La contienda que enfrentó a Henrique Salas Romer y Hugo Chávez fue entre dos modelos de ruptura. Dos maneras distintas de cómo había que partir aguas con un sistema que ya había agotado prácticamente todas las posibilidades de desarrollo económico, social y cultural del país.
El Pacto de Puntofijo tuvo, ciertamente, su justificación histórica. Fue un modelo para refundar la democracia después de la dictadura; fortalecer las fuerzas democráticas del momento y, digámoslo también, para garantizar que el fervor popular no derivara hacia el partido Comunista y las disidencias de izquierda de los partidos más importantes, que se habían deslumbrado con la entrada de Fidel Castro en La Habana, tras su experiencia guerrillera en la Sierra Maestra.
Aquel pacto había entrado en crisis y fue entonces cuando, los dueños de las cajas de los machetes, convinieron en fabricar, como sucedáneo, una mesa de cuatro patas para sostener al sistema. Esas patas eran: AD, Copei, Fedecámaras y la CTV.
Esta mesa se desvencijó con el Caracazo y crujió, definitivamente, con la intentona del 4F.
Con las pocas reservas políticas que aún quedaban e impulsados (también hay que decirlo) por la voluntad política del presidente Pérez, se abre paso en el país, como una verdadera válvula de escape a las tensiones sociales acumuladas, el proceso de descentralización, con la elección directa de gobernadores y alcaldes.
Este hecho se constituyó en una ruptura radical pero cívica y democrática con el viejo país. Chávez representaba otra muy distinta. Cuando esta última versión triunfa en las elecciones de 1999 se impuso, con ella, un modelo de retorno al centralismo y a la jefatura única del país. La gata se subió a la batea, cuando Ceresole terminó convenciéndolo de que, para liderar al país, solo hacía falta una unión entre el caudillo, el ejército y el pueblo.
Con todo, Chávez tuvo la gran oportunidad de crear una nueva unidad nacional después de la ruptura, pero contrariamente a ello, acentuó la polarización y fortaleció el poder central.
Resaltar este hecho es importante porque a toda gran ruptura debe seguir un proceso de unidad nacional. Eso es lo que diferencia a los gobiernos liderados por estadistas de otros que no lo son.
Pero también este modelo hizo crisis. Venezuela, debía romper con él y lo ha hecho. El chavismo es hoy una minoría y la ruptura social y espiritual de la nación con esa hegemonía está consumada.
Sin embargo, lo sui géneris, lo inédito de esta nueva ruptura es que, paralelamente, conviviendo con ella y sin haber alcanzado antes el poder institucional, la unidad se ha ido fraguando desde la calle y desde los ciudadanos. Las matemáticas lo demuestran fehacientemente, más de 80% de los venezolanos quiere salir de esta pesadilla y esto no ocurriría si la base social y política del chavismo no hubiese basculado hacia el cambio político.
Para explicar mejor este fenómeno es necesario pasar revista a la movilización espectacular que ha tenido lugar en las giras que ha realizado María Corina Machado y poner atención a la receptividad popular y social que han tenido sus encuentros con la gente.
Esa nueva unidad, lograda, como hemos dicho en la calle y con la gente, ha creado o forzado mecanismos inéditos de la actuación política. Ha logrado acuerdos entre fuerzas disímiles; las ha hecho converger en la candidatura de Edmundo González y, sobre todo, ha hecho renacer la esperanza entre los venezolanos.
Esta combinación dialéctica entre ruptura y unidad y esa convivencia de ambos fenómenos en simultáneo es lo que confirma la nueva naturaleza del liderazgo nacido el 22 de octubre.
Es evidente que quedan pendientes muchas tareas, desafíos y acechanzas, pero enfrentarlos unidos y mandatados por la fuerza social, espiritual y ciudadana de los venezolanos es un acontecimiento mayor de la política nacional que no habíamos tenido desde hace mucho tiempo y que no podemos desperdiciar.
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