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Mis preguntas sobre Venezuela

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¿Tiene salida la crisis venezolana? ¿Hay alternativas razonables y factibles al respecto?

Hoy vive Venezuela bajo la explosión del desorden. Se encuentra afectada por la anomia social y el desarraigo ciudadano. Su urdimbre institucional ha desaparecido. La humana, la que le da auténtica textura al país por sobre los “amos” que se lo apropian políticamente o como botín personal, está a punto de perderse.

Nuestra identidad moral y patrimonio intelectual acaso se sostiene en el imaginario de la diáspora, que bien recuerda la que sufren los judíos después de destruido el templo de Jerusalén.

El caso es que, si los judíos avanzan al exilio conservando sus raíces, resumidas en el Talmud, cabe preguntarse si los venezolanos tenemos el nuestro.

Debo decir que no hay diagnóstico ni pronóstico posible, ni respuestas a tantos interrogantes, si no asumimos nuestra verdad.

Los síntomas de la Venezuela enferma son notorios. Somos el segundo país más violento del mundo; estamos sometidos a una dictadura marxista que administra un procónsul desde Caracas bajo dependencia de La Habana; acusamos una inflación y caída del producto interno bruto sin precedentes a escala global; legiones de niños hambrientos caen muertos en las puertas de los hospitales y la población ha perdido un promedio de 10 kilos de peso durante los 2 últimos años; el aparato del poder se lo dividen los militares; cerraron las industrias y los comercios, y la moneda de más alta denominación, el billete de 500 bolívares, llamados soberanos, equivalentes a 500.000.000 de bolívares en el pasado y que en el pasado representan 50.000.000 de dólares, hoy valen 2 dólares. Al paso, tenemos a uno de los gobiernos más corruptos del planeta, según Transparencia Internacional.

¿Vivimos una dictadura corrupta o militarista o fascista por regir en ella la mentira como política de Estado? ¿Es un régimen represor por sus violaciones sistemáticas de derechos humanos, o un totalitarismo que mediante la violencia impone su pensamiento único en las escuelas?

Estas otras preguntas no son impertinentes.

Algunos observadores internos, moderados, que se dicen progresistas, capaces de mirar el bosque más allá de los árboles, afirman que en Venezuela rige una democracia deficiente. Tal vez una democracia iliberal o, a lo sumo, un autoritarismo competitivo. O que, al igual que ocurre en Estados Unidos, funciona un gobierno digital, de comunicación directa con el pueblo, que hace innecesarias las instituciones de mediación, en una suerte de posdemocracia propia del siglo XXI.

Estaríamos, entonces, con independencia de las dos versiones anteriores, ante un problema de naturaleza política, cuya solución ha de ser política, por ende, negociada. Y si posible electoral, pero que al término una u otra vía nos devuelvan hacia las reglas de la Constitución.

El caso es que la realidad es todo lo primero y de conjunto: Hay dictadura del siglo XXI y fascismo y corrupción y totalitarismo militarista bolivariano. Pero falta algo más, el condimento diabólico que todo lo trastorna y nadie está dispuesto a digerir, probablemente por vergüenza nacional. No por azar, incluso así, preferimos debatir sobre nuestras falencias democráticas. Nada más.

El problema es que hay que mirar de frente al mal absoluto que nos tiene como presa a los venezolanos y necesitamos de ayuda para salir del círculo de miedo que nos inhibe y paraliza, como hasta ahora.

En 1958, cuando Venezuela cuenta con 6.000 km de carreteras, tiene 2 universidades y el promedio de vida del venezolano frisa solo 53 años, una generación de civiles insurge y nos devuelve el espíritu de la democracia civil perdida desde 1812. Su proyecto dura algo más de 30 años, hasta cuando se inicia una transición agoniosa, en 1989, que casi dura otros 30 años.

Lo cierto es que Venezuela cuenta, para 1998, con 92.000 km de carreteras, posee más de 400 instituciones de educación superior, y el promedio de vida del venezolano sube hasta 74 años. ¿Se trató de un milagro? No. Nos modernizamos y dejamos atrás la vida rural. Conocimos el agua blanca y canalizamos las aguas negras. Para finales del pasado siglo, nuestra población, alfabetizada, estudiada, politizada, se hace hipercrítica con sus élites y con el sistema de partidos.

En esa hora de malestar debida a la caída de los ingresos petroleros –hasta 10 dólares por barril, antes de que a partir de 1999 salten hasta 100 dólares– se suma a la cuestión nuestra el desencanto democrático que afecta al mundo occidental de finales del siglo XX.

Se hace cuerpo, otra vez, entre nosotros, el tráfico de las ilusiones. Sobreviene el militarismo de viejo cuño, reeditamos el hombre a caballo y el mito de El Dorado. Nos hacemos eco de la conseja a cuyo tenor debemos a la última dictadura militar ser modernos y que ese bien lo destruyen los civiles.

Así, nos hacemos en 1999 de otra Constitución, que aprueba una minoría nacional ante la indiferencia de las mayorías; y ella dice que corresponde al Estado desarrollar la personalidad de los venezolanos; modificar nuestros valores, ajustarlos al nuevo credo constitucional, a saber, el bolivariano, el de las espadas, no el de las luces. Y al efecto se establece un modelo de centralización total del poder en cabeza del presidente, teniendo por base la Fuerza Armada, y la promesa populista de quitarles a los que tienen para darles a los que no tienen.

Pero si todo hubiese sido solo esto, podríamos decir que en Venezuela apenas hubo una regresión en su historia. Solo eso.

La verdad es otra. El candidato presidencial y soldado felón Hugo Chávez Frías se reúne en La Habana con emisarios libios e iraquíes, patrocinados por el dictador Fidel Castro, hacia 1998. Estos prometen financiamiento para las elecciones y Chávez se obliga al uso del petróleo para apalancar la guerra contra Estados Unidos y el capitalismo. Eso lo sabe el Departamento de Estado norteamericano.

Animado por el carisma de este error de nuestra historia, sin embargo, decide Estados Unidos que es preferible esperar y hacerle caso a lo que haga y no a lo que diga el candidato. Es irrelevante, incluso, la relación que teje este, en 1998, con la narcoguerrilla colombiana.

Llegado el mes de agosto de 1999, Chávez presidente pacta con las FARC la entrega de armas y la recepción, a cambio, de droga para su comercio hacia Europa y Estados Unidos. Las muertes por homicidio saltan en el país desde 4.500 al año hasta el promedio actual de 27.000 homicidios; obra, todo ello, del negocio de la droga.

El tiempo de la bonanza petrolera –que beneficia a las élites de afuera y de adentro– oculta el problema hasta la muerte del propio Chávez.

Alcanzado el año 2007, habiendo perdido este su confianza en la Fuerza Armada profesional acelera la invasión del territorio venezolano por fuerzas extranjeras. Juan José Ravilero, su cabeza, declara que suman 30.000 los miembros de los comités de Defensa de la Revolución Cubana ya instalados en Venezuela. Se trata de un ejército de ocupación para sostener en el poder la asociación criminal narcoterrorista y transnacional que logra secuestrar el andamiaje del Estado venezolano, y que lo usa hoy para la comisión de todos sus delitos.

No pocos dirigentes venezolanos y extranjeros afirman que, aun así, todo ello es negociable bajo los cánones de la democracia. Lo hace el presidente Santos en Colombia y lo quiso hacer, en el caso de Venezuela, el ex presidente español José Luis Rodríguez Zapatero, por pedido del actual dictador Nicolás Maduro, y el aval de una parte de la oposición democrática.

Me pregunto ahora y le pregunto a ustedes si la narcodictadura terrorista y corrupta que se ha adueñado de nuestra patria: como lo saben los gobiernos de las Américas, ¿es un problema político, de deficiencia democrática, que cabe resolver democráticamente?

¿Es o no, antes bien, un problema moral y de moral democrática que, por faltar, ha degenerado en un problema de seguridad para los venezolanos y para la región?

He sido testigo de excepción de la vida venezolana luego de la caída del Muro de Berlín y la llegada de la globalización digital, cuando se subordinan los espacios geográficos de los Estados al tiempo y a la velocidad de vértigo con la que avanzan los asuntos del mundo.

Vivimos el tiempo en el que gana el más veloz, no el más grande o el de mayor poder o quien disponga de una legitimidad real y moral. No hay tiempo para las ideas, como parece, y menos para razonar. Vivimos la hora del descarte, del usa y tire en lo político y en lo económico. Han cedido las mediaciones institucionales y la gente marcha dispersa, resuelve sus problemas de la hora y en el ahora. Se practica el narcisismo político digital y se bloquea a quienes se considera molestos o diferentes dentro de las redes. Conocemos la hora trágica de la discriminación al detal de los seres humanos.

¿Entenderemos el problema de Venezuela y su solución?

Yo tengo mi respuesta. Espero que ustedes alcancen la suya, y pronto, antes de que sea tarde.

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