Se está produciendo una intensa lucha, a la vista de todos, entre el país que espera con ansiedad las elecciones presidenciales del 28 de julio y los sectores del régimen encabezado por Nicolás Maduro que sostienen que deben ser evitadas al costo que sea, porque se trataría, ni más ni menos, de participar en un proceso electoral en el que el candidato del PSUV sería ampliamente derrotado, expresión democrática del rechazo total de la sociedad venezolana, no solo a su gobierno sino al conjunto del régimen.
A esta hora es fundamental advertir que la “intensa lucha” a la que me refiero no es una contienda entre el dueto María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, más el conjunto de fuerzas de la Plataforma Unitaria, que exigen a los poderes la realización del proceso electoral establecido en la Constitución. La demanda de elecciones supera con creces a la oposición democrática. Es un poderoso y extendido reclamo de las personas, de las familias y de las comunidades al poder.
Hemos ingresado en esa delicada fase del desenvolvimiento de las sociedades, en que la política deja de ser propósito exclusivo de los políticos y se convierte en materia cotidiana, en anhelo de cada día, en conversación corriente y preocupada que se produce en las calles y en el espacio familiar. ¿Y por qué hablo de “conversación preocupada”? Porque la sociedad teme que le arrebaten su derecho. Hay algo sustantivamente distinto en esta oportunidad: el país sabe lo que está pasando. Lo entiende con inequívoca claridad. Entiende que el poder está merodeando, como un depredador, para dar el zarpazo e impedir las elecciones. Hablo de zarpazo porque equivaldría a robar de las manos de cada quien ese bien ciudadano, humano y personal que es el derecho al voto.
Pero en esta ocasión el dispositivo político-social, la evaluación de las respectivas fuerzas y capacidades, el estado de realidades del tablero internacional, es muy distinto al de años anteriores. El de ahora es un escenario de un régimen que ha sufrido una merma, una erosión sustantiva en su cuenta de aliados y apoyos en los últimos cuatro años. Veamos.
Del 30% de apoyo que había logrado conservar hasta el cierre de 2019, desde el inicio de la pandemia y hasta ahora, la pérdida que arrojan todas las encuestas es del 50% o más. Es una inocultable debacle: Maduro y su régimen solo cuentan con 14 a 15% de disposición electoral a su favor. Este apoyo está constituido, de forma mayoritaria por redes clientelares, enchufados, funcionarios y miembros del PSUV. Gente que tienen amarrada, por una razón u otra.
Del otro lado, la mayoría es abrumadora: suma entre 85 y 86% del electorado, y no cesa de crecer, incluso en las propias fuerzas aliadas o socias del madurismo (el día en que escribo este artículo leo la noticia de cómo el deslave en la vertiente alacrán de AD continúa imparable: esta vez ha sido un grupo de alcaldes y dirigentes de Guárico, Portuguesa y Táchira el que ha anunciado que votará por González Urrutia). ¿Acaso estamos en camino de una mayoría que aglutina a 90% de la población? Esta mayoría es el principal obstáculo con que tiene que enfrentarse el régimen en su propósito de negar el voto popular.
En el plano internacional, el estado de cosas también ha variado. En América Latina, salvo las dictaduras de Cuba y Nicaragua, la incondicionalidad de los gobiernos de otros países se perdió, muy probablemente, de forma irreversible. Y es que lo que está en juego en las elecciones presidenciales del 28 de julio es mucho más que la conducción del gobierno: es la estabilidad o inestabilidad de toda la región.
Ni Lula da Silva, presidente de Brasil, ni Gustavo Petro, presidente de Colombia, quieren verse enfrentados a nuevas olas de migrantes cruzando las respectivas fronteras, constituidas por venezolanos que huyen del hambre, de la enfermedad, de la persecución y de las violaciones de los derechos humanos. Hay que recordar que Lula se opone frontalmente a las pretendidas acciones militares de Padrino López y Maduro en el Esequibo. Ya las detuvo una vez y lo volverá a hacer si hiciera falta. Tampoco Petro toleraría jugarretas o provocaciones en la frontera. Nada más elocuente de la posición del gobierno de Colombia que las reiteradas menciones de su canciller, Luis Gilberto Murillo, cuando se solaza repitiendo la palabra “transición” en sus declaraciones. No me detendré en repasar las opiniones de los demás actores, bien conocidas: la inmensa mayoría de los países del orbe comparte una posición categórica: Maduro debe medirse en un proceso electoral limpio, transparente y rodeado de garantías de respeto a cada elector y al resultado de la voluntad popular.
El desespero del gobierno es evidente en las declaraciones de todos sus voceros. Están dedicados a fabricar expedientes, conspiraciones, delitos de cualquier índole que les permitan dejarnos sin tarjeta o sin candidato o sin elecciones. Están tensando la cuerda hasta extremos de enorme peligro para el país, su estabilidad, las posibilidades de recuperación económica y de establecimiento de las condiciones mínimas para salir de la crisis generalizada en la que está hundida Venezuela.
¿Se atreverán frente a una sociedad movilizada? ¿Ante los actores internacionales que han promovido las elecciones como única solución al empeoramiento de las cosas? ¿Se atreverán ante sus aliados de Brasil y Colombia? ¿Se atreverán ante el conjunto de los países y las instituciones multilaterales?¿Se atreverán ante los innumerables venezolanos que saldrán a las calles a exigir sus derechos si pretendieran vulnerarlos? Y si eso llegase a ocurrir, ¿volverán los miembros de las fuerzas armadas a disparar en contra de los cuerpos indefensos de quienes ejerzan su derecho a protestar pacíficamente?
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