Con el nerviosismo en los mercados durante los últimos días, y quizás en los que siguen, no sólo se ha producido una pequeña depreciación del peso mexicano, sino que ha vuelto a aparecer el fantasma de una llamada o supuesta devaluación de la moneda. Unos consideran que eso da al traste con el peso fuerte presumido por López Obrador y que el suyo es el primer sexenio desde Díaz Ordaz en que no se devalúa la moneda. Otros ven por fin la crisis financiera que predijeron desde hace seis años y que nunca sucedió. El debate en realidad es un poco más complejo.
Para empezar, entre gente seria no hay de que vanagloriarse de que el peso no se haya depreciado a lo largo de seis años, y menos aún de que se haya revaluado en casi 20%, dependiendo del pico que se utilice para la comparación con el presente (hace diez días). Justamente lo que se supone que ha salvado al país de nuevas crisis financieras como la de 1976, 1982, 1987 y 1994-1995, fue el abandono en serio de un tipo de cambio fijo y el establecimiento de un tipo flotante que se mueve más o menos con el mercado, y con la oferta y demanda de pesos y de dólares, y no por las intervenciones del Banco de México. Independientemente del nivel de sobrevaluación del peso hasta hace un par de semanas, no puede ser bueno un tipo de cambio de hecho fijo, o en todo caso que sólo se sobrevalúa durante el sexenio de López Obrador, y bueno también el tipo de cambio flexible durante los últimos cuatro sexenios.
Pero este es apenas el primer elemento de la complejidad del asunto. En realidad, quien debiera estar aplaudiendo a escondidas cada pequeña caída del valor del peso frente al dólar estos días es la presidenta electa. Si lo está haciendo a propósito López Obrador, o sólo son consecuencias no deseadas de posturas equivocadas, el hecho es que si AMLO le entrega a su sucesora un dólar en unos 20, 21 o hasta 22 pesos, le hace un enorme favor. En primer lugar, porque efectivamente para los exportadores, para los que reciben remesas, para el turismo y para los productores nacionales de algunos bienes, una devaluación del peso de esa magnitud sería bienvenida. Les conviene enormemente a todos ellos.
En segundo lugar, porque en teoría, por lo menos desde el principio del sexenio de Peña Nieto, se comprobó que el famoso pass through ya no se da en México, o en todo caso tiene lugar en una magnitud mucho menor que en otras épocas. De ahí que el efecto inflacionario de una devaluación de esas dimensiones probablemente sea mínimo, si es que alguno.
Pero, en tercer lugar, es evidente por el tamaño del déficit fiscal, por las consecuencias de muchas medidas que deberán adoptarse por una razón u otra en los primeros meses del nuevo sexenio, trátese ya sea de la reforma judicial o del canje de la deuda de Pemex por deuda soberana UMS, alguien probablemente tenga que pagar los platos rotos. Si ese alguien es López Obrador y no Claudia Sheinbaum, esta última no podrá más que agradecérselo. Recordemos nada más que la historia de las devaluaciones del 76 hasta el 95 siempre tuvo que ver con la sucesión presidencial, y con la manera en que un presidente se sacrificaba o no a favor de su sucesor. Aunque López Obrador no lo quiere hacer, si de chiripa resulta que a él le toca cargar con el muertito de una caída del peso, a ella le vendrá esto como anillo al dedo.
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