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600 libros. Correspondencia Strachey-Woolf

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Por NELSON RIVERA

600 libros desde que te conocí reúne la correspondencia entre Virginia Woolf y Lytton Strachey (1880-1931), escritor inglés que en su corta vida alcanzó a reinventar el género biográfico. Queen Victoria (1921) se estableció como un paradigma, no solo para los escritores que abordaron el género, también para los historiadores. Roger Fry, la biografía que Woolf escribió sobre su amigo Fry, crítico de arte y pintor, está bajo la hipnótica irradiación de Strachey.

Woolf toma la iniciativa en noviembre de 1906: le envía una breve misiva en la que le invita a conversar, junto a su hermana Vanessa (tres años mayor que Virginia), la tarde del siguiente domingo. Entonces comenzó una intensa complicidad entre ambos, que se prolongaría a lo largo de los siguientes 25 años, hasta la temprana muerte de Strachey en enero de 1931.

Aunque el carteo no se mantuvo siempre regular, hay un magnetismo intelectual entre ambos, que permaneció inalterado: uno y otro rendían culto a la inteligencia. Se admiraban por sus brillos y provocaciones, por sus juegos verbales y cierto desdén hacia lo corriente —la gente corriente, el pensamiento corriente, el gusto corriente—, por la erudición sin trompetas, que ambos exhibían. Strachey le pregunta a Woolf: “¿Tú crees que sea necesario ser sumamente desagradable para estar en la primera división?”.

Son todavía jóvenes y no ocultan sus raptos de nostalgia (Strachey: “Ahh, las aventuras. ¿Todavía se tienen en estos tiempos?”). Elogian autores, debaten sus procedimientos narrativos, se burlan de sí mismos, hablan de sus manías (Woolf: “Los huecos entre los libros son horribles”). Se cuentan los viajes, las dificultades domésticas, las idas al teatro o a la ópera. Strachey sufre del mismo déficit que Woolf: “Estoy dispuesto a vender mi alma por un poco de conversación”. Uno y otro quieren recibir cartas más frecuentes y extensas. Escribe Strachey: “Escríbeme, si puedes, una carta larguísima, llena de relatos emocionantes y de profundas reflexiones de la vida humana. Está claro que podrías hacerlo, pero ¿lo harás? Incluso un cuarto de página sería un oasis en medio de mi desolación”.

Lo que está en el trasfondo de esta amistad, y que adquiere las más diversas formas —celebración, rechazo, aceptación, disfrute— es la gratificación de la vida intelectual. Escribe Woolf en enero de 1909: “Estoy sentada junto al fuego, es cerca de medianoche, ya he acostado al perro y acabo de terminar el Ayax. Los antiguos me dejan perpleja: son, o bien muy profundos, o bien elementales, y cuando hay que descifrar cada palabra es imposible decidirse”. A continuación le cuenta sus encuentros (“Ayer vi a Henry Lamb, con sus malignos ojos de cabra”), las visitas, noticias de las vidas de amigos y conocidos.

No faltan aquí el cotilleo, los rumores, las anécdotas reproducidas —o distorsionadas— bajo el aliento de la exageración, el anhelo de que aparezcan “nuevas criaturas”. Van y vienen los libros prestados, las recomendaciones. Virginia elogia su trabajo como escritor.

En febrero de 1909, ocurrió un episodio que no alteró el sofisticado vínculo que los unía: Strachey, que era homosexual, le propuso matrimonio a Virginia, quien, a su vez, aunque no estaba enamorada, aceptó. No tardaron —aunque en este epistolario no se aclara cómo— en deshacer el entuerto y continuar, especialmente Woolf, ejercitando sus látigos verbales: “La pobre languidecerá como un lagarto enfermo y amarillo”; “Parece que le hicieron radiografías de todos los órganos solo para comprobar que está llena de leche agria”.

Cuando llega 1912, a las pocas semanas de haber estado interna en una casa de reposo —febrero—, tras casarse con Leonard Woolf, Virginia le escribe una carta desde Tarragona —uno de los capítulos de su luna de miel—, donde habla de Dostoievski como el “mayor escritor que haya existido jamás”. En una carta de ese mismo año, noviembre, escribe una frase en la que elogia a su padre: al hombre y a sus libros.

En el conjunto de los intercambios, en la prosa de ambos, son recurrentes el intercambio de tres fuerzas. Una, de orden estético, de amor por la belleza, la elegancia, el buen gusto, en oposición a lo vulgar, lo mediocre, lo obvio. Otra, que es un sello reconocible de la correspondencia que conozco de Woolf, que es la sorprendente agilidad estilística, la práctica saltamontes que le permite saltar y girar de un tema a otro, de las nimias demandas de la cotidianidad, a las reflexiones más sesudas sobre el quehacer literario.

La tercera fuerza es la de la franqueza, tamizada por el filtro del humor. Le escribe ella a él: “Además, para ser sincera, los rumores de tu éxito han envenenado mi paz incluso aquí. Escríbeme, y cuéntame cuán resonante ha resultado, cuántos ejemplares has vendido, cuántas guineas, cuántas condesas, cuántos elogios, y si, en el fondo, sigues siendo el mismo”.


*600 libros desde que te conocí. Correspondencia. Virginia Woolf, Lytton Strachey. Traducción: Socorro Giménez. Jus editores, Malpaso Holdings. España, 2023.

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