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Virginia Woolf: “¿Es realmente cierto que piensas que tengo mal carácter?”

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Por N.R.

Buena parte de las que Nora Catelli seleccionó para esta antología, son cartas de mediana o larga extensión. Piezas de prosa en la que Woolf despliega su plástico instrumental de escritora: comienzos sorpresivos y ágiles (“La modestia me exige declarar que debes estar harta de mi letra” o “Sí, como dices, resulta extraño como a la poblada noche sigue el día vacío”); párrafos  de exquisita elocuencia (“No voy a hacer nada, salvo sentarme al sol, comer enormemente y mirar paisajes. Así viajo yo. Mirando, mirando, mirando y buscando frases que puedan competir con las nubes. Es la pasión de mi vida. No sabes lo loca y crepitante que se pone mi cabeza cuando no la llevo al Sur, donde las cosas tienen un toque de rojo y azul y no naufragan en una grasa pálida, como aquí”); raptos sobre la propia vida (“¡Pero piensa cómo fui educada! Sin escuela, ramoneando melancólicamente entre los libros de mi padre, sin tener nunca la oportunidad de experimentar las cosas que pasan en las escuelas: arrojar una pelota, dar tirones, hablar en jerga, la vulgaridad, las escenas, los celos…”); frases en las que ejerce uno de talentos indiscutibles, el del latigazo maledicente (“Me producen la impresión de rosados paños de cocina que han estado colgados toda la noche bajo la lluvia”).

En estas cartas —119 del total de 3.800 que tienen los seis volúmenes de su correspondencia completa editada en inglés—, el espacio mental predominante es el doméstico: los asuntos del hogar, el trabajo de Hogarth Press —la editorial que tenía con su esposo Leonard Woolf—, episodios sobre las sirvientas, los visitantes, los invitados, los paseos fuera de casa, las tensiones o carestías generadas por la guerra; el ámbito de las relaciones familiares, amorosas o amistosas, fundamental en la armazón psíquica de Virginia Woolf (“Si me quitan mi amor por mis amigos y mi ardiente y urgente sentimiento de la importancia y amabilidad y curiosidad de la vida humana no sería más que una membrana, una fibra descolorida, inerte, para ser apartada como cualquier desecho”); y, un carácter esencial: las cartas son uno de los métodos de Woolf dispuesto para pensarse, explicarse, definirse (“creo que subestimas groseramente la intensidad de mis sentimientos. Son tan fuertes, hay tales cavernas de horror y melancolía que se abren en torno a mí, que no me atrevo a mirar”).

“Todos hacemos lo mismo”

Si se clasifican por su destinatario, un primer lote está constituido por las 35 dirigidas a Vanessa Bell, su hermana: cartas llenas de complicidad y chismorreos, de reclamos y celebración, escenas de la cotidianidad, recapitulación de los encuentros sociales y de la marcha de los asuntos de casa. Muchas se presentan como un reporte de chismes. Incluso, en algunas oportunidades, Woolf se excusa por no ofrecer la cantidad y la calidad de chismografía que se espera de ella.

Pero no es todo: se habla de viajes, mudanzas, planes para encontrarse, de la salud de los amigos, de lo que otros opinan del trabajo de Vanessa como pintora, también de las fluctuaciones del ánimo, de los dimes y diretes entre los miembros de Bloomsbury que, además de una rica fuente de conversación cultural, era en no poca medida, un nido de serpientes, círculo donde los secretos dejaban de serlo al instante, donde los malentendidos prosperaron, pero también donde no faltaba el coraje para los careos: “¿Es realmente cierto que piensas que tengo mal carácter? Así lo admiten algunos de los cuervos de Bloomsbury, aves de la oscuridad. A lo cual yo contesto, vanidosa, megalómana y egoísta, que puede ser… pero que mi carácter (como ratificará mi esposo) es angelical”.

En otra carta —también dirigida a Vanessa—, cuando le habla de la correspondencia de Lytton Strachey —había fallecido tres meses antes—, que estaban en poder de su hermano James Strachey, le comenta: “James es albacea de Lytton, y ha encontrado un montón de poemas y obras teatrales, la mayoría inconclusos, además de cajas y cajas de cartas. Le aconsejamos que mandara mecanografiar las cartas y las hiciera circular entre nosotros. Afirma que Lytton decía cosas muy desagradables de todos nosotros. Pero como todos hacemos lo mismo, no veo que tenga importancia”.

Preámbulo de la guerra

En dos cartas a Vanessa Bell —1 de octubre y 3 de octubre de 1938— Virginia Woolf habla de la alta tensión previa, cuando no se sabía si Inglaterra entraría en guerra con Alemania. Ambas son documentos de antología, por lo que revelan la atmósfera anímica que se sentía en la ciudad: “Nunca hemos pasado tiempos como éste. El fin de semana pasado estábamos en Charleston, muy melancólicos. El lunes la melancolía aumentó. Llovía a cántaros. Por la mañana llamó a Kingsley Martin para insistir en que L. debía ir a Londres de inmediato y hacer un intento desesperado por unir a laboristas y liberales, no se sabía muy bien para qué. Pero parecía muy angustiado, así que metimos ropa de noche en una bolsa y partimos. Londres estaba febril y sombrío y al mismo tiempo desesperado no obstante cínico y calmo. Las calles estaban atestadas. Por todas partes había gente hablando en voz alta de la guerra. Por las calles había montones de bolsas de arena, además de hombres cavando trincheras, camiones transportando tablones, coches con altavoces que pasaban despacio y exhortaban solemnemente a los ciudadanos de Westminster a ir y probarse las máscaras de gas”.

Palabras para seducir

Un segundo lote de 33 cartas, versátil y ansioso, es el dirigido a Vita Sackville-West, novelista y poeta. Aunque la supuesta atracción entre ambas se había disuelto en 1921, Woolf siguió enviando —y recibiendo, suponemos— cartas de vuelo seductor, de juegos de lo que fue y de lo que podría ser, tensadas entre el humor y los reclamos, y en las que, a veces, afloran los celos: “Sí, realmente quiero escribirte porque quiero saber qué pasa. Pero dicho eso ya no tengo nada que decir. ¡Eso es porque estás enamorada de otra, maldita seas! Y sin embargo, ¿no soy una naturaleza agradable como una bandada de pájaros que se posan de vez en cuando? Dios sabe que tenía intención de disculparme por ser tan estúpidamente aburrida, obtusa, soñolienta y fatigosa aquella noche en Kings Beach. Me dije: no es sorprendente que Vita ya no te ame porque la aburres y si hay algo que el amor no puede soportar es el aburrimiento”.

Debate con Ethel Smyth

En 1929 Virginia Woolf conoció a Ethel Smith: famosa compositora, autora de óperas (fue la primera mujer cuya obra se escenificó en el Metropolitan Opera House de New York), sufragista, miembro de la Unión Política y Social de las Mujeres, autora de la música del himno del movimiento sufragista y mujer de acción, siempre lista para las controversias (una vez estuvo siete semanas detenida por participar en una protesta que consistía en romper los vidrios de las oficinas de los políticos que se oponían al sufragismo).

Tenía 71 años cuando conoció a Virginia Woolf, entonces de 47. Se enamoró intensamente. Las cartas a Smyth incluidas en esta antología, producen la sensación de que Woolf sentía curiosidad por la “dominante y soberbia” personalidad de Smyth —tan distinta a la sofisticación suya—, gratificaba a su vanidad el interés erótico-pasional que aquella poderosa mujer sentía por ella, disfrutaba del intercambio intelectual que iba y venía sobre sus respectivas actividades, pero no estaba enamorada, en los términos que Smyth deseaba. Sin embargo, la amistad y el carteo entre ambas continuaba.

Por sí mismas, las 60 cartas que se reproducen en esta antología, comprendidas entre el 27 de febrero de 1930 y el 1 de febrero de 1941, no solo documentan el sobrecargado intercambio de elogios que las dos se hacían, sino que muestran —a pesar de que no contamos con las cartas de Ethel Smyth, que era, sin duda, quien llevaba el timón de la amistad—, las diferencias —me parece que eran diferencias tectónicas— que permanecían no muy lejos de la superficie, y que en algún momento produjeron un inusual giro en las cartas de Woolf: la aparición de un tono afirmativo, de toma de posiciones, como de reivindicación de la personalidad, ante el interrogatorio y los cuestionamientos que Smyth.

Woolf desde su trinchera

En varias de las cartas de 1930, Woolf envuelve a Smyth de alabanzas. Insiste en que quiere verla, conversar largamente, tomar té juntas (“Quiero hablar, hablar y hablar” le dice en una carta del 27 de febrero de 1930). Elogia su cordura. Como si le dijera: tú eres lo que yo no soy, tú eres lo que me hace falta.

Woolf le habla de lo que le atrae de ella, pero establece algunos límites: se refiere a Leonard a menudo (“el angelical Leonard”), lo cita (“Leonard dice”), rechaza las sugerencias de Ethel (“no acusaré a Leonard de castrar mis alegrías”), le reitera que son felices (“Sí, hasta el pobre Leonard, cuyo corazón atravieso diariamente con acero al rojo, es divinamente feliz aquí”), al tiempo que le pide que le escriba con la mayor frecuencia que se posible. En varias de las cartas, además, Woolf le informa de las dificultades que tiene para encontrarse con ella: está enferma, tiene visitantes, el clima puede afectar la salud de Smyth. Y así.

A partir de abril de 1930 aparece una corriente que gana espacio creciente en las respuestas de Woolf a Smyth: se explica a sí misma, reconoce debilidades, se autodefine, como si su interlocutora, en medida creciente, la interrogara, la cuestionara. Es posible que Smyth escribiera en tono inquisitivo —agresivo, cabe decir—, en la medida en que entendió que su enamoramiento no era ni sería correspondido.

El 6 de abril de 1930, Woolf responde: “Ethel, creo que tienes toda la razón. Supongo que soy una maldita intelectual. No sé nada de mí misma”. El 22 de junio: “Siempre fui sexualmente cobarde (…) Mi terror a la vida siempre me ha mantenido en un convento”. El 16 de julio: “Con cada año que pasa estoy inmersa en mis propios jugos y no puedo evitarlo”. El 15 de agosto, dos frases importantes: una: “Pensar que lo único que quiero es el edredón no es un diagnóstico exacto de mi pensamiento”. Dos: “Donde la gente se equivoca es en estrechar y clasificar perpetuamente estas pasiones increíblemente complejas y abarcadoras, atravesándolas con palos, haciéndolas pasar entre biombos. ¿Pero cómo defines Perversidad? ¿Cuál es la línea divisoria entre amistad y perversión?”. El 28 de agosto: “Soy vanidosa por naturaleza, pero también quisquillosa en la misma proporción. Quiero decir que adoro gustar, pero cuando veo lo generosa, libre y orgullosa que eres siento (creo que es verdad) que no soy digna de ello”.

Woolf a la ofensiva

La del 11 de marzo de 1931 es una carta aclaratoria (y como toda carta aclaratoria está agobiada de pesar). Tres semanas atrás (24 de febrero) se había realizado una fiesta en honor a Ethel Smyth, a la que  Woolf asistió “arrastrada”. La carta es una revulsión, un estomacal rechazo a la impostura del homenaje, pero sobre todo, es la reacción perpleja de la escritora al constatar que Smyth disfrutaba de aquella parafernalia: “Que haya gustado la fiesta, a ti, que eres incorruptible, sincera, vehemente. A Ethel le gusta esta clase de cosas, dije, y me sentí llena de desilusión y me abandonó toda fe. Y ha planeado esto y, lo que es peor, me ha sometido a ello. Nos separan abismos. Y me sentí traicionada —yo, que te hablo tan libremente de mis debilidades—, yo, para quien esta charla y ruido sobre cualquier arte, música, pinturas, que no comprendo… es una abominación. ¡Y todos esos ancianos mayordomos, pares, champán y pastas azucaradas! Me parecía que por pura extravagancia me infligías esta indignidad sin razón alguna, y yo estaba atrapada allí y traicionada y obligada a sonreír ante nuestra condena (…) Por lo tanto, me fui a casa más sacudida y mareada y fuera de contacto con la realidad de lo que he estado en años”.

Días después, el 7 de abril: “Ethel, ¿creíste que era tan ciega como para decir que tú, entre todos, habías vencido el egotismo? Es solo que lo cabalgas con tanta magnificencia que a una no le importa si es egotismo o altruismo… lo que envidio es tu falta de prevención, no tu generosidad”. Más adelante, en la misma extensa carta, añade, como respuesta al reclamo de Smyth, de su falta de compromiso con las mujeres músicos: “Ensancharé mi mente y veré si puedo abrazar la urgente causa de la necesidad y justicia de tus procedimientos relacionados con orquestas femeninas. Jamás dije que estuvieras obsesionada; lo único que dije fue que odio todos los apriorismos. ¿Qué sentido tiene decir: esto es verdad, si nada es verdad, salvo que algunos sonidos y formas son más agradables que otros? No hay opiniones verdaderas,

*La Sociedad Virginia Woolf ha cuantificado más de 8.000 cartas de la escritora, dirigidas a unas 2.000 personas, aproximadamente.

**Cartas a mujeres. Virginia Woolf. Selección y prólogo: Nora Catelli. Traducción: Susana Constante. Editorial Lumen, España, 1991.

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