En las hondonadas del horror humano existe un abismo perturbador donde la oscuridad moral se adueña del alma, la razón se desmorona y la empatía se congela, habita un fenómeno inquietante: la banalización del mal. Concepto definido por Hannah Arendt, que describe la aterradora capacidad de los individuos para cometer actos atroces de manera ordinaria, sin remordimientos ni cuestionamientos éticos; sin comprender la gravedad de sus actos, como si se tratara de meras tareas administrativas.
La filósofa acuñó el término durante el juicio de Adolf Eichmann, arquitecto del Holocausto. Al observar la conducta del burócrata nazi a cargo de la logística asesina, quedó impactada por su absoluta normalidad. No era una aberración sádica, sediento de sangre, sino un mediocre diligente que cumplía órdenes sin cuestionarlas. Esta escalofriante banalidad la llevó a concluir que el mal no siempre radica en monstruos excepcionales, sino que brota de individuos comunes, su incapacidad de pensar, de comprender la atrocidad de sus actos y sentir empatía por sus víctimas, convirtiéndose en engranaje de una maquinaria de destrucción. Lo que hacía que la consternación fuera aún más espantosa.
La trivialización del mal no se limita a las tribulaciones de gran escala. Se manifiesta en nuestra vida diaria, cotidiana, desde el acoso escolar hasta la violencia doméstica; en la discriminación sutil, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y en la obediencia acrítica a normas injustas. ¿Cómo es posible que personas normales se comporten de manera tan cruel? Se nutre de diversos factores y las causas son complejas, multifacéticas.
La deshumanización reduce a las víctimas a meros objetos, números o categorías abstractas, permitiendo a los perpetradores y criminales desvincularse emocionalmente de sus hechos, lo que hace cómodo infligir dolor, sufrimiento y cometer crueldades con fría eficiencia.
Cuando se obedece ciego a la autoridad, las personas se someten sin discusiones a las órdenes de figuras superiores, incluso si estas son moralmente reprensibles. Se convierten en instrumentos dóciles del mal, y la responsabilidad individual se diluye en la masa, la culpa se desplaza hacia arriba en la jerarquía.
En un ambiente de conformidad social, donde la disidencia es reprimida y el pensamiento crítico desalentado; el miedo a ser diferente o rechazado, conduce a participar en comportamientos dañinos, arrastrados en episodios de maldad por aprensión al ostracismo o castigo. La presión grupal sofoca la conciencia individual y convierte a sujetos en cómplices silenciosos de la atrocidad, incluso si no están de acuerdo.
La indiferencia ante el sufrimiento ajeno crea un entorno en el que el mal se tolera o incluso se fomenta. La priorización del bienestar propio por encima del bien común, la dejadez hacia los problemas sociales y la falta de responsabilidad colectiva, son caldo de cultivo para minimizar el mal.
Las consecuencias son devastadoras. Erosiona la confianza en las instituciones, corrompe la moral social y genera un clima de indolencia. Las víctimas son silenciadas, angustias y sufrimientos se minimizan, mientras los delincuentes se escudan en subestimar sus actos para evadir la justicia. En los antros del delito se pierde todo, empezando por el pudor.
Combatirlo exige un esfuerzo pluridisciplinario. Es necesario promover la educación crítica, fomentar el pensamiento independiente y cultivar una cultura de responsabilidad individual; así como, resistir la deshumanización y defender la dignidad de cada ser humano. Las sociedades deben construir mecanismos sólidos para prevenir la impunidad y garantizar que los responsables de crímenes atroces sean llevados ante la justicia.
La lucha contra la frivolidad del mal es una batalla por nuestra propia humanidad. Al reconocer la tenebrosidad que reside dentro de nosotros y al comprometernos actuar con compasión y justicia, construiremos un mundo donde tales bestialidades no vuelvan a repetirse.
Infravalorarlo no es inevitabilidad. Es un fenómeno que podemos prevenir si se reta la conformidad, se cuestiona la autoridad y defienden valores morales y éticos. La lucha contra el mal, en todas sus formas, es una lucha por el bien, por la construcción de un mundo de calidad humanitaria.
Es un recordatorio de la fragilidad de la moral humana. Sin embargo, un llamado a la acción. Al comprender el fenómeno y sus causas, se puede trabajar para crear un mundo donde la digna entereza prevalezca sobre la indiferencia y crueldad. Se trata de un tema complejo e inquietante que merece análisis profundo. Sin embargo, no es inevitable. Se puede elegir resistirnos al mal, hacer frente la injusticia y defender el decoro humano.
La banalización del mal acecha en la cotidianidad, es una amenaza que exige vigilancia y acción de cultivar el pensamiento fustigador, la empatía, el adeudo individual y compromiso social para erradicarlo. Solo así, podremos construir un mundo donde la decencia humana y la justicia sean valores fundamentales.
@ArmandoMartini
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