Incognoscibles leyes del azar dispusieron que el pasado martes 30 de abril me metiera yo en la cama dispuesto a ver Smoke (Humo, Wayne Wang, 1995) acaso por quinta o sexta vez en mi ya nada corta vida.
En todas esas ocasiones la vi a solas, algo a lo que estoy de antiguo acostumbrado. Sin embargo, esta última vez habría preferido compañía y conversación cinéfilas. O humana conversación, a secas. No había terminado el filme cuando las redes sociales se las apañaron para imponerme de que la esperada muerte del escritor Paul Auster había ya acaecido. Cáncer, 75 años.
El tristísimo suceso, las emociones y las divagaciones que la película y el tránsito de un autor fundamental de nuestra era me causaron, son el asunto de esta bagatela dominical.
Entre tanta noticia catastrófica, ya sea de orden natural u obra de la humana ruindad, y el recelo con que suelo recibir tanto exhibicionismo de las emociones, sean genuinas o fingidas, como desde hace demasiado tiempo pretenden imponernos la industria editorial y la fatídica sección de “cultura, arte y entretenimiento” de los los medios de prensa que van quedando en el mundo, resta aún espacio para el elogio sincero.
Hay, por cierto, quien sube a la red la fotografía del estante que guarda algunos –¡a veces todos!– los títulos del autor que acaba de patear el balde. A menudo se disponen los lomos en el orden cronológico de aparición de sus obras. Simpatizo muchísimo con este tipo de muda efusión que, con seguridad, ampara gratitud por una idea o una frase o una imagen o el recuerdo centelleante de la personal época en que nació la adicción a esa firma.
No conozco toda la obra de Auster. Tan solo un puñado de títulos pe, de entre esos pocos, me haré lenguas aquí de La invención de la soledad, justamente la elegía a la muerte de su padre que dio inicio a su copiosa producción.
La invención de la soledad compendia todo el poder evocativo – hipnótico,más bien– del lenguaje de Auster. La prodigiosa destreza compositiva que el estadounidense pone en juego para contar las muchas vidas de una única vida desgraciada y hacérnosla familiar y querible fue para mí, lector, como abrir la escotilla que da al insospechado mundo de los muertos, solo en apariencia carentes de lustre, muertos irreductiblemente lleno de humanidad.
Auster había vivido alejado de su padre hasta bien entrado en su adultez. Su padre, un buen hombre aunque bastante grisáceo, socialmente evasivo y melancólico, murió repentinanente.
A partir de ese hecho, Auster narró en su magistral La invención de la soledad (1979) algo que había sido un turbador secreto familiar durante más de medio siglo: su abuelo, el padre de su padre,fue asesinado a tiros por su esposa –la abuela– en presencia de dos de sus hijos. Aunque absuelta por considerar que actuó durante un arrebato de locura, el suceso marcó a Auster y movió su vena narrativa. Pero no es de ello que quisiera tratar hoy, sino de otra clase de escritura, la dramática, de la que Auster hace gala en el guion de Humo.
El filme, de bajo presupuesto y altísima calidad expresiva, narra una breve temporada en la vida de Paul Benjamin (John Hurt), un escritor que es trasunto del propio Auster, y de su amigo Augie Wren (Harvey Keitel), propietario de un típico estanco de tabaco en Brooklyn, Nueva York. La historia transcurre en los años noventa.
La historia es, para decirlo de una vez, chejoviana: sus personajes son gente del común y sus historias –sus circunstancias– son en extremo dramáticas aunque ninguna tiene desenlace letal. En las actuaciones descuella el hecho –infrecuente en un filme americano– de que nadie sufra estallidos de histeria: no hay repentinos acting out de móviles ocultos ni patéticas confesiones finales a todo grito. Si no incurro siquiera en el boceto de una sinopsis es por no hurtarle al lector que no la hubiese visto el placer de una velada de gran cine. Sin embargo, haré una excepción.
Augie tiene un hobby:la fotografía.Y desde hace unos años trabaja en un proyecto muy personal, aún sin saber dónde lo llevará. Cada mañana, exactamente a las 8:00 am, toma una foto de la esquina donde está su kiosko y la guarda en un álbum. Es así que cuenta ya con muchos álbumes llenos de fotos de la misma esquina a la misma hora. Solo cambian los transeúntes, a veces borrosos.
Wayne Wang, el director —estadounidense de origen chino—, ya era un curtido director de largometrajes cuando hizo “llave” con Auster. Tengo para mí que la calidez de la amistad que en la ficción anudan el escritor, viudo inconsolable, y su amigo, el dueño del kiosco de tabaco, emana de la afinidad entre guionista y realizador en la vida real.
Un día Paul, que a causa del duelo —su esposa murió en una balacera , durante un atraco—padece una sequía creativa, accede a hojear los álbumes. Tal vez dé allí con una idea. Se topa en uno de ellos con la foto de su difunta esposa. Esto es solo un momento, a solas, con su amigo pero la magia actoral de Keitel y Hunt brinda un condensado de los temas de Auster entre los que destaca el papel del azar en nuestras vidas.
La serie de cuadros escénicos de Smoke termina con un relato navideño que Paul logra venderle al The New York Times. Lo canta el incomparable Tom Waits.
¡Gracias por tanto, Paul Auster!
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