Francia es el país del mundo con más literatura sobre su decadencia. En el último medio siglo, decenas de libros han reflexionado sobre el declive económico del país y su pérdida de peso en la escena internacional. Quizás el más interesante de todos esos trabajos sería La France qui tombe (2003), de Nicolas Baverez, un retrato implacable que denuncia la incapacidad de la clase dirigente para acometer reformas.
Los resultados de las elecciones del domingo ponen de manifiesto un crecimiento de los extremos, los partidos de Le Pen y Mélenchon, y un fracaso personal de Macron, que ha perdido el carisma que le aupó al poder. Por primera vez, la extrema derecha gana unas elecciones legislativas y se coloca a un paso de gobernar Francia. En Italia, Meloni ya derrotó al bloque de la izquierda hace dos años, lo que abre la posibilidad de gobiernos de la ultraderecha en dos de los cuatro grandes países de la UE. El impacto sobre Bruselas sería enorme.
La pregunta es sencilla: ¿por qué avanzan los extremos y por qué pierden respaldo popular la democracia cristiana y la socialdemocracia? La respuesta tiene mucho que ver con las condiciones de cada país. El ascenso de Alternativa para Alemania es difícilmente comparable con el éxito de Orbán en Hungría.
Pero sí hay un común denominador en esta pujanza de la derecha radical, del populismo y de quienes proponen soluciones fáciles a los problemas complejos: la incapacidad de los grandes partidos que han articulado Europa para reinventarse y para generar ilusión en el electorado. La crisis de 2008 agudizó el descrédito de liberales, democristianos y socialistas que no han sido capaces de ofrecer respuestas eficaces a los grandes retos, entre los que figuran la globalización, la inmigración, el cambio climático y el empobrecimiento de las clases medias.
Hay otra razón adicional, y no menor. Es la incapacidad de los partidos de llevar a cabo una regeneración ética de la política. Se han convertido en maquinarias de intereses, en aparatos que patrimonializan el Estado. Las ideologías, o mejor las ideas, han sido desplazadas por los relatos. Los dirigentes políticos han dejado de ser la solución para convertirse en el problema.
Los franceses están hartos de Macron, que no ha sido capaz de frenar el descontento social que sitúa a Francia como un Estado fallido pese a que su renta per cápita en 2023 fue de 44.000 dólares, una de las más altas de la UE. Ese malestar tiene mucho que ver con la desconexión de la clase política con unos votantes en los que aumenta la inseguridad y el miedo al cambio.
Europa necesita una nueva generación de dirigentes y la reinvención de los partidos tradicionales, que acabarán por convertirse en marginales si no son capaces de regenerarse y de cambiar un discurso agotado y poco creíble.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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