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Verónica es la nueva Exorcista para los fanáticos de Stranger Things, quienes la descubrieron tarde y por efecto de su salida en Netflix, durante el mes de febrero.

El experimento le rinde réditos a la página de streaming, generando la posibilidad de abrir su compás de contenidos, bastante ceñidos a la oferta de consumo de enlatados anglosajones. Por tanto, la cinta sirve para conquistar nuevos mercados.

Ya veremos si favorece el desarrollo del género en España, donde atraviesa por una crisis endémica. Verónica es reflejo de ello: un retroceso estético y conceptual en la obra del valenciano Paco Plaza, un cineasta que le aportó sangre fresca al filón de los zombies, gracias a una aceitada mecánica de suspenso, costumbrismo, mala leche y métodos de creación guerrilla.

Su franquicia REC fue una de las cimas del agotado espectro del falso documental, inspirado en las técnicas del videojuego en primera persona.

A su lado, Verónica confirma el período de rearme moralista del cine de posesiones infernales, apartándose de las venas iconoclastas de la independencia y las arterias disruptivas del extreme francés, para retomar un populismo de baja definición argumental y formal. 

De modo que es una película reaccionaria en toda regla, más allá de trampearle al personal joven con la idea de descubrir material inédito.

Por eso, Verónica se palpa como otro clon de la vertiente nostálgica explotada por el clan de James Wan en los expedientes Warren. 

De una evidente resolución telefímilca, los verdaderos aciertos de Verónica radican en su casting de niños, encabezados por una protagonista convincente y sugestiva en el papel de una adolescente atormentada por la pérdida del padre.

Ella juega a la Ouija con las amigas y desde entonces despierta las mismas reacciones familiares de cualquier cantidad de trabajos precedentes, incluyendo la muy superior adaptación de la tabla fantasmal de la compañía Hasbro.

El único rol desaprovechado es el de la madre interpretada por Ana Torrent, quizás porque se trata de una fábula de crecimiento infantil y adolescente, contada desde el punto de vista de los chicos.

Viene entonces el ángulo realmente interesante del entramado audiovisual. Paco Plaza filma la tragedia de Verónica en función de su campo subjetivo, apenas compartido por el enfoque de los secundarios. 

Al demonio solo lo perciben los ojos de la fanática de Los héroes del silencio.

La cámara quiere ser vehículo de metáforas y alegorías, recordando las transgresiones sexuales de La semilla del diablo. La represión conduce a la catarsis final de la violación de la virgen. Es claro el paralelismo con la Linda Blair del primer Exorcista.

Ambas piezas exponen, con tremendismo, una visión aterradora de la ausencia del padre en la morada, explicando así parte de los trastornos que sufren sus doncellas penetradas por las garras de Belcebú. Una concesión con las prédicas de los defensores de la unidad familiar.

Sin embargo, en la película de Paco Plaza no asistimos al clásico ritual de exorcismo. La chica agoniza ante un sistema completamente inoperante e ineficiente para tratar el desgarro de una quinceañera con frenillos.

Verónica concluye con un dejo de pesimismo y nihilismo. Inquietan las imágenes sensacionalistas de su epílogo.

Los críticos celebran el revival del cine fantástico de Narciso Ibáñez Serrador, Mario Bava, Dario Argento y Brian De Palma. El manierismo posmo revela un estancamiento temático proyectado en la ejecución plana.

Le reconozco al autor el poder para hablar de los miedos de su país a través de un filme expresionista, pero de tono académico. 

Pero la auténtica subversión reside en los predios de la periferia.

Este ocultismo de costumbres, que articula con Verónica, peca de explotador de pensamientos conformistas.

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