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Ensayo sobre la libertad

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En la Navidad del año 2009 no teníamos otra cosa para hacer, más que levantar literalmente nuestros brazos al cielo. Compartía prisión con cientos de convictos en el correccional Tocuyito, a dos horas de la capital. Era mi primera detención ordenada por el gobierno. Esa noche sumaba casi medio año ahí.

Johnny, un tipo excéntrico, llevaba tatuada a Marilyn Monroe en uno de sus brazos. Tomó la palabra e hizo una oración tremenda. Hacía solo dos años, tras intentar hacer una broma, creyó encontrarse con las sonrisas cómplices de sus amigos. En vez de eso, se encontró con la policía. Terminó en prisión.

Él había empezado a correr en un centro comercial con un aparato que según dijo, era una bomba. Corrió valientemente hasta las tiendas de comida rápida con el falso explosivo apretado contra el pecho, arrancándole los cables. Mientras él y sus cómplices contenían las risas, el lugar se había transformado en una Babilonia de gritos y empellones. A él le pareció fantástico, pero lo enviaron a prisión acusado de terrorismo.

Varios reos dijeron frases conmovedoras. Era Navidad, todos estábamos como era de esperarse, tristes, cabizbajos. Nos encontrábamos lejos de casa y de nuestros seres queridos. No recuerdo exactamente cada una de las plegarias, pero recuerdo aún hoy claramente a Johnny. Tenía las manos empuñadas, los ojos cerrados y una actitud realmente mística. Y entonces, como si tuviera al mismo Dios agarrado por el cuello, dijo: ‹‹Señor, todo este tiempo te hemos estado suplicando, rogando, pidiéndote que nos liberes, ahora te ordenamos que nos liberes de una vez por todas››. Fue realmente impactante.

Una oración puede cambiar dependiendo de las circunstancias. La plegaria de Jhonny nos conmovió porque él sabía cuán importante era la libertad, y por ello su oración, el tono de su voz y el énfasis en sus palabras tenían, sin duda, una enorme fuerza. ‹‹Señor, te ordenamos››, aún se levanta en mi mente, el sonido de aquella frase. Este hombre había ordenado realmente a su Dios que lo sacara de ahí.

Lo que más deseaba él, nosotros, todos, era salir de esa lata de sardina y ser libres. La conocíamos –a la libertad- y la habíamos perdido. Ahora otros, un grupo de hombres armados, tenían el control de nuestras vidas. Ninguno podía decir qué comer, qué hacer, dónde ir, éramos reos del sistema carcelario. Sin duda, la mayoría eran convictos, otros inocentes condenados por un sistema judicial corrompido, y otros éramos prisioneros de conciencia, pero, todos aspirábamos a disfrutar del mismo aire de libertad, lejos de aquel lugar donde yacían «los horrores de la sombra».

Las charlas en prisión suelen estar cargadas de anhelos y sueños: ‹‹Me iré a la playa por meses››, ‹‹me lanzaré en paracaídas››, ‹‹me follaré a tal››. Para hacer todas estas cosas necesitas libertad.

Entonces, ¿qué es la libertad? ¿Por qué la buscamos afanosamente? ¿Qué relación existe entre ella y la prosperidad económica? ¿Por qué la libertad está tan enraizada en todos nosotros? Todos hemos buscado aparentemente la libertad –y ya explicaré por qué aparentemente-. Sólo Lenin se atrevió a calificarla de ‹‹prejuicio burgués››.

¿Cómo y por qué la libertad se ve amenazada por una política empeñada en todos los rincones del orbe en convertir al odio en estrategia, a la ira en trabajo, a la rabia en organización, y a los ‹‹humillados›› en mayoría? ¿En qué momento la libertad queda condicionada al veredicto de los comisarios políticos, de la turba, de la asamblea popular o ‹‹el pueblo››, del estatismo? ¿Cómo ha regresado ese misticismo primitivo promotor del sacrificio del hombre y su libertad en beneficio de la tribu? Todas estas cuestiones tienen respuestas.

Antes de la aparición en el siglo XVIII de las ideas modernas, basadas en la iniciativa individual y la defensa de la propiedad privada (las dos premisas fundamentales del capitalismo, un sistema diseñado por y para los hombres libres), grandes filósofos, eclesiásticos, pensadores y alguno que otro charlatán, consideraban la esclavitud como una institución legítima, útil y beneficiosa.

Cualquiera podría preguntarse: ‹‹¿cómo podía tomarse como normal la esclavitud?››, con lo cual debo decir, que esto no era lo peor, sino el hecho de que quienes así pensaban, no sólo eran los amos, sino gran parte de los propios esclavos.

Ellos aceptaban la esclavitud, no sólo forzados por la violencia, sino porque encontraban un aspecto positivo, y era que al esclavo se le des- cargaba de la preocupación de buscarse el pan cotidiano, ya que correspondía al amo atender, subsidiar, sus necesidades elementales.

Así como los ciudadanos claudican desde la tiranía de las mayorías, algo de su libertad a cambio de un Estado protector, muchos esclavos aceptaban su destino, un pan ‹‹seguro›› a costa de libertad, seguridad a costa de eliminar los riesgos de la iniciativa individual. Para estos esclavos ser libre era ‹‹demasiada›› responsabilidad.

Los promotores de la esclavitud argumentaban las mismas cosas que los estatistas modernos pregonan a grito herido, para justificar su papel. Decían que los esclavos no estaban preparados para valerse por sí mismos y sentían la libertad como un peso insoportable; que aún no estaban maduros para la libertad, y que no sabían qué hacer con ella; que la pérdida de protección de sus amos les perjudicaría, que no estaban en condiciones de administrar su propia vida, alimentación y que de pronto caerían en la miseria. Que más valía estar bajo la sombra de un amo conocido, que en manos huérfanas de una libertad, cuyo cambio, no tenían claro. Estaban paralizados ante lo nuevo. Aferrados al lodo solo porque no sabían cuán limpios los haría el agua.

Estas eran las ideas de los intelectuales de la época frente a los liberales que predicaban la abolición de la esclavitud. Una muestra de cómo los demagogos, a todo lo largo de la historia, se han puesto al servicio de las peores causas.

Aquella lluvia confusa, trajo estos lodos, sobre el papel del Estado. En la Venezuela de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y de Pérez Jiménez (1952-1958), los Vallenilla Lanz, padre e hijo, pusieron al servicio de los militares dictadores su tesis El gendarme necesario, el hombre fuerte para poner orden, el eterno tutor del destino de la gente. Otro intelectual santificado como uno de los grandes del siglo XX, Arturo Uslar Pietri, se hizo un furibundo enemigo de los partidos a los que endosaba el haber derrocado el gobierno de Medina Angarita en 1945, a través de un golpe porque se había negado a dar el paso para el sufragio universal del cargo de presidente. Uslar acusó a los alzados de codiciosos, coludidos contra el orden, para poner en manos del pueblo ‹‹una libertad para la cual no estaban preparados››.

Uslar servía en el gobierno entonces.

Marcos Pérez Jiménez, un tipo rechoncho, que participó en 1945 en el golpe contra Medina Angarita y después en 1948 contra Rómulo Gallegos –más un novelista que llegó a presidente-, con el camino libre en el año 1952, después de que a su compañero en la aventura militar, Delgado Chalbaud, una bala lo sacó del poder, llegó a decir a la revista TIME en febrero de 1955: ‹‹La gente puede llamar a esto un régimen dictatorial, pero mi patria no está preparada para la clase de gobierno que trae abusos de libertad››.

No estoy inventando nada, sólo expongo la historia.

Los promotores de la abolición de la esclavitud se encontraron con un problema adicional: el estado de confort de la servidumbre, una idea que, con la muerte de La Boétie, víctima de la peste, el 18 de agosto de 1563, su amigo Michael de Montaigne, se dedica a advertir: ‹‹Sólo en libertad el ser humano puede desarrollar sus potencialidades, progresar y ser feliz. Ni siquiera en los casos en que el gobernante es “bueno” y “virtuoso”, es conveniente entregarse a sus designios››.

Los opositores a la esclavitud, evangelistas de la libertad, decidieron recurrir a la exageración de algunos casos crueles de los esclavos y de los siervos de la gleba, que en realidad no eran más que fenómenos excepcionales. Los excesos no eran la regla, lo normal era un tratamiento humano, benévolo y protector de los siervos por parte de los amos.

Así que, como se desprende, el argumento frente a la esclavitud no siempre debe ser un motivo, generalmente compasivo con los esclavos ni premisas, humanitarios o sentimentales, pues, no pocas veces, ellos mismos defienden el sistema que los esclaviza. Los negros defendían a sus amos y una cada vez más creciente masa de ciudadanos, defiende al Estado.

Solo existe un argumento que refuta la defensa de la esclavitud: el trabajo libre es incomparablemente más productivo que el trabajo efectuado por el que no es libre. Que la riqueza mundial, la prosperidad económica, abundante, como la conocemos a partir del siglo XVIII, solo puede ser creada por hombres libres. Jamás por esclavos.

La libertad es prosperidad. Habrá por supuesto alguna clase de gente tentada a decir – producto de otro de los males modernos (el altruismo)- este Leocenis se chifló, ¿cómo puede reducir la libertad al bienestar económico? A esos predicadores de que el dinero no lo es todo, que es una maldición, los invito a abandonar el libro ahora mismo y en la próxima quincena gritar frente a sus empleados: «Soy libre, ustedes son libres, son felices» y acto seguido, en vez de los 3.500 dólares de sueldo, pónganles 3.500 corazones y un mensaje sobre lo mucho que los ama. Será su prueba de fuego para saber con qué cosas relaciona la gente la libertad.

Claro, si logran salir con vida del experimento.

Existen dos sistemas hoy, para el hombre ante el dilema de la esclavitud y la libertad; uno, el colectivismo que intentan eliminar las diferencias  entre los hombres designando al amo, al gobierno como árbitro, ecuánime de la propiedad de los esclavos. Así nada les pertenece sino a la comuna. Este es, a mi manera de ver, no solo el mayor proyecto económico-político jamás urdido, sino al mismo tiempo la más enorme estafa que se ha pretendido vender a la humanidad. Un peligro para la misma existencia del hombre y la vulneración de las libertades civiles en nombre del ‹‹pueblo››. Y como Nietzsche advierte en su Así hablaba Zaratustra, el peor engaño del Estado es afirmar que él es el pueblo.

El otro, es un sistema basado en la libertad, el respeto a la iniciativa, la propiedad. Ha tenido el magnífico desarrollo que ha permitido Internet, Skype, Youtube, Google, Instagram, ferrocarriles, aviones, automóviles, las incandescentes luces de colores que nos divierten en las discotecas, la televisión, el iPad, la Mac, y ese sistema basado en un mercado libre, sin la intervención del yugo del amo, se llama capitalismo.

Esos valores son tangibles. La alternativa ante el gobierno pandillero. Son estas las ideas que explican los impasses con el poder en mi país y mi oposición al colectivismo. La verdadera medida de valor de una persona no es aquello en que dice que cree, sino lo que hace para defender esas creencias. Si no actúas conforme a tus creencias, seguramente no son reales.

Durante el régimen de Hugo Chávez, la administración de Caracas despojó en 2004 de sus tierras al productor agropecuario Franklin Brito. Entonces él recurrió a la huelga de hambre como protesta al robo que en nombre del Estado se le hacía. No conforme con esto, el Departamento de Justicia de mi país se las arregló para conseguir una orden judicial y enviarlo a un hospital público, amarrado y vigilado por el servicio secreto. Intentaron alimentarlo violentamente.

La noche en que Franklin Brito falleció, el establishment no entendió su mensaje. Lo tomaron como un loco. En cambio, yo tenía claro que Brito había dejado una gran lección: defender su iniciativa individual y su derecho a la propiedad, con su vida, esos valores eran suyos, eran su vida como capitalista. Una parte de la vida de Brito la habían asesinado el día que una turba a nombre del Estado expropió su finca. Otra parte murió ese día en esa habitación del Hospital Carlos Arvelo.

Brito era un héroe capitalista, un mártir de los hombres libres. El gobierno había procurado por este medio demostrarle al mundo un poder no condicionado por la ley, la ética, ni la Constitución de la República, sino por la fuerza.

Quien está a favor de una sociedad libre y en contra de la esclavitud, ha de encontrarse inevitablemente con el capitalismo, en consecuencia, ha de comprender su fundamento indispensable, el principio de los derechos del individuo.

Quien está a favor de los derechos del individuo comprende –no hay otro camino- que el capitalismo es el único sistema que lo protege. Y digo más, quien decida medir la relación entre libertad y democracia tendrá que observar hasta qué punto los derechos del hombre son violados.

Se trata pues, del hombre destinado a ser libre y el sistema que calza con ese fin. Esta es la base fundamental que nuestra generación debe tener clara, sobre todo los jóvenes, para que no sean arrastrados por los vendedores de humo de nuestros tiempos.

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