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Televisión hispanoamericana: entre la nostalgia y el desencanto

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El Chavo del 8 forma parte de la cultura popular hispanoamericana, de los tiempos en que todo el mundo veía lo mismo

 Cuando la televisión comenzó su largo camino por la transmisión en vivo, vía satélite, desde recónditos lugares del planeta hasta nuestras casas, la pequeña pantalla se transformó en una ventana al mundo, en una idea, común en los años 70, de que había la posibilidad de acceder a los grandes eventos que «hermanaban» a los pueblos, en ese pequeño atisbo de globalización, que, por entonces, ni de casualidad soñaba con la internet.

Oír a la representante de Venezuela, Judith Castillo (1975) en un Miss Universo saludando a la audiencia en cantonés, para ocupar el puesto de primera finalista; o ver por primera vez la pantalla humana hacer figuras en los Juegos Olímpicos de Moscú (1980) son experiencias compartidas por mi generación. La nuestra fue una juventud que tenía no más de cuatro canales de televisión, suficientes para crear referencias colectivas que tienen mucho que ver con la identidad venezolana de entonces: Radio Rochela, Sábado Sensacional, el Show de Joselo y las telenovelas, con Por estas calles como la última gran experiencia colectiva de los venezolanos, forman parte de nuestros recuerdos comunes, tan poderosos que todavía se sigue hablando de ellos, con la nostalgia de un país que se diluyó con la multiplicación de los canales internacionales, el internet, y las redes sociales… Un país que ya no sabe quién es quién.

Las revistas musicales venezolanas siempre fueron la vitrina para que el público local conociera a sus cantantes: ya fuera el Sábado Sensacional con Amador Bendayán, La Feria de la Alegría, con Henry Altuve, o la Gran Revista de los Jueves, con el catire Álvarez Gallardo. Esos programas ayudaron a proyectar a los cantantes locales, ora baladistas comerciales ora cultores de la música popular venezolana o hispanoamericana. ¡Cuánta falta hacen!

A pesar de la importación masiva de programas enlatados de Estados Unidos, nuestros canales de vez en cuando ofrecían ventanas a la producción de nuestra casa de vecindad iberoamericana, tan parecida a la del Chavo del 8: al principio fue Perú, luego México –sin duda alguna el más prolífico y variado, ¡síganme los buenos!–, Argentina y Brasil, y finalmente Colombia, ya para los años 2000, cuando ocurrió la gran emigración forzosa de los televidentes al cable a razón de las innumerables cadenas presidenciales que interrumpían a cada rato la programación.

De España nos llegaban –además de extraordinarios cantantes– dos programas emblemáticos por medio de la Organización de Televisión Iberoamericana (OTI): el primero, fue la revista de variedades 300 Millones, producido por TVE y transmitido desde México a Chile, para llegar hasta Guinea Ecuatorial, y el Festival OTI de la Canción, que tuvo 28 ediciones entre 1972 y el año 2000, en el que el público podía conocer cantantes del ámbito hispano y lusitano, pues incluía a Portugal y Brasil, y en algún momento a Estados Unidos, las Antillas Neerlandesas y Canadá.

«Honduras no existe, porque a nadie le consta»

Desde el punto de vista de su producción artística, países como Ecuador, Bolivia, Paraguay, El Salvador o Costa Rica se quedaban en blanco cuando uno trataba de recordar algún cantante, alguna película o novela que proviniera de ellos. Había que hacer un esfuerzo importante para saber que el cantante de Mi plegaria (…Si en la noche azul…) era guatemalteco o que el supuesto mexicano Lucho Gatica era en realidad chileno. Un chiste cruel que circulaba en RCTV y que se atribuía –¡vaya usted a saber si es verdad!– al propio José Ignacio Cabrujas, decía que había países, como Honduras, que no existían porque nadie conocido había ido y venido de allá.

Ya lo he dicho en otras ocasiones, pero ¡cuánta falta nos hace un programa iberoamericano como 300 Millones –ahora seríamos 600– que nos diera, como hacía ese espacio televisivo intercontinental, un panorama por la desconocida Comayagua, nos hablara de Antigua Guatemala, que nos presentara un grupo de música andina en la plaza mayor de Sucre, en Bolivia, o nos mostrara cómo se baila la conga en Santiago de Cuba! Conocer y darnos a conocer a nosotros mismos es el único camino certero para la integración, que tanto se habla en las esferas de los poderes. Pero, no hay voluntad política, porque a nadie le interesa una Hispanidad unida, en realidad… Y menos a las menguadas estaciones de televisión de hoy en día.

En cambio, en la televisión por cable prevalecen las cadenas «latinas» ubicadas en Estados Unidos que han convertido a Miami en la capital hegemónica de «nuestra cultura». Un premio como Lo Nuestro es lo menos nuestro que conozco y nos deja la sensación de que un artista solo se consagra cuando el aplauso viene del norte.

Así pues, se nos ha impuesto el reguetón como género latino, con toda su carga pornográfica, de violencia, de exaltación de modelos mafiosos y de identidades líquidas, imponiendo no solo la idea distorsionada de que todo ello es moderno, es arte, es juvenil, sino que también cunde al español de anglicismos innecesarios, por no hablar del concepto de que balbucear –con mala dicción y un autotune de por medio– es cantar. ¡La buena pronunciación y el instrumento al oído del polo margariteño están out, mi parce!

¿Qué será de la vida de Alfredo Alejandro?

Entre 1972 y 2000, siguiendo el esquema de Eurovisión, en Iberoamérica tuvimos el Festival OTI de la Canción, que se transmitía en vivo desde el país que hubiera resultado ganador en la edición anterior. Las malas lenguas decían que había sido impulsado por España y Portugal para sacarse la espina de su continuo fracaso en el certamen europeo, cosa que es falsa porque comienza en un año en que España llevaba dos triunfos consecutivos en 1968 (La, la, la, de Massiel) con y 1969 (Vivo cantando, de Salomé), y pronto alcanzaría un muy merecido segundo lugar en 1973 con Eres tú, de Mocedades.

Aunque el festival iberoamericano tuvo sus aciertos, sobre todo al principio, cuando la candidez televisiva daba la impresión de que el mundo se estaba uniendo por medio del canto y se daban a conocer artistas nuevos como José José (que estrenó allí El triste, representando a México, sin ganar), Ana Gabriel, Nydia Caro o Eugenia León o los venezolanos José Luis Rodríguez y Mirla Castellanos daban sus primeros pasos internacionales, con solo presentarse, después comenzó a decaer en inversión de los productores y, por ende, en popularidad.

Marcados por un estilo «festivalero» con pomposas orquestas, que deslucían hasta las tonadas de Simón Díaz, las canciones eran poco comerciales, con sus honrosas excepciones, sin llegar a la efervescencia que Domenico Modugno o Abba habían logrado con Eurovisión. Pero, aun así, eran oportunidades para oír cosas diferentes al disco music o al rock progresivo que llegaba de Estados Unidos. Ya para los 90, el festival había ganado la fama de pavoso, que como una mala sombra se cernía sobre quien lo ganara, como les pasó al Grupo Unicornio (triunfador en 1982 en Lima), que luego del éxito se separó, o al marabino Alfredo Alejandro (primer lugar en Lisboa en 1987), de quien hoy por hoy casi nadie se acuerda, ni siquiera Wikipedia.

La falta de renovación, la baja inversión y el desinterés por el formato –tan popular en Europa– hizo que en el 2000, el triunfo de Florcita Motuda (sic) de Chile, con una canción que era más digna de la ya referida Radio Rochela que de un concurso serio, finiquitara este intento de unir a la hispanidad por medio de un programa de televisión. Ahora bien, el año pasado se lanzó la idea de lanzar el festival Hispavisión, para emular el éxito del festival musical más visto del mundo, con 123 millones de televidentes en Europa, con una contribución importante de mexicanos, argentinos, brasileños y chilenos que lo ven por internet. La idea parece bien en principio, pero veamos qué viene con el paquete…

«Unidos por la música». No, gracias

Todavía en el ambiente flotan las reacciones a la 68.a Edición del Festival Eurovisión, cuya final se celebró el pasado sábado 11 de mayo donde hubo de todo: invocaciones satánicas (Irlanda), hombres mostrando el trasero (Finlandia y España), parejas de boxeadores simulando un coito (Reino Unido), hombres disfrazados de niñitas (Suiza, que resultó ganador-a), una señora madura empoderando a las mujeres españolas llamándolas irónicamente «zorras» y muchas banderas LGBTQ+ sustituyendo las insignias nacionales. La guinda de este espectáculo lamentable, que muestra la decadencia de Occidente, fue la reacción que suscitó la presencia de la cantante Edén Golán, de 20 años, representando a Israel.

En este certamen, en nombre del progresismo y la inclusión, a Golán –y en menor medida a la representante de Luxemburgo, que también nació en Israel– le hicieron actos de ciberacoso y boicot desde que se anunció su participación, con un ostracismo promovido por los yutuberos que comentan sobre el evento, desaires y chalequeo directo durante su estada en Suecia hecho por periodistas, participantes y el público «progre» que se vengaba en la chica de la guerra que adelanta su país contra los terroristas de Hamás en Gaza, en una inversión de valores donde lo justo es injusto y viceversa, todo manipulado desde las coordenadas donde el sentimiento con tamiz ideológico está por encima de la razón, cual novelita rosa.

El abucheo a dicha cantante –por una audiencia mayoritariamente masculina– y las protestas que suscitó su presencia en Malmö –la ciudad con más palestinos de Suecia y escogida como sede de un concurso en el que participa Israel desde 1973– se dieron a pesar de que la European Broadcasting Union (la equivalente de la OTI) sostiene tozudamente que el festival es apolítico y solo se trata de canciones y de quién tiene la mejor presentación. Antes, la organización había obligado a la delegación israelí a cambiar tres veces de canción, porque sostenía que las primeras dos aludían directamente a la masacre del 7 de octubre donde cayeron asesinados, entre otros, a 350 muchachos que participaban en el Supernova, un festival musical por la paz –como supuestamente es el mismo Eurovisión–, en las cercanías de Gaza.

Muy apolíticamente, en pantalla se vio cómo un cantante sueco se puso en el puño una kefiye, símbolo de la resistencia árabe; hubo una petición de nueve participantes (que incluía a la o el cantante no-binario-a suizo-a Nemo que resultó ganador-a, ¡ya uno no sabe cómo escribir!) para la exclusión de Edén del evento; acusaciones veladas de que su presencia en el lugar ponía en peligro a los demás artistas; amenazas de Loreen, la triunfadora del año pasado, de no entregar el Micrófono de Cristal si ganaba Edén o actos insulsos como el de la portuguesa Iolanda, que cambió el esmalte de uñas blanco que había lucido previamente por una versión deconstruida de la bandera palestina. Por su parte, el cantante finés Käärijä mandó borrar un video que lo rayaba porque salía bailando con Golán –¡vaya anatema!– como parte del «ambiente eurovisivo», para luego decir que él no apoyaba ningún lado de la contienda. ¿Chantaje de las redes sociales? No se sabe. Así pues el lema del certamen, «unidos por la música», se quedó en veremos.

Algunos grupos de artistas, intelectuales y partidos políticos de Europa pidieron la exclusión de Israel por la guerra –cosa que no hicieron en su momento con Azerbaiyán o con Ucrania– arguyendo que el conflicto de Gaza no se trata de una lucha de un Estado contra un grupo terrorista –que no tiene escrúpulos de usar niños como escudos humanos–, sino de un genocidio, contra toda lógica de lo que implica este concepto. Así, por ejemplo, Ione Belarra e Irene Montero, secretarias general y política respectivamente de Podemos, partido que conforma la coalición de gobierno de España, solicitaron la proscripción de Israel o retirar a la representante de su país, Nebulossa, lo que evidentemente no se concretó.

Los resultados de la competición fueron sorprendentes: ya que la votación se hace en dos formas (con jurados nacionales y por votación popular vía telefónica o internet), la mayoría de los jueces no les dio puntos a Golán ni a su canción Huracán –los que se atrevieron se vieron abucheados por la audiencia–. Al final, la muchacha obtuvo 52 puntos, para ocupar el duodécimo lugar (contra 365 del ganador suizo), para luego sorprenderse con el televoto popular, de esos que se hacen en la casa y sin la coacción de los violentos: 323 puntos, que, durante unos minutos pusieron a la veintañera en primer lugar, para terminar finalmente de quinto puesto… Así pues, el público le dio a Israel casi un punto por cada joven asesinado en el Supernova. El televoto de los españoles de a pie fue 12 puntos para Golán, lo máximo, tal como hicieron las audiencias de trece países más y del «resto del mundo»… Una cosa piensa el burro y otra el que lo arrea.

Si la idea de un festival de la canción es conocer culturas, dar a conocer paisajes, exaltar la música y hacer valer el buen gusto artístico –con toda la carga subjetiva que ello tiene–, bien vale la pena. Pero, si de unir pasamos a la adopción de posturas violentas que pueden coaccionar a personas civilizadas a asumir opiniones y conductas propias de los camisas pardas del fascismo italiano, aunque con ello se crea que se están exaltando la tolerancia y la justicia, es mejor decirle que no a todo aquello que se genera del neolenguaje –Orwell dixit– y que le pone falditas rosadas al discurso de odio. Preferible es, entonces, un concurso pavoso como la OTI con cancioncitas dignas del Día de la Madre, a este despliegue de disparates… ¿Farándula? No, ¡es la geopolítica, estúpido!

 

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