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Carpentier: diario caraqueño

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Un mediodía de diciembre de 1949, exilado ya voluntariamente en Caracas y en el preciso instante en que abordaba un taxi, Alejo Carpentier concibió la idea de un relato.

Haciendo el trayecto hasta su casa en la parroquia de La Pastora imaginó minuciosamente un cuento que estaría dividido en siete capítulos y calculó que escribirlo le tomaría unos 20 días. Ya en aquel momento le puso título: Los pasos perdidos. 

El 14 de octubre de 1951, Carpentier  precisa en su diario que “contaba [con] tenerlo terminado para comienzos de enero del 50. El libro ha cobrado 40 capítulos y pronto se cumplirán dos años desde el momento en que su tema se me impuso, ineludible”.

El diario caraqueño de  Carpentier fue publicado por vez primera en La Habana, en 2013, por una fundación que lleva su nombre. Fue la foto de portada lo que me llevó a comprar un ejemplar en la librería San Librario de Bogotá.  En la foto, un Carpentier ya en sus 50 años, muy bien trajeado, fresco y con la mano izquierda en el bolsillo, camina por una calle caraqueña, blanca de puro sol caribe.

El jueves 18 de marzo de aquel mismo año, Carpentier recibe carta de la editorial Gallimard solicitando los derechos de traducción de Los pasos perdidos. La misma carta informa que la versión francesa de El reino de este mundo aparecerá en el verano.

Me detengo a menudo en la música y los sueños de Carpentier en Caracas, anotados en su diario. El 26 de febrero del 1955, por ejemplo, durante una pausa en la escritura de El acoso, escucha Lulú, de Alban Berg. Aquella misma noche Carpentier soñó con Arnold Schoenberg.

Lo soñó “semejante al retrato de Man Ray que me regaló su viuda. Está comenzando a ensayar Moisés y Aarón, en una casa colonial cubana, destartalada, de paredes desconchadas, muy abandonada. La orquesta no puede colocarse como es debido. […] Schoenberg empieza en re. Me conmuevo, […] Paso debajo de su batuta, doblado en dos para no entrar en su ámbito. Me agazapo en un rincón…”.

El diario habla a menudo de escuchas y avistamientos como el del pianista Wilhelm Backhaus, observado una noche de noviembre del 51: “Luego del concierto [en el Teatro Municipal] vuelvo a verlo, a alguna distancia, en una pequeña boite donde mi mujer y yo hemos ido a tomar algo. La cara, tan lisztiana a la luz de las candilejas, ha vuelto a ser la de un industrial viejo, un tanto amarga, que conocí en París hace veinticuatro años”.

Del conductor rumano Sergiu Celibidache dice: «me llama tremendamente la atención, en él, esa elegancia dudosa, un poco levantina, un poco de sastre de barrio de Bucarest, que yo había observado tantas veces en ciertos rumanos y búlgaros llegados a París.  En su último concierto dirigió la mejor obertura de los Maestros Cantores que yo haya oído en mi vida: majestad, claridad, y, por primera vez, el contrapunto que prepara la coda con todos sus elementos perceptibles».

Nota sobre Carlos Chávez: «He sentido hacia él un calor de amistad, raro en mí (…) Es un personaje que me agrada sobremanera, por su señorío, por su inteligencia superior, su talento»

Carpentier se sienta una noche a tocar un fragmento del padre Antonio Soler en un armonio del siglo XVIII, hallado en una pequeña ciudad de los Andes venezolanos. Lo hace en casa de Freddy Reyna, músico, lotiero y coleccionista de juguetes ingenuos.  O bien sostiene, en junio del 53, una larga conversación con Heitor Villalobos, en una tasca de Tienda Honda, cerca de la iglesia de los padres mercedarios.

Durante todos aquellos años Carpentier publica una columna en el diario El Nacional de Caracas: la llama Letra y solfa. Letra comenta novedades literarias europeas; cuando es Solfa discurre sobre música, discografía, reseñas de conciertos, apuntes de sus profundos viajes por el interior de Venezuela, en compañía de Juan Liscano, poeta y folklorista.

El novelista y musicólogo se torna melancólico y augural cada fin de año.  26 de diciembre de 1951: “Esta noche cumpliré 47 años. Mi verdadera obra está aún por hacerse. Pero esa obra bulle en mí. […] Si no surgen escollos propios de la época para impedirlo, el año 1952 habrá de ser, literariamente, el más importante de mi vida”.

A Carpentier le gusta nadar. ¿En la alberca del Country Club, al que pertenecen unos amigos caraqueños? “A la hora del crepúsculo. Desde hace tres días el Ávila se tiñe de un verde enmohecido, absolutamente maravilloso”.

Hace uno años me hirió esa imagen al leerla en el diario caraqueño de Alejo Carpentier y desde entonces es mi idea de una vuelta a la patria. Nadar al atardecer, en una casa amiga, teniendo el Ávila a la vista.

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