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Jorge Arias de Greiff, una mente tan extensa como el universo

Director del Observatorio Astronómico; miembro de las Sociedades de Geografía, Física y de Ingenieros de Colombia; rector de la Universidad Nacional; ingeniero civil; apasionado por los trenes, aviones y buques; entusiasta de la fotografía, la música clásica y la orografía. Jorge Arias lo recuerda todo, desde el orden de su biblioteca hasta los domingos dando vuelta a la vitrola. ¿Cómo se ven 101 años de historia contenidos en un cuerpo?
Por Relatto
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El cabello entre blanco y negro. Tupido a los lados, ligero encima, liso y perfectamente cepillado hacia atrás. Las cejas grises apuntan al techo en un arco que dibuja una mueca de sorpresa permanente. La cara afeitada, sin un solo punto que salte a la vista desde la piel blanca; esa superficie atravesada por surcos gruesos y otros más ligeros que dan la sensación de haber sido tallados en momentos diferentes. Los ojos oscuros. Las manos gráciles, limpias, con las uñas al ras y los nudillos desnudos. La boca se mueve lento, da la impresión de ir a destiempo con la memoria. A los 101 años, los recuerdos desembocan en oraciones perfectamente articuladas y empapadas de un humor que quiebra el relato una risa a la vez.

La casa de Jorge Arias de Greiff es de ladrillo. Está cubierta por el verde condensado de los árboles que rodean su silueta y parecen hurgar entre las comisuras de la arquitectura victoriana. Es como si la naturaleza quisiera tomarse el lugar con la sutileza que confiere el paso del tiempo. Las rejas de hierro con punta de lanza bordean los límites de su anatomía. El barrio es Teusaquillo, en el centro de Bogotá. A unos cuantos pasos está el Teatro Petra y si se sigue el camino que conduce a los cerros orientales, aparece la Avenida Caracas y con ella el ritmo de la ciudad un jueves a las diez de la mañana. Alejado del ruido, en el segundo piso de esa casa de todos los tonos de naranja, custodiado por árboles y rodeado por puntas de lanza, Jorge Arias repasa su vida junto a su nieta Verónica. Ella se acerca hasta que la boca roza la oreja, habla pausado y fuerte, separa las sílabas y repite las preguntas que hago las veces que sean necesarias.

—¿Cómo fue su infancia, Jorge?

—…

—Que có-mo fue tu in-fan-cia, quienes eran tus pa-pás, dónde cre-cis-te —repite Verónica.

—Entonces… la respuesta va a ser un poquito larga, porque en mi casa encontré un ambiente sumamente amplio; con muchas ramas del saber interesadas en las conversaciones que había.

Antes de ser uno de los principales promotores de la investigación científica en el país, recorrer Colombia en búsqueda del lugar ideal para erigir un observatorio astronómico, crear los primeros cursos de astronomía de la Universidad Nacional y dedicar su vida al estudio del universo, la música clásica, la historia colombiana y, en general, al conocimiento, Jorge nació en Bogotá primero que sus hermanos Alberto, Luis “El Mono” y Gustavo, el 4 de septiembre de 1922.

Jorge Arias

Actualmente, Jorge Arias trabaja en un telescopio para su nieta Verónica.

Creció en una casa amplia y en constante movimiento al lado del desaparecido Parque Centenario, en la localidad de Santa Fe, y dio sus primeros pasos en un hogar de puertas abiertas para quien quisiera departir. La familia estaba llena de artistas y era, como la define Jorge, extremadamente liberal. Nada de godos –o conservadores–. Siempre se encontró a la luz de una buena conversación. Como las que tenía su abuelo Luis de Greiff, director del Partido Liberal, sobre temas de actualidad nacional con familiares e invitados. Lo recuerda hablando sobre los cambios políticos de la época mientras apunta con el dedo índice al retrato que está en la primera pared al subir las escaleras de la casa. Es ese que está ahí, dice.

Su padre, José Vicente Arias, nació en El Retiro, departamento de Antioquia, y trabajó como representante de una fábrica norteamericana de productos medicinales y de tocador. Siempre fue buen negociante; de los que compran una casa en la mañana y la venden antes de las seis de la tarde, o un carro deportivo que su familia jamás llegó a ver porque cambió de dueño en un par de horas. Viajó por Colombia, Ecuador y Venezuela y siempre procuró que sus hijos se interesaran por las ciudades que conocía.

—Mi papá nos mandaba cartas desde cualquier ciudad, entonces teníamos una vivencia de la geografía de los tres países en la casa. De pronto llegaba un telegrama de saludo desde el Páramo de Mucuchíes. ¿Qué otra persona en Colombia sabía qué era el Páramo de Mucuchíes? —dice Jorge entre risas.

—¿Alguna vez viajó con él?

—Me llevó hasta Buenaventura a que conociera el mar. Siempre viajamos en tren, en automóvil, en mula… en lo que hubiera.

—Viaje largo. Además de las postales y las excursiones, ¿de qué otra manera se interesó por el mundo?

—A través de una serie de libros. Inicialmente se ofrecían por fascículos, uno se suscribía y al cabo del año los empastaba. La serie comenzó con la Historia de las naciones, luego Historia de Europa, de África, Asia, América y de Oceanía. Además de un tomo de astronomía. Mi papá nos suscribió a mí y a mis hermanos a esa colección.

Su madre Leticia, hermana de León de Greiff, uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX, y Otto de Greiff, destacado musicólogo, poeta, traductor e ingeniero, moldeó los intereses que rodearon su infancia. Lo hizo a través de la colección de vinilos en la que se encontraban los cuartetos 11 y 16, además de las sinfonías quinta, sexta y séptima de Beethoven, algunas oberturas de Wagner y de Los Maestros Cantores de Nüremberg; con la biblioteca que alimentó constantemente y con la cámara que utilizó durante años y que parece una buena explicación de la pasión de Jorge por la fotografía.

De pronto llegaba un telegrama de saludo desde el Páramo de Mucuchíes. ¿Qué otra persona en Colombia sabía qué era el Páramo de Mucuchíes? —dice Jorge entre risas.

Aunque para él, el almuerzo dominical protagonizado por los platos de Isabel, cocinera de la familia, fue la manera en la que su madre lo expuso a las conversaciones que forjaron su manera de pensar y le enseñaron que la curiosidad es un territorio salvaje e infinito.

—Los domingos había un almuerzo familiar. Después, la casa se llenaba de personas que iban a hablar con León y Otto.

—¿Recuerda a alguno de los invitados?

—Claro. Había un abogado que salió de Antioquia porque no se aguantó la necedad de los curas. Ese hombre era muy amigo de la Sinfonía Pastoral de Beethoven y cuando iba los domingos, había que ponerle los discos que estaban en la casa. Como yo era el niño grande, era el encargado de darle cuerda a la vitrola. Mientras le ponía la Sinfonía Sexta de Beethoven, escuchaba conversaciones que no eran chismes familiares, sino sobre temas de interés general.

—¿Disfrutaba los encuentros?

—Sí. Estaba metido en un ambiente muy interesante y como le tenía que poner la Sinfonía Sexta entonces también estaba metido… ¿En qué? Pues dentro de Beethoven. Esa es otra cosa que influyó en mí.

En una entrevista, cuenta que su madre le cantaba la Plegaria de Elizabeth, del Tannhäuser de Richard Wagner, para ayudarlo a dormir. Por eso bromea con que la música entró en él a través del biberón. Su pasión por Beethoven llegó con la vitrola, seguido de Wagner, Mahler y luego se decantó por la sinfonía inconclusa de Schubert, cuyos arreglos de Bruno y Sigfrid Wagner describió alguna vez como “lo más hermoso del mundo”. Devoró la colección de discos de su madre, sumada a la de su tío Otto y en algún momento de la adolescencia coqueteó con la música atraído por el sonido de las trompas.

Jorge Arias

A los 101 años de edad, Jorge sigue trabajando durante horas en su estudio, que conoce a la perfección a pesar del aparente desorden.

Estudió en el Gimnasio Moderno de Bogotá, que define como uno de los mejores colegios del mundo en ese entonces, y guarda muchos recuerdos sobre su paso por la institución y el modelo de escuela activa.

—El Gimnasio Moderno tenía algo muy importante: un taller de carpintería y herrería. Eso me formó como una persona que antes de comprar una cosa, piensa en hacerla. Si no la puedo hacer, ahí sí la compro.

—Te demoras un poquito —añade Verónica entre risas.

—Puede que me demore un poquito, o muchísimo tiempo, [ríe] pero estoy encarrilado en un trabajo manual. Algo sumamente importante que suele estar fuera de uso en los colegios en Colombia. Entonces, ¿qué ocurrió? Que, por ejemplo, encuadernaba los cuadernos de mi mamá o hacía una bandejita de té en madera también para ella, algunos marcos de cuero o manijas de nevera. Es decir, siempre estaba haciendo algo.

—¿Qué más hizo del Moderno un espacio tan estimulante?

—Que gran parte de la enseñanza era en el campo. Recuerdo una excursión fenomenal en la que subimos por la calle 72 hacia el cerro, nos metimos a un chuscal y luego subimos al pie del cerro Rocas de los Andes, pasamos al Boquerón de la Clueca, que pasa hacia Chipaque, para seguir caminando hasta Cruz Verde y bajamos por el camino que sale a San Cristóbal, al sur de Bogotá.

Las excursiones eran parte de las dos primeras clases del día: “observación” y “descripción” y consistían en diferentes recorridos en los que los niños debían prestar atención a los detalles. Luego, de vuelta en el salón, reflexionaban sobre lo observado a través de textos o dibujos. Gracias a esto, Jorge visitó lecherías, curtiembres, cerros, quebradas y vio de cerca decenas de oficios y lugares desde muy temprana edad.

Las manos de Jorge han pasado semanas enteras frente al torno. Saben de carpintería, zapatería, dibujo y dominan un sinfín de habilidades manuales. No es sencillo explicar cómo las lijas, pintura, cuchillas, viruta y químicos no las han marcado, ni modificado la carne hasta el hueso. Los dedos rectos, sin cicatrices visibles, hablan de lo prolijo que es. Las mueve con gracia, como uniendo cabos en el aire, mientras repasa su adolescencia.

Las manos de Jorge han pasado semanas enteras frente al torno. Saben de carpintería, zapatería, dibujo y dominan un sinfín de habilidades manuales. No es sencillo explicar cómo las lijas, pintura, cuchillas, viruta y químicos no las han marcado, ni modificado la carne hasta el hueso.

Habla de Fabio González Zuleta, amigo cercano durante el bachillerato con quien compartió una profunda pasión por la música. Cuando la curiosidad creció lo suficiente, Jorge creó la Orquesta Sinfónica de Chapinero –un barrio tradicional bogotano–. A pesar de no contar con formación musical, tocaba la trompa de caza. Aprendió a partir de libros de teoría, manuales y la colección de partituras de su tío Otto. La orquesta se presentó ante amigos y familiares en una serie de conciertos dominicales y terminó con la partida del director. La música lo cautivaba, pero a medida que terminaba el bachillerato, se vio arrinconado entre las partituras y la ingeniería.

—Mi mamá se dio cuenta de eso y me dijo categóricamente: no quiero más artistas en la casa, con León tengo y me sobra —dice mientras esboza una sonrisa que ocupa dos tercios de su cara—. Entonces, eso me hizo dejar un poco a un lado a Fabio González, quien luego se convirtió en el director del Conservatorio de Música y más tarde asumió el cargo de vicedecano de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional.

Después de relegar la música como pasatiempo, estudió Ingeniería Civil en la Universidad Nacional. Lo hizo sin mayor problema o reto y afirma que el motivo para elegir la carrera fue su interés en la física y las matemáticas. No habla de su paso por la universidad, sino de que comenzó clases cinco meses después de que iniciara la Segunda Guerra Mundial y que durante esa época se convirtió en anglófilo. Mientras, su hermano Alberto se interesó en todo lo proveniente de tierras germanas. Jorge recalca su pasión por la Royal Navy y la obsesión que despertó en él saber qué barcos estaban en qué batallas; aprender el calibre de cada cañón y el grueso de las defensas laterales.

Jorge Arias de Greiff también es miembro de la Academia Colombiana de Historia y fue ganador de la Beca Guggenheim.

Emocionados, los hermanos crearon un juego para distraerse mientras estudiaban en la universidad. Le quitaron la malla a una mesa de ping pong y ampliaron su anchura ubicando un par de mesas a los costados. Cubrieron la superficie con papel de dibujo y Jorge hizo una cuadrícula con números en la horizontal y la vertical. Luego, usando la información geográfica que tenían en la biblioteca, dibujó el mapa de Francia, norte de Italia, Austria, Alemania, Bélgica, España, Dinamarca, el sur de Escandinavia, la línea Maginot y todas las fronteras. Europa contenida en la sala de la casa. Reunieron fichas de ajedrez, damas chinas y pusieron una línea de piezas como ejército en la frontera entre Francia y Alemania. Fueron muchos fines de semana en los que los dados caían por turnos y definían la suerte de las brigadas de plástico.

—¡Pum! Y uno podía avanzar para adelante o para atrás dependiendo de la cifra. Si uno lograba encerrar un grupo de fichas del otro, las cogía. Esa batalla duró varios sábados, domingos y no se acababa. Todas las semanas volvíamos a seguir jugando. Eso hizo que Alberto y yo tuviéramos un conocimiento espectacular de la geografía europea.

—¿Qué pasó con ese mapa?

—Creería que puede existir. Tengo que mirar unos rollos que están detrás de una puerta. Ahí puede estar escondido ese mapa.

—¿Y quién ganó? —pregunta Verónica.

—Quién sabe.

Después de graduarse en 1945, Jorge se vinculó a la Universidad Nacional como profesor de Física Elemental. En 1952, asumió la clase de física para los estudiantes de medicina después de que el gobierno de Laureano Gómez determinó que todas las carreras debían tener un curso preparatorio. Sin embargo, con el ascenso del general –y dictador– Gustavo Rojas Pinilla se anuló la directriz y durante un par de años se dedicó de lleno a la ingeniería.

Como ingeniero de campo viajó a Tierradentro, en el departamento del Cauca. Según una entrevista que dio para la revista Aleph, fue para “levantar el plano de una población indígena y hacer el trazado de la conducción de aguas”. Pero confiesa que eligió la reserva arqueológica para acercarse un poco al Nevado del Huila, pues su verdadero interés estaba concentrado en la orografía y los nevados.

Luego de trabajar en la reserva, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, regresó a Bogotá. En mayo de 1957 retrató un cometa que fue descubierto por los astrónomos belgas Arend y Rolan. Junto con sus hermanos, puso la cámara en un trípode que adaptó con una pequeña montura y esto permitió que girara en la latitud de Bogotá y se orientara hacia el norte. Finalmente, capturó el cuerpo celeste abriéndose paso en el cielo y dejando una fina estela blanca en su camino. La fotografía fue publicada en El Tiempo al día siguiente. Según cree, en el observatorio debieron ver la imagen y por eso lo llamaron para que asumiera la dirección y volviera a dictar clase.

Así fue como en 1958 llegó al Observatorio Astronómico Nacional, institución que dirigió hasta 1998 —salvo en 1972, cuando fue rector de la Universidad Nacional, y entre 1974 y 1980, cuando un alumno suyo asumió el cargo—. El origen de su pasión por la astronomía es difícil de enfocar. De pequeño construyó telescopios con lentes de óptica y tubos de cartón, leyó libros al respecto que estaban en la biblioteca de su casa, cultivó una gran fascinación por el cielo a través de la fotografía y al crecer le apasionó el uso de los astros para la determinación de coordenadas geográficas.

Gracias al trabajo de Jorge, la Unión Astronómica Internacional adjudicó el nombre del astrónomo Julio Garavito Armero a un cráter lunar.

Como director viajó por Colombia en busca del mejor lugar para establecer un observatorio. La contaminación lumínica en las grandes ciudades hizo que fuera necesaria una ubicación alejada de postes de luz y edificios. Visitó el Nevado del Huila, el del Tolima, el Nevado de Ruiz, recorrió el Cocuy y varios cerros en Santa Marta. Fue a cada excursión en terrenos escarpados con una cámara Leica al hombro. Tomó cientos de fotos. Sin embargo, durante el proceso encontró un problema.

—El cielo está completamente despejado en todo el mundo encima de la capa de inversión. Ahí hay como un cambio de temperatura: el cielo se enfría rápidamente y la humedad queda debajo —dice usando sus manos como ejemplo—. Pero en los trópicos esa capa de inversión es sumamente alta, unos 6.000 metros. Para hacer un observatorio acá habría que hacerlo a una altura en donde es prácticamente imposible vivir.

—Por eso no hay observatorio en Colombia.

—Exacto. Los observatorios están cerca de los polos, en donde la capa de inversión es muy bajita: 1.000 metros, 800, hasta menos. El trópico sirve para otras cosas, pero no para la astronomía. Ahí se terminó el programa de buscar sitios para el observatorio, pero eso me hizo echarle pata a toda Colombia.

Como docente de la facultad de ingeniería, lo recuerdan como un hombre austero, de comunicación algo compleja, pero abierto a todas las preguntas que le hacían. Tal vez un poco tímido, apunta Eduardo Brieva, discípulo de Jorge en cosmografía y cálculo numérico.

—La materia se trataba de resolver ecuaciones difíciles a mano, digamos, mediante métodos gráficos —aclara Brieva.

—¿Qué recuerda de Jorge como profesor?

—Que era increíblemente inteligente [risas]… hay que recordar que en esa época no había calculadoras como las de ahora, ni computadores.

Jorge enseñó varias materias que nunca se habían dictado en Colombia: Introducción a la Astrofísica, Atmósferas Estelares, Historia de la Astronomía y Mecánica Celeste. Eduardo tomó el curso de mecánica y fue tal su interés, que un par de años después él mismo recibió la bandera y dictó la asignatura hasta que se pensionó.

La relación no se limitó al salón de clase, pues al graduarse, Eduardo entró a trabajar al observatorio. Ya como colegas se conocieron entre conversaciones de pasillo y oficina. Mientras calculaban las circunstancias de eclipses, la interacción reveló intereses en común más allá de la astronomía: la historia nacional, particularmente de la época colonial y la música clásica.

Jorge enseñó varias materias que nunca se habían dictado en Colombia: Introducción a la Astrofísica, Atmósferas Estelares, Historia de la Astronomía y Mecánica Celeste.

A los ochenta y cinco años, Eduardo pesca recuerdos en río revuelto. Son muchos. Más de los que puede enumerar. Mientras trabajaron juntos, Jorge insistió en que se especializara. Eduardo llegó a Francia en 1968 con su esposa e hijo. Sin embargo, el saberse extranjero, sumado a la carga académica, el nivel de responsabilidad que representaba un bebé y el deseo de que su esposa ingresara a la Universidad de París, hizo que el niño regresara a Colombia con su abuela. En 1970, durante una asamblea general de la Unión Astronómica Internacional en Brighton Inglaterra, Jorge les entregó un sobre a él y a su esposa. Dentro había una fotografía de su hijo. El gesto no tuvo mayor desarrollo. Fue eso: una foto en un sobre que selló una amistad que perdura hasta la fecha. Recuerda las tardes de sábado escuchando música, su periodo como director del observatorio y algunos cumpleaños de Jorge.

Para David Feferbaum la historia fue diferente. Como estudiante de Ingeniería Química de la Universidad Nacional, no tuvo clases con Jorge. Sin embargo, era un personaje presente en su vida a través de las anécdotas que escuchó sobre su cátedra y manera de ser. Pero lo que unió sus caminos fue la música clásica. La aguja sobre el vinilo que revela un universo contenido. El silencio que se cuela por altavoces e inunda hasta los espacios más extensos.

—Jorge organizó unas sesiones de música clásica en la facultad de ingeniería —cuenta David.

—¿Recuerda alguna en particular?

—Sí, con enorme claridad. La primera sesión a la que yo asistí fue con la Misa en si menor de Bach. Fue una experiencia bien interesante e importante pues a través de las sesiones comenzó una relación con el mundo de la música y con las historias de las grandes obras, que era algo a lo que uno no accedía con facilidad.

Una vez graduado, Feferbaum se integró al cuerpo docente de la universidad y compartieron como colegas. Sin embargo, la amistad se erigió luego del regreso de David al país tras vivir un tiempo en el exterior. Se encontraron como melómanos. Se reunían todos los sábados con un grupo de amigos, entre los que se encontraba Eduardo Brieva, a escuchar un compositor durante cuatro o cinco horas. Estudiaban al autor y la obra para poder discutir aspectos de la misma. Era un ejercicio de aproximación profunda a la música a través de ciclos que buscaban entrenar la audición.

Comenzaron con la obra completa de Wagner. La cita consistía en iniciar con unas onces que todos los testigos describen como “deliciosas”: empanadas, tortas, pasabocas. Luego de escuchar los vinilos, conversaban sobre lo investigado al calor de la complicidad que les daba su pasión y entraban en un coloquio sobre el ejercicio de escucha. El liderazgo de Jorge se sintió en el dominio que tenía sobre cada obra. No solo eran datos históricos, era un análisis quirúrgico que buscaba limpiar el hueso hasta que brillara.

—Durante el ciclo de Bruckner Jorge descubrió la existencia de un documento sobre el compositor austriaco que se podía conseguir en Nueva York. Curiosamente yo iba a pasar por la ciudad durante un viaje. Busqué y busqué hasta que encontré el sitio. Era un edificio por ahí bien escondido. En el tercer piso había muchas publicaciones y fue ahí que conseguí el documento que Jorge quería.

David recuerda el paso de Jorge por un programa radial en el que presentó cientos de óperas nunca antes escuchadas en Colombia. Habla del rigor con el que abordó la música y su interés en difundir el conocimiento para que el público pudiera disfrutar. La naturalidad de su relación es una de esas cosas que David no puede explicar. La describe como cuando un niño juega con otro en una arenera y comparten todo de manera natural. Una especie de generosidad implícita en el trato. Característica que Jorge ha mantenido.

Comenzaron con la obra completa de Wagner. La cita consistía en iniciar con unas onces que todos los testigos describen como “deliciosas”: empanadas, tortas, pasabocas. Luego de escuchar los vinilos, conversaban sobre lo investigado al calor de la complicidad que les daba su pasión y entraban en un coloquio sobre el ejercicio de escucha.

Entremedio, Jorge e Inés Villa, la mujer con quien se casó y con quien compartió un profundo amor por la música y las caminatas, ya eran padres de dos niños: Eduardo y Guillermo Arias Villa, invitados no oficiales de los sábados de escucha. Sin embargo, la relación con sus hijos tuvo matices muy diferentes.

El hijo mayor, Eduardo, es periodista, tiene 66 años, y el primer recuerdo con su padre es borroso. Piensa en el apartamento en la calle 38 con carrera octava de Bogotá, en donde vivieron durante su infancia y en la casa de sus abuelos, pero no lo recuerda con precisión. No sabe si fue aquí o allá. Si involucra también a su madre o si hay alguno en el que figure solo la silueta de Jorge. Sin embargo, a pesar de no ubicar una escena en su memoria, si tiene que elegir una primera imagen, es la de un hombre que camina muy rápido, es serio y no habla mucho.

—Era una familia que tenía características poco comunes, digamos —apunta Eduardo.

No ubica abrazos o ‘te quiero’ en su infancia. Describe un ambiente frío emocionalmente que era interrumpido por las conversaciones con su padre sobre juguetes alemanes de los años 70, locomotoras, aviones y geografía. También por el interés que manifestaba Jorge hacia la carrera espacial; Valentina Tereshkova, el Apolo 11, el Sputnik y varias de las misiones soviéticas. Recuerda la música clásica, las clases en el conservatorio y que a pesar de tener un padre físico y matemático, repitió segundo de bachillerato por aritmética y sexto por física y matemáticas. Nunca lo ayudó a hacer tareas y pese a ser un hombre dedicado a la academia, jamás le molestó el desinterés de su hijo por el estudio.

Jorge recuerda el orden de su biblioteca a la perfección: diferencia los rincones en los que está el tema de astronomía de los de física y música clásica.

Su padre fue un secreto. Cuando él mismo lo entrevistó para la revista Bocas por motivo de sus noventa años, la mitad de las cosas que le contó eran nuevas y aprendió mucho leyendo viejas entrevistas. Eduardo desconocía la infancia de su padre, las clases en el colegio en las que vio el mundo por primera vez o las incursiones musicales que hizo durante la adolescencia. Durante mucho tiempo, su padre se mantuvo como una figura con la que se encontraba en las intersecciones del saber. Todavía es así.

Sentado en una silla en una de las esquinas de la biblioteca de su casa, Jorge recuerda el día en el que su hijo Eduardo se graduó de la universidad mientras Verónica bromea sobre la veracidad del recuerdo y la influencia del orgullo que siente por él.

—Cuando se graduó Eduardo el aplauso fue fenomenal, toda la sala aplaudió y siguió aplaudiendo un buen rato. Eso no había pasado para ningún estudiante. Para Eduardo debía ser muy payaso —dice con la risa característica que marca el ritmo de la conversación.

Para Guillermo, reconocido arquitecto, el primer recuerdo de su padre es fácil de ubicar. Se trata de la montaña de puf, un juego en el que Jorge lo subía a la cama, lo ponía sobre sus rodillas y coreaba “está en una montaña, en una montaña”. Luego, abría las piernas en el momento menos esperado. Guillermo se desplomaba por la cumbre que significaba la anatomía de su padre y aterrizaba entre risas sobre la cama. Lo describe como un hombre cariñoso, aunque quizás no de la manera más tradicional.

—Era mucho más analítico. Recuerdo que hubo un concurso de fotografía en el colegio. Al llegar, le mostré la foto a mi papá con orgullo. Me respondió que sí, que la foto estaba linda, pero lástima que el obturador no sé qué. O sea, era muy crítico con las cosas que hacíamos, pero siempre de una manera constructiva.

Si piensa en su infancia, la banda sonora es la obertura del tercer acto de Lohengrin de Wagner. Antes de los sábados de escucha, la música inundó su casa todos los domingos desde las seis y media de la mañana. No hubo excepciones. Sin embargo, para Guillermo el mundo se presentó ante él a través de la mirada. Jorge cuenta que su hijo dijo los colores antes que palabras como mamá o papá. Su entendimiento era completamente visual.

Al crecer le fascinó ver a su padre trabajar en su taller. Le gustaban las espirales de bronce que caían al suelo desde el torno, las figuras que construía y la posibilidad de moldear cualquier material con la imaginación como techo. Jorge tenía las mejores cartulinas, rapidógrafos, colores y reglas, y para su hijo ese mundo era seductor. También compartieron el gusto por la fotografía y se turnaron el cuarto oscuro que había en casa.

Guillermo entendió mejor las estructuras gracias al conocimiento de su padre en ingeniería y años después trabajaron juntos. Recuerda una ocasión en particular cuando diseñaron relojes de sol para una casa en Cartagena de Indias. Actualmente lo visita con regularidad, sigue disfrutando encontrase con él en el taller y verlo entre lijas, tornillos y materiales.

Jorge nunca está solo. Además de sus hijos, nueras y amigos, cuenta con la compañía constante de su nieta Verónica, hija de Eduardo. El primer recuerdo que tiene de su abuelo no es claro. Puede ser el viaje para ver un eclipse en el desierto de la Tatacoa, otro persiguiendo un cometa, dibujos realistas de barcos y trenes que les hacía a ella y sus hermanos, varios juegos de palabras y decenas de pesebres temáticos que reproducían con exactitud los eventos astronómicos del año en cuestión. Es como jugar a encontrar una nube en un aguacero. No sabe cómo definir la relación que tienen, pero si lo piensa bien, la primera palabra que se le viene a la cabeza es aventura.

Sentado en una silla en una de las esquinas de la biblioteca de su casa, Jorge recuerda el día en el que su hijo Eduardo se graduó de la universidad mientras Verónica bromea sobre la veracidad del recuerdo y la influencia del orgullo que siente por él.

—Es como, no sé, yo creo que somos un poco raros en general —afirma Verónica con una sonrisa pronunciada.

No recuerda escapadas a comer helado, aunque sí algunas cosquillas. Ninguna travesura, pero sí conversaciones sobre astros. Su interacción se construyó entre eclipses, viajes, mini telescopios y un vínculo cercano con el cielo. También con los rincones de la casa de sus abuelos. Un laberinto familiar repleto de libros, discos y ‘aparaticos’ que exploró por años. Al crecer, el eco de las conversaciones con su abuelo influyó un poco en su decisión de estudiar física y en el interés que tiene en la cosmología, la física computacional y la dinámica newtoniana.

A sus 41 años entiende más a Jorge. Disfruta ver cómo soluciona cada problema de la manera más eficiente. Se ríe de sus ocurrencias, como pasearse por la casa con el bastón sobre la cabeza ante la insistencia de su doctor de usarlo siempre que camine. Lo visita una vez a la semana y le sorprende encontrarlo en su taller mientras fabrica algún artefacto o escribe a mano en una libreta.

Después de repasar su vida, Jorge se levanta de la silla. Avanza con pasos cortos y veloces. No quiere que le tomen fotos al taller, pues está desorganizado y en el momento de ser retratado corrige la distancia a la que debería estar el fotógrafo. Organiza un poco, mueve tubos de aquí para allá, guarda tornillos, cierra puertas, se acomoda el pelo y dice estar listo. No sonríe. Su rostro se transforma hasta parecer una pintura. Una mueca única que dista de los gestos que acompañan sus historias. Señala un busto de Beethoven, una esfera que representa la Luna y que pide acomodar para los últimos retratos. Al despedirse retoma la sonrisa que acompasó la conversación y se dirige nuevamente a la biblioteca.

—Una última pregunta, Jorge —Verónica se acerca a la oreja y repite la frase.

—Dígame.

—¿Cómo ha cambiado su mirada con el paso de los años?

—Pues ahora tengo que tener un poco de cuidado al caminar para no caerme.

 

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