habana, el grupo organizó un evento llamado Susurro Poético, una suerte de peregrinación pacífica colectiva que se detendría a leer poemas en distintos puntos estratégicos como la casa de [Denis] Solís [rapero detenido y perseguido por el régimen] en Paula 105, la esquina de Compostela y Conde, lugar donde lo detuvieron, la estación policial de Cuba y Chacón, y sitios patrimoniales como la Alameda de Paula o el Convento de Santa Clara, inmueble que recogía la tradición de la protesta cívica nacional.

“Justo cuando el Susurro Poético iba a llevarse a cabo, el Tribunal Provincial Popular de La Habana denegó la solicitud de habeas corpus presentada por Otero a favor de Solís y reconoció que el recluso se encontraba en la Prisión de Valle Grande. El grupo se encerró entonces en la sede del MSI en Damas 955…”. La protesta, que comenzó por exigir la liberación del rapero, fue absorbiendo razones: mejoría de los servicios básicos, alimentación, seguridad, justicia, libertad de acción en la vida de la isla.

Cuando Carlos Manuel Álvarez llega a Damas 955 y se integra a la protesta llevaba unas pocas cosas consigo, entre ellas tres libros: “…el Quijote, un volumen con sonetos de amor de Quevedo y uno de los diarios de juventud de Lezama Lima. Más que libros, se trataba de amuletos. No me llevaba obras para leer, sino objetos que ya había leído, piezas íntimas a las que les daba una importancia capital, dada la situación. Solo necesitaba conversar con ellas a través del tacto”. Estos amuletos, enlistados apenas en la página 18, me sacaron las primeras lágrimas que me provocaría la lectura. Unas líneas más adelante, para terminar el primer capítulo, Álvarez anota: “Durante las semanas siguientes, por primera vez en muchos años, fui capaz de escribir varios poemas. La transparencia de un capítulo íntimo en el que practicas algo que no sabes hacer”. Ojalá podamos leer esos poemas eventualmente. Y si no, pues qué bien que al menos a él lo encontraron.

El libro se divide en treinta capítulos, de los cuales quince llevan por título “Vida breve” y van de I al XV, y estos vendrían siendo pequeñas biografías de algunos de los integrantes del movimiento. Al comienzo de cada “Vida breve” Álvarez va pespunteando una silueta de sus protagonistas (Denis Solís González, Luis Manuel Otero Alcántara, Yasser Castellanos Guerrero, Omara Ruiz Urquiola, Esteban Rodríguez López, Adrián Rubio Santos, Anyell Valdés Cruz, Jorge Luis Capote Arias, Osmani Pardo Arias, Oscar Casanella Saint-Blancard, Maykel [Osorbo] Castillo Pérez, Anamely Ramos González, Iliana Hernández Cardosa, Abu Duyanah Tamayo y Katherine Bisquet Rodríguez) para ir rellenando luego cada nombre con detalles que van llevando al lector a entender e imaginar cómo y por qué estas personas decidieron unirse a la disidencia –para algunos ni siquiera fue una decisión sino que se vieron en la necesidad forzuda de hacerlo. Intercalados en estas vidas breves, Álvarez narra su propia experiencia, desde que interrumpe su “exilio, que en sentido estricto, no era tal”.

La narración intercala a su vez fragmentos ensayísticos de una lucidez política e histórica desengañada, respecto no solo de Cuba sino del continente (como cuando lanza perlas como el “cinturón de hierro caribeño soviético –Managua, Caracas, La Habana”; que por cierto, mientras escribo esto, atracan en La Guaira buques militares rusos que apenas unos días atrás estuvieron en Cuba. También me parece importante señalar –es digno de admiración– que en ningún momento el libro cae en ilusionismos mesiánicos ni se permite adornar la disidencia con heroísmos y desmesuras. Destaco la sinuosidad con la que se mueve en terrenos que pertenecen –no de manera exclusiva, pero sí patente– al lenguaje: como ocurre en las páginas dedicadas a la reflexión sobre “Dictadura y revolución”, título de uno de los capítulos; o el ingenio de términos como latinamericansplaining; del mismo modo que identifica al racismo como una ampliación doble de la represión, así como la negritud una fuente rica en lo más esencial la humanidad –su origen, sus desplazamientos y marginaciones– forjada a ritmo de pérdidas y sufrimientos; el regreso que hace sobre el Contrapunteo del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz: regreso que, con la imagen imponente y marketinera del Fidel fumador como parte del círculo de vicios de la imaginería de izquierda producidos en Cuba para consumo de adeptos a la revolución en América Latina y el mundo, le permite incorporar también el fuego y las cenizas como rastro y consecuencia; me encanta lo que dice cada vez que escribe la palabra reguetón, como cuando “creía que había gente –negros, mujeres, gays, el reguetón de fondo– inventando un país extranjero dentro de la isla”*. Y así podría seguir mucho más…, pero estos son, para mí, algunos de los rasgos más valiosos de Los intrusos, sin dejar de lado, el hueso duro del relato y su condición periodística y documental.

No falta el humor, aparece sobre todo con la ineptitud de los funcionarios del régimen castrista. Algunos dan hasta lástima, como una penosa imagen de la violencia política que en sus momentos de mayor patetismo Álvarez traduce en caricaturas; caricaturas que no dejan de ser víctimas –aunque sean victimarios– del mismo sistema revolucionario. Por supuesto que entre estos funcionarios y figurines –Díaz Canel no es otra cosa que una cosa ahí, un muñequito puesto por los Castro– los hay también capaces de ejercer el terror.

Llegado este punto, además de invitar a la lectura del libro, me voy a permitir un desvío –que es una manera de acercarme– para entender uno de los motivos por los que me cuesta escribir sobre este libro –estoy en verdad nervioso.

III

La primera vez que supe de Carlos Manuel Álvarez fue en el 2021, por una entrevista que le hicieron en El País (1) a propósito de su novela Falsa guerra, editada ese mismo año por Editorial Sexto Piso. Allí Álvarez declaraba que su novela quizá era melancólica, y que “los personajes arrastran cierta idea de tristeza, pero no de nostalgia”. Y agregaba que “La nostalgia es un sentimiento paralizante y bastante reaccionario”.

Al terminar de leer esa entrevista –en efecto– mi reacción fue compartirla en Facebook, no sin un comentario con cierto dejo despectivo e incluso xenofóbico, que decía más o menos así: “Solo un cubano podría decir que la nostalgia es un sentimiento reaccionario”, argumentando que se debía a que esa gente se había resignado y dejado atrás toda esperanza.

Por esos días leía un librito muy breve: La aventura de Agamben, en la que el filósofo italiano cuenta que, según Macrobio en sus Saturnales, el nacimiento de todos los mortales es presidido por cuatro divinidades: Daymon, Thycké, Eros y Ananké (el Demonio, la Suerte, el Amor y la Necesidad).

El Demonio, dicho de manera muy simple, vendría siendo el carácter que hace de cada persona un ser único. La Suerte, el azar, esa ley que parece no tener ningún marco y que está relacionada con lo impredecible y arbitrario que roza nuestras vidas. El Amor…, es el amor, Eros, ese que insufla en dioses y mortales sentimientos capaces de hacernos perder la cabeza, pero que también vuelve al cuerpo tan alígero que lo envuelve en una suerte de nebulosa de belleza –no olvidemos que esta no es sino el comienzo de lo terrible. Y la Necesidad es precisamente lo terrible, lo fatal, el destino, lo que no puede evitarse, esa otra fuerza que, como el azar, conduce nuestra vida, pero de manera trágica.

A estas cuatro divinidades, Goethe agregó una quinta: Elpis, la Esperanza, una que viene de adentro del espíritu para anhelar del futuro algún fruto cultivado en parte por la voluntad de cada individuo que nos impulsa, en fin, a tratar de ser medio para que nuestros deseos se aproximen a la realidad –sin ninguna garantía–, en parte por aquello que escapa de nuestras manos.

Por eso dije entonces que solo quien ha perdido la esperanza puede pensar que la nostalgia es paralizante, pues la nostalgia ha llevado a mucha gente a tomar acciones impresionantes, como hacerse cargo del amor que sentimos por la tierra donde nacimos.

No me siento orgulloso de haber escrito aquel posteo, pero reconozco que fue consecuencia de traumas ligados a la historia política de mi país. Confundí –delirante– a “los cubanos” con su gobierno –y por supuesto que odio la manera en la que Fidel, el fantasma, ejerce todavía su poder en Venezuela. Pero no me parece menor compartir, aunque sea con vergüenza, lo que me sucedió entonces, porque, como dice Rafael López-Pedraza, otro cubano –que cuando se refería a Venezuela hablaba de “nuestro país” con un amor inmenso–: la vergüenza es una emoción mucho más política que la culpa –tan egocéntrica y tortuosa. Pasados ya unos años, admito que la nostalgia puede ser –no siempre– paralizante y reaccionaria. Y cuando esta se refiere más a un lugar en específico que a un tiempo pasado, es capaz de movilizarnos hasta los bordes del peligro y el amor.

*Las cursivas son mías.

1 https://elpais.com/cultura/2021-04-16/carlos-manuel-alvarez-la-nostalgia-es-un-sentimiento-reaccionario.html 

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