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Reminiscencias de Alfonso “Chico” Carrasquel

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Por ALFONSO L. TUSA C.

Sabías que Carrasquelito sufría una diabetes implacable y como era ese asunto de las proximidades del fin de la existencia, por eso aquella mañana de finales de mayo, olvidaste las diligencias que realizabas en Las Acacias y empezaste a alargar tus zancadas tras el avance de una carroza fúnebre que empezaba a subir el  puente.  Los puñados de personas que se agregaban al vehículo incrementaban hasta que al llegar al portón del estadio de la UCV aquello parecía el tumulto de la taquilla antes de un Caracas-Magallanes. Los escalofríos erizan la piel de tus antebrazos cuando confirmas la noticia del deceso del Chico. En fracciones de segundos viajas al Estadio San Agustín y a Comiskey Park sin haber estado nunca en esos lugares. La entrada por la puerta de la tribuna central es escalofriante, sin saber como regresas y bajas por las escaleras al dugout de tercera base y los miles de aficionados que refulgen en la tribuna se mezclan con incontables juegos, infinitos lances del Chico de Sarría en las paradas cortas.

“Vamos a jugar un Carrasquelito”. Siempre que te reunías en la casa de cualquiera de los amigos, y hasta en la calle, alguien sacaba una pelota de goma y la empezaba a rebotar de la pared de enfrente o del patio de la casa. Aquella primera referencia infantil te llevó a preguntar por el apellido. “¡Carrasquelito! Ese es el ídolo nacional que mantuvo viva la llama de los campeones de 1941 e inició la seguidilla de maravillas venezolanas entre los torpederos de las Grandes Ligas”.  Cada pelota disparada desde la pared reflejaba imágenes del Chico estirándose detrás de tercera base para alcanzar lo que muchos cantaban imparable, a veces los impulsos por plasmar aquellas jugadas portentosas terminaba con revolcones sobre el pavimento o las camisas recubiertas de tierra. Subir las escaleras del dugout y observar varios toldos levantados en el borde del abanico entre la arcilla y la grama del jardín izquierdo corto, congela la respiración, es una especie de cierre del noveno inning y sale un roletazo invisible al fondo del cuadro.

La lectura de libros, revistas y periódicos te iba revelando la estatura beisbolística de aquel nombre que gritabas con tanto entusiasmo cuando salías al recreo escolar o en los ratos libres en la calle.  Sus hazañas en los campos de las mayores al lado de luminarias como Nellie Fox, Billy Pierce, Bob Feller, Rocky Colavito,  Larry Doby, Beto Ávila, Bob Lemon, Sherm Lollar, Sal Maglie, Roger Maris, Orestes Miñoso, Brooks Robinson, Vic Power, Jim Rivera, Virgil Trucks, Early Wynn, Al Rosen, Herb Score revivieron sobre el papel con cada lectura de la reseña de los juegos de los Medias Blancas de Chicago, Indios de Cleveland, Atléticos de Kansas City y Orioles de Baltimore.

También sus logros en el beisbol profesional venezolano al defender los colores del Cervecería Caracas, Leones del Caracas, Pampero, Oriente, Orientales, Magallanes, Aragua.  Entonces te percataste de la razón por la cual tus amigos llamaban por el apellido del Chico al predilecto juego de los roletazos provenientes de pegar una pelota de goma contra una pared.  En 1951 estableció nueva marca para la Liga Americana con 297 lances sin cometer errores, la cual estableció en 53 juegos. Además en 1950 se mantuvo bateando imparables por 24 juegos lo cual lo mantiene en los primeros lugares entre los venezolanos sino es el líder.

El momento rezumaba nostalgia, asfixia y lamento por no haberle preguntado al Chico cuáles eran sus mejores recuerdos de sus actuaciones en el estadio de la UCV.  Meses antes había ido a visitarlo mediante los oficios de Daniel Gutiérrez a su hogar de Sarría. Salía de una incómoda sesión de diálisis, sin embargo la sonrisa burbujeaba en su rostro. El tema del beisbol embistió de inmediato. Le dijiste que estabas escribiendo un libro sobre Isaías Látigo Chávez. El Chico ajustó los botones de la chaqueta azul de los Leones del Caracas. “Me gusta mucho que escribas del Látigo. Él fue un gran pelotero e iba a dar más”. También contó como en las prácticas del equipo de Anzoátegui para un campeonato nacional AA vio a un jovencito destacar en la defensa del campocorto. El muchacho se movía con la naturalidad de un astronauta en el espacio, estiraba y soltaba el guante con el método más refinado de Van Gogh plasmando Los Girasoles o La Noche Estrellada.

La entrada en tumulto ordenado, muchas personas avanzando, caminando a un ritmo de marcha olímpica, flanqueaban el féretro como si persiguieran al Chico para levantarlo en hombros luego de uno de sus juegos fantasmales. Casi se turnaban bajo la caja de metal cada tres metros. Así llegaron a los soportes de aluminio ubicados no tan lejos de la tercera almohadilla, apenas a cinco pasos de la intermedia. El silencio envolvía la sinfonía de las cigarras, descorría el sonido de la madera sobre el cuero de caballo y un roletazo fluía incandescente hacia el fondo del abanico. Al fondo del abanico divisaste a Domingo, el hermano del Chico, caminaste con guijarros en los zapatos y le ofreciste un apretón de manos. Las miradas se perdían sobre la grama recortada, querías abundar en palabras de condolencias, todo lo que salían eran suspiros entrecortados, atravesados en la tráquea, obturados en el esófago, cincelados en los tobillo a punto de doblarse luego de la carrera en el puente de Las Acacias.

El Chico había planificado su alineación del equipo de Anzoátegui con aquel mozalbete, a todas luces juvenil, sin experiencia en los retos de la categoría AA, se ilusionaba con la inmensidad de las jugadas que sabía que ese muchacho era capaz de ejecutar. El muchacho sonreía cada vez que el Chico salía del dugout para indicarle que se moviera más hacia tercera base, que adelantara hasta casi pisar la grama interior, que tenía que saber marcar el ritmo de sus pasos al iniciar un movimiento para alcanzar un roletazo incandescente. “Esto es como llevar el ritmo de una guaracha, tienes que seguir la música sin dejar de ver la cara de la muchacha y sin pisarla”.  Luego volvía a preguntarle su nombre y el muchacho gritaba desde el hueco entre tercera  y segunda base: “Enzo Hernández”. El delegado se acercó para explicarle que no podía poner de campocorto titular a un muchachito juvenil. Carrasquelito sonrió y se recostó en la pared del dugout: “Si ese muchacho no es mi shortstop renuncio como manager”.

En la sala de la casa había varias cajas con restos de la mudanza desde Chicago, donde comentó por varios años los juegos en español de los Medias Blancas. “¿Por qué vivió todos esos años en Chicago?”. “Sencillamente porque allá me respetaban y me trataban bien. Aquí a veces se presentan incidentes como el de hace algunos días cuando me llamaron del canal 8 para que tomara un taxi y me fuera para Los Ruices porque me iban a entrevistar. Le dije que no podía, que estoy enfermo. Insistieron y me dijeron: “¿Cuánto le puede costar esa carrera, seis, siete dólares? Tuve que colgar el teléfono”. La mirada del Chico se mimetiza en los cuadros de reconocimiento y  trofeos de la pared de la sala y una mesita de rincón. “En Chicago cuando cualquier periodista quería entrevistarme me mandaban a buscar con una limusina, me trataban con respeto, estaban pendientes del mínimo detalle”. Un crujido de hojas trae cierto pasaje bíblico donde recrean aquella sentencia anestesiante: “Nadie es profeta en su tierra”.

De pronto, cuando más profundo es el mediodía una ovación atraviesa el estadio desde la más alejada silla de la derecha hasta la cerca que separa la tribuna central de tercera base de la preferencia del jardín izquierdo. Muchos fijan la visual en ese espacio justo detrás del féretro, donde Carrasquelito llegó muchas veces con el guante de revés y se levantó ingrávido para detonar un peñonazo en el mascotín de primera base.  Las manos enrojecen pero siguen ensordeciendo los aplausos con una sustancia viscosa que se suelta en las mejillas justo bajo los párpados. En el décimo segundo de la ovación cuando las palmas parecen a punto de desfallecer, nuevas arremetidas de percusiones resuenan en los pechos desbocados y el eco rebota en las vegetaciones más recónditas del Ávila para regresar a ese sentimiento, esa obstinación de quienes vieron jugar al Chico, por sostener ese momento en la eternidad, hasta que la imagen del pelotero burbujee en su camiseta del Cervecería, hierva en sus filigranas más extremas, despliegue la “V” inmensa en el pecho, hasta que se quedé plasmada indeleble sobre el lienzo de algún extrainning cargado de coraje, aterido, de pundonor, cuajado de entrega por el equipo.

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