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El petróleo en la ficción: de Ramón Díaz Sánchez a Ibsen Martínez

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Por JEUDIEL MARTÍNEZ

Mene (1936), Ramón Díaz Sánchez

Mira todas esas cosas nuevas. Fíjate en esas calles, en esas torres; acércate a ese muelle. ¿Quiénes son esas gentes que parece que se han vuelto locas? Esta frase tan conocida de Mene, tercera novela de Ramón Díaz Sánchez (1903-1968), es la que podrían repetir no solo nuestros ancestros, sino los de cualquier pueblo del mundo contemplando a sus descendientes transformados por la alquimia del siglo XX en una suerte de alienígenas. Mene, que ficcionaliza casi una década de experiencias de Díaz como empleado de una las petroleras y como juez municipal, es una novela subestimada cuyo carácter casi documental no debe distraernos de ciertas resonancias cósmicas: historia de contaminación y mezcla sobre la circulación de los elementos y los colores, sobre el ciclo del nacimiento de un mundo nuevo a costa de la disolución del precedente: Mene es el elemento primigenio que es transformado por el fuego para dar lugar al cosmos nuevo.

Olvidamos que este venezolano, bebedor de cerveza y jugador de béisbol, no existía antes de que en los Campos Petroleros terminara el viejo mundo rural. Aunque “culpable” de la romantización del pasado rural, en sus distintas fases Blanco, Rojo, Negro, Azul  esta primera novela petrolera muestra el proceso en que el despotismo y corrupción de las compañías extranjeras comienza a emerger un mundo nuevo: ruido, fuego, “agua cuajada”, son los signos de esos cambios por  los que el negro Enguerrand Narcisus Philibert, llega a Venezuela y es colocado en la Lista Negra  “por haber osado ocupar el retrete de los blancos”, pero también por los que el hombre del campo descubre que sus manos son aptas para poner en marcha los devastadores artilugios y por los que Pueblos oscuros, Cabimas, Lagunillas, Mene, se incorporaban al frenesí del mundo. Romance sobre el segundo nacimiento del país Mene merece más que el olvido y la condescendencia que frecuentemente ha encontrado. Debo añadir que hemos olvidado que Díaz Sánchez escribió una extensa obra como historiador, ensayista, biógrafo, periodista, compilador, narrador y dramaturgo.

Mancha de aceite (1935), César Uribe Piedrahita

En realidad, la primera novela petrolera aparece en Bogotá: Mancha de aceite de César Uribe Piedrahita  (1897-1951), médico y escritor colombiano. Como Díaz Sánchez, Uribe Piedrahita ficcionalizó su experiencia en los campos petroleros, en este caso como médico en los estados Zulia y Falcón. Novela “apátrida” y de denuncia, como otras de la época, sobre esa  “Acumulación Originaria” en que en las Caucheras, los Yungas y las plantaciones de Henequén, la explotación extrema de la fuerza de trabajo nativa por capitales nacionales y foráneos se unía a la destrucción de la naturaleza y, no pocas veces, a las matanzas de los indios motilones. La cuestión política de la explotación y la dominación aparece todavía más clara (Porque han hecho de este pueblo y de todos los que tienen el infortunio de poseer petróleo, unos pueblos esclavos).

La novela muestra el ciclo de lucha, violencia y organización política que, inevitablemente, sucede tras estas primeras fases casi esclavistas de la explotación industrial  y, en el simbolismo del fuego, que condensa tanto los conflictos venideros como los cambios que traerá el siglo: La hoja petrolífera amenazaba convertirse en un horno, quemarse en holocausto de venganza, de muerte y purificación. El fuego siguió gritando y el agua y la tierra gimiendo. ¡El fuego devoró la Mancha de Aceite! Así, Mancha de Aceite es documento y signo de una época pero también, de un proceso que parece repetirse y que ahora ocurre, nuevamente, al sur del Orinoco con la minas colapsando y las llamas devorando, no los lagos y bosques vecinos del Caribe sino lo alto de los Tepuyes, como si esos procesos de destrucción de la naturaleza y de sus habitantes para extraer las riquezas de la tierra estuvieran condenadas a repetirse periódicamente. Piedrahita Uribe publicó varias monografías y un volumen que reúne impresiones de sus viajes por Ecuador.

Remolino (1940),  Ramón Carrera Obando

En la serie las “novelas de la invasión”, que dan cuenta de la implantación de las petroleras en Venezuela, Remolino de Ramón Carrera Obando difiere de las anteriores tanto en la locación, que en este caso es Caripito —en el oriente del país—, como en que en realidad es un fragmento de una obra inconclusa. Su visión es anterior a la llegada de las compañías es menos romántica y más realista, por el énfasis que da a una injusticia perdida en nuestra historia: el despojo de los pequeños propietarios rurales  a manos de las petroleras.

Así, para Carrera Obando también hay una pérdida cuando emerge el remolino petrolero que desordena, mezcla, destruye y transforma, pero no es la de una realidad social idílica (bien muestra el autor que antes de la tiranía de la petrolera estaba la del jefe civil) sino de la textura misma de la tierra esterilizada y convertida en mugre por las fuerzas de la extracción: El que ha nacido campo adentro, en la tierra que produce el racimo, la mazorca y la piña melosa, sabe cómo duele cuando los tractores y las cuchillas “Robsbilders” y “Caterpillar” arrasan los campos de agricultura, para tender la carretera que ha de conducir la “planchada” del taladro.  En ese sentido Remolino muestra los costos de la industrialización dependiendo menos de la romantización de un pasado bastante poco romántico.

Al fin y al cabo el epónimo Remolino no es otra cosa que el spin de ruedas y engranajes, la inconcebible proliferación de motores y, con ellos, de choferes y conductores, hombres desterritorializados cuya vida depende ahora menos del contacto con la tierra que de la relación cibernética con la máquina:  La rueda lo arrasa todo, mientras el taladro busca con su aguja mágica las fuentes prodigiosas que alimentan las bolsas, preparan las matanzas y de- cuajan el árbol de la tradición… de resto, el catálogo de atropellos que la novela relata no difiere demasiado de los de las novelas anteriores. Inconclusa, Remolino quedó como un documento de denuncia simétrico con aquellos que relatan la colonización del occidente del país.

Guachimanes (1954), Gabriel Bracho Montiel

Palabras como guachimán, guirchal o macán no solo nos recuerdan la llegada, súbita y violenta del idioma inglés al interior de Venezuela, sino la creatividad del idioma para absorber esos vocablos. En particular guachimán es una criollización de watchmen y, en sus orígenes, tenía resonancias mucho más siniestras que las de ahora. Gabriel Bracho Montiel (1903-1974) la usa como título para una novela, tardía y fragmentaria publicada en Chile y subtitulada Doce aguafuertes para ilustrar la novela venezolana del petróleo, también ubicada en el Zulia pero que se diferencia por su énfasis tanto en el submundo que nace con los campamentos petroleros como en la epónima figura parapolicial: Los guachimanes que duermen de día, salen ahora con su reloj de control colgado como bulto de escolar y el arma al cinto. Bracho Montiel fue miembro de la Generación de 1928, perseguido vivió exilios en Colombia y México. Era odontólogo, además de humorista, narrador y editor de diarios en Maracaibo y Caracas.

Prestamistas, vendedores, prostitutas, aventureros y otras figuras que décadas antes perturban la paz de los pueblitos de Texas y Oklahoma ahora aparecen en el Caribe trayendo el ruido, el jazz y el dólar. Es una historia que, en general, hemos visto en otras novelas petroleras solo que en esta el interés del autor está más del lado del mundo nuevo, urbano e industrial, que del viejo mundo rural: así, y con cierta estridencia, la lucha obrera y antiimperialista pasa al primer plano.

Resalta en todo caso que, tanto  la transculturación como la figura del gringo muestran una arista nueva con el personaje de míster Charles, quien transmite al criollo Tochito, rebelde innato, el conocimiento de los sindicatos americanos y de la lucha de clases modernas: ya no se trata solo de venezolanos y extranjeros sino de obreros y patronos. Así,  la novela termina con un episodio fundacional y casi olvidado de la democracia venezolana: las revueltas tras la muerte de Gómez y en particular la ejecución en las llamas de los quemadores de gas de los guachimanes y espías de las petroleras. Guachimanes, queda entonces como la más beligerante de la serie petrolera de las novelas venezolanas.

Oficina Número 1 (1961), Miguel Otero Silva

En Oficina No 1, Miguel Otero Silva (1908-1985) narra la historia del pozo y el campamento del mismo nombre, emplazados en los Llanos Orientales. Es por tanto parte de la minoría de las novelas orientales, más colocada en un ambiente totalmente diferente porque lo que va a relatar no es tanto la destrucción del medio natural y social anterior a la llegada de las compañías sino el surgimiento de la industria en un paraje remoto y desolado.

Como las otras novelas petroleras, de las que es un espécimen tardío, es ante todo un relato sobre la  opresión y los cambios traídos por el poder de las compañías, los mismos personajes típicos (campesinos, obreros, jefes civiles y los gerentes gringos) desfilan por sus páginas solo que, a diferencia de las anteriores, mostrándonos los cambios que ocurrieron cuando, tras la muerte de Gómez, inició la democratización progresiva del país. Como Guachimanes, toca el tema de la lucha y la organización sindical aunque, extrañamente, la voz de la conciencia política no es de un venezolano sino de un norteamericano progresista Tony Roberts. La última transformación química del petróleo, aquella que convierte el aceite refinado en dividendos, es la parte más interesante y más curiosa de la industria petrolera.

Tardía y mucho menos beligerante que las anteriores, Oficina No 1 fue publicada en una Venezuela cada vez más urbana y  ya en democratización, para la cual la industria petrolera ya no era un cuerpo extraño y tal vez por eso carezca de la fuerza y del énfasis de las anteriores, movidas por la indignación ante atropellos recientes y la angustia ante la disolución del mundo rural. Tal vez puede ser vista como una especie de cierre de un periodo en que los problemas ya eran bastante diferentes. No fue, sin embargo, la última novela petrolera.

Oil Story (2023), Ibsen Martínez

Sucesora de la obra de teatro Petroleros suicidas, Ibsen Martinez (1951) desarrolla aquí una historia urbana e internacional colocada en las antípodas de las viejas novelas petroleras venezolanas: con una historia que inicia más de 50 años después del fifty-fifty y 20 después de la nacionalización de la industria petrolera, Oil Story no moviliza campesinos, gerentes gringos, sindicalistas, guachimanes o aventureros sino, principalmente, a los ejecutivos, más bien decadentes, de una industria totalmente venezolanizada, parte de una élite que se encaminaba a un conflicto (que, en perspectiva, se nos muestra suicida) contra otra élite, la militar, conflicto que Martínez presenta con curiosas imágenes: veinte mil gerentes del siglo XXI que, con ideas zombis sobre la política, buscaron provocar el derrocamiento de un jefe militar del siglo XIX con ideas zombis sobre la economía. 

Aunque se puede argumentar que tanto los ejecutivos como el jefe militar eran figuras quintaesenciales del siglo XX tratando de entrar al XXI, lo cierto es que esta novela destaca por estar en las antípodas de las novelas petroleras que hemos comentado, como si el tema petrolero fuera relevante para nuestra literatura apenas cuando la industria nace, a principios del siglo XX y fenece, a inicios del XXI. Publicada en 2023, tras las sanciones de Estados Unidos y el colapso de la industria iniciado casi una década atrás, Oil Story tiene algo de novela negra y su cierre, en un funeral y citando a Delmore Schwartz, “El tiempo es el fuego en el que ardemos”, parece ser un epílogo o epitafio deliberado no tanto para nuestra novela petrolera pero si para la industria que nació con la llegada de los gringos y sus máquinas.


*Referencia:

La novela del petróleo en Venezuela (1972). Gustavo Luis Carrera.

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