Cada vez que un presidente, o un político mexicano, responde a una agresión de Estados Unidos con la exigencia de “respeto” es porque no se le ocurre otra cosa que decir, o tiene miedo. Uno de los mejores ejemplos de este síndrome reside en la declaración lamentable de Enrique Peña Nieto a propósito de la decisión de Donald Trump de enviar tropas a la frontera de Estados Unidos con México. Decisión que debe ubicarse en el contexto de una verdadera nube de ofensas verbales y concretas en múltiples ámbitos.
Peña Nieto no dijo nada, salvo la vieja cantaleta del respeto y la dignidad, una sarta de lugares comunes, varias citas fuera de contexto de los candidatos a la Presidencia, y un consejo inverosímil para Trump: que no desquite sus frustraciones de política interna con México. Es el gobierno mudo que tanto ha descrito Aguilar Camín: no dicen nada.
El Senado y Ricardo Anaya, en cambio, fueron muy claros y precisos, a pesar del lenguaje acartonado del primero y las dificultades logísticas del segundo. Ambos propusieron el condicionamiento de la cooperación mexicana con Washington en materia migratoria, de seguridad y de combate a las drogas al cese de las agresiones norteamericanas, desde la utilización como moneda de cambio de los Dreamers o Daca hasta el envío de tropas a la frontera. Obviamente EPN estaba de acuerdo con este pronunciamiento del Senado: el PRI lo aprobó, y nada se hace en esa bancada sin el visto bueno de Peña o de Luis Videgaray. Pero Peña no quiso hacer suya la postura de su partido por otros motivos. Unos pueden ser de sustancia, otros no.
Las razones de sustancia probablemente se vinculan a las negociaciones comerciales con Estados Unidos y Canadá. Tal como mucho se ha comentado en la prensa y en este mismo espacio, han proliferado en los últimos días los rumores sobre el posible anuncio de un llamado acuerdo, en principio, de los tres países esta semana en la Cumbre de las Américas en Lima. El gobierno evidentemente ha filtrado a varios columnistas en México la idea de que Trump ha armado tanta alharaca sobre el muro, la frontera, los migrantes, los Daca, etcétera, para cubrirse o curarse en salud ante las posibles críticas que pudieran surgir a raíz de concesiones mayores de Estados Unidos a propósito del TLCAN. Sea cierto esto o no, o más bien lo que esté sucediendo es que Peña y Videgaray prefieran que México se doblegue en las negociaciones a cambio de algunas ventajas en otros ámbitos de la relación bilateral, el hecho es que bien podría entender que Peña no quisiera elevar el nivel de enfrentamiento o de represalias mexicanas contra Estados Unidos ante la embestida de agresiones por miedo a poner en riesgo el supuesto acuerdo comercial.
Los motivos menos nacionales, en realidad personales, pero no carentes de trascendencia, son de otra índole. Peña sabe que dentro de poco más de 6 meses dejará la Presidencia y que no va a ser fácil para él vivir en México, ni siquiera en Ixtapan de la Sal o Punta Mita. Hay desde luego muchos países que lo recibirían con gusto un período más o menos prolongado, como fue el caso de varios de sus predecesores, pero al final del día su puerta de salida preferida y más accesible será Estados Unidos. Sería ilógico si cree –con algún fundamento– que Trump va a ser el presidente de Estados Unidos hasta 2022, que lo último que necesita o que desea sería comprar un pleito directo con él. Y en vista de que se trata de un personaje rencoroso, con memoria de elefante, y no siempre racional, las consecuencias de un conflicto de esa naturaleza podrían ser devastadoras para las perspectivas de la vida de Peña en Estados Unidos, en caso de que esa hipótesis se confirmara. No se trata de una explicación de gran sentido del Estado, pero tal vez sea más verosímil que las otras que algunos han proferido.
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