La soledad, la amargura helada del corazón solitario y la isla desierta náufraga en el centro del alma quedaron expresadas en la carta que Van Gogh envió a Theo, su hermano. En ella, el pintor enajenado se dolía de la infelicidad de su desamparo: “Alguien tiene una gran hoguera en su alma y nadie viene nunca a calentarse en ella, y los transeúntes solo ven un poco de humo arriba, en la chimenea, y siguen su camino…”.
A su vez, Thomas Wolfe en Of the Time and the River, la prodigiosa leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud, se preguntaba arrastrado por la vehemencia que le hizo escribir millones de tumultuosas palabras: “¿No despertaremos algún día de este sueño de tiempo, de esta crónica de humo, de este milagro extraño y amargo de la vida en el cual somos figuras patéticas e ilusorias?”.
Son muchas la presencias del humo en la literatura; en Pessoa, por ejemplo: “Que el viento barra la idea que tenemos de que un humo perfuma de ocio los salones”, y recuerdo que Ángel Rosenblat en su libro Sentido mágico de la palabra le llama dios alado, soplo sonoro, aire herido, aire musical, “humo de la boca” que si bien se desvanece en el aire es capaz, sin embargo, de trasmitir odio y amor, deseo y voluntad, dolor y alegría y fijarse en papel, pergamino, mármol, celuloide, aparecer en las pantallas del ordenador y viajar por todas las lejanías y perpetuarse por los siglos de los siglos.
Es un olor a humo lo que despiden las axilas de Pilar Ternera, en Cien años de soledad e impregna con ese olor emanado a veces del sortilegio de las barajas buena parte del realismo mágico que da vida a la novela; y en el viejo oeste de las películas hechas en Hollywood, los indios acostumbran enviar mensajes de humo; pero a veces lo hacen mientras danzan, entonan alaridos de muerte y clavan una lanza en tierra con gesto agrio y ofuscado en clara disposición de estar preparados para una guerra que nosotros, los espectadores arrellanados en nuestras cómodas butacas y en la sala de cine más cercana a nuestras casas, sabemos de antemano que es una guerra que van a perder dejando la pradera sembrada de cadáveres de siuxs, comanches o pieles rojas en un aterrador proceso de exterminio glorificado por la historia colonial. Pero independientemente de cualquier asomo de belicosidad, cuando la columna se eleva lejos de las perniciosas intenciones de Hollywood, el humo de las hogueras establece el antiguo y siempre anhelado contacto entre la tierra y el cielo.
También los granjeros ven humo en la distancia y advierten que están ardiendo sus casas incendiadas por pistoleros contratados por el despótico ganadero Rufe Ryker y su siniestro hermano Morgan que ambicionan hacerse con todo un fértil valle de Wyoming sin saber que en 1953 Alan Ladd, el hombre de los valles perdidos, el justiciero errante y solitario, enfrentará a balazos a los Ryker, pero también a Jack Wilson (Jack Palance) el pistolero más tenebroso del cine en Shane, el célebre western de George Stevens.
Pero cada vez que nosotros enviamos mensajes a los organismos internacionales para que nos miren y constaten la tragedia humana que sufrimos, calibren el espanto del hambre y testimonien la ferocidad genocida del régimen militar, estamos mandando, en cierto modo, desesperadas señales de humo convertidas en declaraciones, cartas y manifiestos, y sentimos con dolor y angustia que lo que hasta entonces habíamos construido: un país, una geografía humana, ciudades, el caudal de una cultura y la presencia activa de la mujer, se están disolviendo ante la mediocridad y la desconsideración de un autoritarismo perverso; se están haciendo humo, como si todo ardiera y se estuviesen cubriendo de cenizas las calles mal alumbradas, las plazas desiertas y la antigua alegría de vivir.
En la Edad Media el buen olor del incienso al arder y convertirse en humo servía para enfrentar la pestilencia de los penitentes y se consideraba medida higiénica extrema, pero también, y todavía hoy, el humo es ritual, adoración a Dios, honor y sacrificio, y cuando el humo favorece la elección de un nuevo pontífice, el protodiácono vaticano exclama: Habemus papam!
Algunos aseguran que el humo posee un poder benéfico porque espanta las desgracias (¡no espantará las nuestras, bolivarianas, pero sí los mosquitos y zancudos cuando quemamos en el campo la bosta de las vacas o de los caballos!); y relacionado con la casa, el humo vendría a simbolizar la respiración de esa casa. Pero la humareda trágica que desprendieron las inmolaciones por fuego de los bonzos budistas que protestaban por las agresiones del fascismo católico en las calles de Saigón en 1963, frente a una multitud atónita y sobrecogida de espanto reverencial era, al mismo tiempo, una forma de liberación, convencidos como estaban de que el humo es el alma separada del cuerpo.
De hecho, reiteramos, esta crónica que va llegando a su final es en cierta medida una nueva señal de humo dirigida a quien esté dispuesto a verla y a sentirse tocado y llamado a la solidaridad por la pesadumbre que ella arrastra, pero también por la certeza de que hay un “rien ne va plus” en el régimen despótico hundido sin remedio y sin esperanza de salir a la superficie de sus aptitudes delictivas. Tal parece que no somos nosotros quienes enviamos la señal, sino que el humo está comenzando a salir desde los cenagosos despachos de Miraflores.
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