Días pasados me di de bruces con un texto de Daniel Innerarity. Revivía la vieja y confusa idea de progreso. Vieja en el desvelo de ilustrados y positivistas; confusa por su errática percepción moral y lineal. Diatriba acaso nunca muerta. Pienso en los positivistas que lo definían como fundamento civilizatorio: educación, industria y modernización; pero la creencia de avanzar en una recta que conduce a un “estadio superior” hace comprensible la dificultad de evadirse del matiz moral. El propio Innerarity, que sabe de qué habla, afirma que el progreso es la “apertura hacia algo mejor”, centrado en aprendizaje e inclusión: “todo progreso implica ensanchar el nosotros” (extranjeros, mujeres, minorías, etcétera), es decir, lo opuesto a la discriminación. Esta postura moral la neutraliza citando a Theodor Adorno, dejando en claro que el avance del espíritu humano que llamamos progreso es, a la vez, la contradicción de ese mismo movimiento.
Para no ir lejos, la genial película de María Alché y Benjamín Naishtat, Puan (2023), comienza cuando el profesor Marcelo Pena explica a sus alumnos que Rousseau, que contrariaba la idea de progreso de los ilustrados, en su ensayo para la Academia de Dijon, Discours sur les sciences et les arts, proclamó la corrupción de la naturaleza humana: “las letras y las artes, menos déspotas y quizá más poderosas… ahogan en [los hombres] el sentimiento de la libertad original para la cual parecían haber nacido, los hacen amar su esclavitud y los transforman en lo que se ha dado en llamar pueblos civilizados”. A grosso modo, Marcelo Pena dijo a su clase que la desigualdad genera miseria, pero también acumulación de riqueza, y que esta es la condición sine qua non del ocio, y este último condiciona la posibilidad del progreso de las ciencias y las artes. Y que esto es una gran paradoja porque supone que el progreso se construye sobre la miseria de las mayorías. Entonces un chico pregunta si Rousseau propone que no haya progreso. Marcelo Pena dice: No, pero nos advierte de “no comernos el verso del progreso”. En eso, una dirigente estudiantil irrumpe en el aula para arengar a sus compañeros y los saluda en jerga progresista: “¡Compañeres! Vivimos horas decisivas… este gobierno es una estafa. No solo a la sociedad sino, en particular, al pueblo trabajador, nos vendieron espejos de colores y una vez más el país queda en manos de la banca usurera y del capital internacional”.
¿Me pregunto si la progresista exigencia de inclusión, reiterada por Innerarity, no podría ofrecer, al final, un importante contingente de mano de obra barata? La recepción de una cierta migración calificada, por ejemplo, engrosaría ipso facto las filas del trabajo remoto, sima de los derechos laborales bajo la ilusión de libertad y autodeterminación. Hoy el progreso, dicho por el propio Innerarity, parece una forma de retroceso, o reacción, al plantearse la necesidad de recuperar modos antiguos de convivencia. Revolución en clave restauradora, diría Bosoer; pero además de ciertas conquistas, o reconquistas, añadiría yo: ¿quién pensó que la penosa y larga lucha para lograr el “8-8-8 de Robert Owen” (8 horas para trabajar, 8 horas de recreo, 8 horas para dormir), alcanzado entre los siglos XIX y XX, sería rebasado por la autoexplotación del siglo XXI?
Pregunta final: ¿No será que el progreso es un garrote que primero fue envuelto en terciopelo, después en gomaespuma y que ahora, sin recubierta, se hizo invisible?
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