Cuando en marzo de este año el camarada Vladimir Vladimirovich Putin, candidato único a la presidencia de Rusia ganó de manera abrumadora las elecciones, la presidenta de Honduras doña Xiomara Castro, simpatizante entusiasta del socialismo del siglo XXI a la Chávez, se apresuró a felicitarlo en nombre de todos los países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) “por su convincente victoria”. Diez de esos países, entre ellos Chile, suscribieron una declaración para desmentirla. Otros, como México y Brasil, guardaron silencio.
Uno de los misterios capaces de desvelar al más avisado de los analistas políticos, es la adhesión a veces ciega, a veces disimulada, que la vieja izquierda da al zar de todas las Rusias, el camarada Putin. Y no se trata sólo de la izquierda dictatorial o autoritaria, en el poder en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia, sino también de cierta izquierda intelectual, refugiada en claustros donde aún el viejo leninismo tropical exuda su moho en las paredes, y en clubes internacionales de pensamiento ortodoxo de tercera edad, nostálgicos uno y otros de los paraísos perdidos del socialismo real del cual nada menos que Putin es el profeta destinado a revivirlos.
En aquellos años ochenta del siglo pasado, cuando se dio en Nicaragua la guerra de los contras, que pertrechados por la administración Reagan trataban de derrocar a los revolucionarios sandinistas, más que como una escaramuza de la guerra fría aquella batalla era vista desde los cenáculos de la izquierda militante como una agresión descarada del viejo y protervo Goliat, armado hasta los dientes, contra el imberbe y débil David que sólo tenía piedras en su salbeque para defender su pequeño país.
Esa misma izquierda, que ahora ya peina canas, y ha sustituido sus agallas juveniles por el cálculo prudente, borró del disco duro aquella imagen de la justicia que tiene el débil en toda lucha desigual, cuando en febrero de 2022 las tropas del zar Vladimir invadieron Ucrania, y dieron toda la razón a Goliat, o miraron hacia otro lado, fingiendo disimulo, o pidiendo de artera manera salomónica, contención “a ambas partes”, el invasor y el invadido. Goliat era el gigante justiciero, David un corrompido fascista.
Todo podría atribuirse al síndrome antiimperialista amamantado a lo largo del siglo XX por las ocupaciones militares de Estados Unidos, su apoyo a los golpes de Estado militares, los enclaves bananeros de los que quedó evidencia en las novelas, y la injerencia permanente, que fija en la retina la imagen de un Goliat propio e imperecedero, que no admite copia. El Goliat que le toca en suerte a los ucranianos es un gigante benéfico y protector, que, si les da con el mazo en la cabeza, es por su bien. La ortodoxia ideológica es tantas veces inescrutable…
Y, además, si Putin el justiciero, “el gran líder de la humanidad” como lo llama Maduro, está contra el perverso imperialismo norteamericano, que sigue incólume en la letra de los manuales, los fieles antiimperialistas de ayer, y los reciclados de hoy, deben cerrar filas alrededor del héroe de las estepas.
Para los viejos camaradas que vuelven los ojos hacia el antiguo bloque de países de Europa Oriental encerrados en el paraíso espeso y gris del socialismo real, más que el zar que busca restaurar las fronteras de la antigua y mítica Rusia en lucha perpetua contra occidente, de la que Ucrania, oh destino manifiesto, es parte natural, Putin representa la resurrección de las glorias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Los muros del Kremlin no siguen acaso allí? Y el mismísimo Stalin subido al caballo de Pedro el Grande, el jinete de bronce, vuelve a cabalgar, ahora con el torso desnudo.
Pero, vamos a ver. ¿Putin, apóstol de la izquierda? Extraño personaje que también es, a la vez, el apóstol de la más cerrada derecha, y que, como el dios romano Jano de doble rostro, puede mirar a dos lados opuestos a la vez.
Aleksandr Duguin, el ideólogo ultraconservador, es a Putin lo que Steven Bannon es espiritualmente a Donald Trump. Dos profetas iluminados de nuestros tiempos álgidos, que desbordan la medida del stárets Zósima de Dostoievski. Duguin invoca un “fascismo a la rusa”, sustentado por un nazismo esotérico capaz de dar paso a una nueva derecha europea, capaz de llevar adelante una revolución conservadora universal. ¿Dónde lo colocamos entonces? ¿Más cerca de Jair Bolsonaro, o más cerca de Nicolás Maduro? ¿O será que alguien como Ortega quiere también “un Estado fuerte y sólido, orden y una familia sana…una radio y una televisión patrióticas, expertos patrióticos, clubes patrióticos, medios de comunicación que expresen los intereses nacionales»?
Son amalgamas extrañas, pero ya se ve que posibles. Duguin se interesa también en satanismo, y en las manifestaciones del ocultismo. Y según el criterio de Bernard-Henry Levy, se trata de un típico racista antisemita, a lo cual habría que sumar los criterios homófobos del propio Putin, cuyas leyes prohíben cualquier tipo de matrimonio entre personas del mismo sexo, y las adopciones transgénero, y busca establecer centros de reconversión forzada para los homosexuales. Los libros sospechosos de contener propaganda gay, aunque se trata de clásicos de la literatura rusa, son sometidos a la censura.
Es que los reinos autoritarios se parecen, igual que las familias felices, debería ser la conclusión. Y las familias ideológicas extremas, se parecen también. ¿Cuál es la distancia entre Duguin y Bannon? Ninguna. “El movimiento” de Bannon, con sede en Bruselas, quiere una revolución populista de dimensión mundial, que establezca “un capitalismo para todos”. Sus enemigos mortales son el papa Francisco, y George Soros. Sus héroes, Trump, Bolsonaro, Matteo Salvini, Viktor Orban. ¿Y por qué no Putin?
Combate frontalmente las migraciones, la ideología de género, los derechos LGBT, la legalización del aborto, declara el cambio climático una leyenda absurda, y se declara en abierta lucha contra “el marxismo cultural”.
Pecata minuta esto último, que bien puede ser obviado por la izquierda ortodoxa. Para ser felices en familia, hay que saber disimular.
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