Por ALEJANDRO VARDERI
Novelista, dramaturgo, cuentista y guionista, Manuel Puig (1932-1990) pervive en la memoria literaria del siglo XX, mediante una obra donde la pequeña historia deviene arte y parte de un todo mayor en el cual se imbrica la mirada gay sobre lo femenino, el Hollywood dorado, el género folletinesco y la cultura popular. Ello puesto al servicio de personajes cuya realidad los sobrepasa, mientras pasan por la vida de soslayo, como quien mira vitrinas, sin detenerse a detallar sus contenidos ni reflexionar sobre su existencia, más allá de lo que esta representa para el otro. Así Herminia en La traición de Rita Hayworth (1968), Gladys en The Buenos Aires Affair (1973) y Maria da Gloria en Sangre de amor correspondido (1982) compendian las frustraciones de ciertas mujeres solas y sensibles, aisladas en pueblos pequeños, y constreñidas por la pobreza y los prejuicios sociales. Mujeres cohibidas hasta el punto de no poder expresar deseo alguno, ni siquiera a través de ese otro visto en la pantalla de cine; o esperando inútilmente por el instante cuando un hombre, sin importar cuán manipulador u ordinario sea, venga a rescatarlas de su inmovilidad tras el cristal.
Molina o la permanencia en el deseo
En la obra de Manuel Puig el deseo donde sus personajes se estatizan viene expresado desde la culpabilidad, producto de la inadecuación ante la diferencia, pues toda pequeña diferencia se constituye en origen del deseo mismo. En tal sentido Molina, el único personaje abiertamente homosexual en la narrativa de Puig, se feminiza hasta adecuarse al comportamiento de la mujer, dado que Puig no está interesado en desarrollar un discurso social, político o amoroso desde el ser homosexual, lo cual es el caso de la literatura gay norteamericana o iberoamericana; su protagonista comparte más bien con Herminia, Maria da Gloria y Gladys el mismo objeto de deseo: un auténtico hombre.
Molina fantasea con la idea de acostarse con un heterosexual sin cuestionar su brutalidad, siempre y cuando le dé suficiente seguridad y protección. Tomando en cuenta esta perspectiva, su comportamiento encaja dentro del esquema de la mujer históricamente reprimida y rehúye el ideal feminista de liberación. Molina y las heroínas de Puig parecen conformarse entonces con sus oscuras vidas sujetas al poder masculino, y solo iluminadas por los reflectores del cine de los años cuarenta. En El beso de la mujer araña (1976), el montaje cinematográfico de los personajes le permite al autor construir dos niveles de sentido. En un primer nivel se halla la relación entre Molina y Valentín que los lleva a precipitarse a un abismo sin fondo o caída infinita, equivalente a un estar inmóvil simbolizado por la celda donde han sido confinados. Entre sus paredes Molina asume progresivamente el rol femenino, cuidando a su hombre —tal cual hace Helen Hayes con Gary Cooper en Farewell to Arms (1932)— hasta el punto de morir por él, pero no sin antes habérselo llevado a la cama. En un segundo nivel, la seducción se desenvuelve dentro del estadio cinematográfico. Aquí Molina despliega, a través de sus ropas, el lenguaje estereotipado del cinema noir norteamericano que (di)simula la realidad de la celda. Desde Cat People (1942) a I Walked with a Zombie (1943) y Enchanted Cottage (1944), el personaje se transforma en la mujer pantera, la cantante de cabaret, y la muchacha neoyorquina de vacaciones por el Caribe, a fin de seducir a Valentín con el travestismo de su discurso.
Como “mujer fálica” Molina asimila su feminidad a su masculinidad —no su androginia— a fin de contener, intensamente, el poder de ambos sexos en un único cuerpo misterioso y excitante a la vez. Un cuerpo que atrae no solo por la soledad y monotonía de su vida, sino porque perpetúa el papel convencionalmente asumido por la mujer: “Pero si un hombre… es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural, porque él entonces… es el hombre de la casa”. Esta aseveración de Molina refleja el prototipo de la mujer anterior al movimiento feminista, y predijo la emergencia, en su doble acepción, de las nuevas tradicionalistas en los ochenta, lo cual forzó al feminismo de los noventa a hacer un balance bastante pesimista en cuanto a la actualidad de sus principios. Una operación que en el nuevo milenio se ha visto justificada, dada la indiferencia de las nuevas generaciones con respecto al tema. Así Molina cierra la brecha entre las mujeres de los cincuenta y las de los ochenta, deseosas ambas de venderse por un poco de seguridad y un hombre a quien cuidar, envolviéndolo en papel maternal cual si fuese un pastel listo para meter en el horno.
Maria y Gladys o la fugacidad del deseo
En cuanto a los caracteres femeninos, Puig tiene el don de escribir desde el interior de la mujer detallando sus reacciones emocionales y sexuales. Bajo esta perspectiva, Maria da Gloria simboliza a las mujeres que expresan deseo a través del placer del otro y esperan retenerlo, sin éxito, con dejarle hacer “su cosa”. Y por otra, el poder fálico del sexo masculino es feminizado por el deseo amoroso de una Maria que quiere mantener al otro dentro de sí como un todo. Ello es el resultado de la capacidad del autor para escribir desde el cuerpo de la mujer, como parte del proceso de transferencia que se lleva a cabo en la mente del escritor gay. Sin embargo, Puig no quiere tener una relación homosexual con Josemar, sino que quiere ser Maria para gozar —sufrir— heterosexualmente en el otro y ser poseído por él; lo cual estaría más cerca de una escritura transexual, pues raramente el hombre gay pretende ser mujer, a lo sumo simularla. En general, la cultura gay lo que ha buscado es más bien lo contrario, es decir, llevar al hiperreal el estereotipo de virilidad a través del culto obsesivo por el cuerpo y el fetichismo del uniforme.
Gladys, la heroína de The Buenos Aires Affair, es probablemente quien mejor ilustra el poder transexual de la escritura de Puig. El autor sigue en detalle a su personaje desde el embarazo de la madre, hasta su suicidio treinta y cinco años más tarde, mostrando cuán alto es el precio que la mujer debe pagar por el derecho a tener una habitación propia: violación, desfiguración física, relaciones que se esfumaron apenas empezadas, la misma soledad en cualquier ciudad, el esbozo de su propia muerte… El autor pareciera estar alertando y alentando a Gladys a que asuma el rol tradicional, reforzado por la pantalla, al imbricar en la historia diálogos de películas del Hollywood de los años treinta y cuarenta, cuidadosamente escogidos, a fin de parodiar la imposibilidad del amor correspondido, aún en el cine, para las mujeres independientes. Gladys pasa por la vida reprimiendo sus deseos, con la esperanza de que así evitará sufrir, pero la caída en el abismo contemporáneo se torna sin embargo insoportable. Ella, como Joan Crawford en Humoresque (1946), pareciera estar siempre preguntándose: “¿Para qué sirve una mujer que no le sirve a nadie?”, precipitándose entonces al vacío.
Al narrar desde la mujer, Puig ni la idealiza ni la humilla, tal cual algunas feministas sostienen con respecto a los hombres que las escriben, sino que se funde en ella, hasta borrar las diferencias y convertirse en mujer exclusivamente. Siendo el autor homosexual, la fusión pronominal de “él” y “ella” no está mediada por el “yo”, con lo cual los personajes femeninos emergen libres de intrusiones masculinas y se igualan por consiguiente a aquellos creados por sus compañeras de oficio.
Un lugar en el trópico
Vereda tropical, película del cineasta y escritor argentino Javier Torre, de la cual se cumplen ahora 20 años, sintetiza las estrategias literarias de Puig, reimaginando su existencia de la época cuando vivió en Río de Janeiro y escribió Cae la noche tropical (1988). En esta novela amplió la temática femenina hacia dos ancianas que recuerdan su pasado, mientras conversan acerca de sus enfermedades y narran la historia, siempre de amor no correspondido, de una amiga más joven: Luci, una argentina residiendo allí por irle mejor el clima, y su hermana Nidia visitándola tras la muerte de su hija, cual desdoblamientos del autor mismo en esa nueva etapa en su devenir. De hecho conocí a Manuel en los primeros años ochenta, en los comienzos de dicha etapa, cuando llegó invitado a Caracas a un congreso literario. Elías Pérez Borjas me pidió que fuera a recogerlo al hotel Ávila para pasar una noche tropical en su casa. Al rato llegó Gustavo Guerrero, quien preparaba para ese entonces su viaje sin retorno a París, y pudimos disfrutar de la agudeza y las divertidas anécdotas del escritor, recién mudado entonces a la Rua Aperana en el barrio de Leblon, tras una estancia de varios años en Nueva York, pues a él también le iba mejor el clima.
Si bien en el film de Torre la representación de Puig está a cargo de un actor más joven, el argumento capta la esencia del autor, imbricando lugares y experiencias, a la vez que espejea con su comportamiento, el de mujeres dependientes de la amabilidad de los extraños, como la interpretada por Vivien Leigh en A Streetcar Named Desire (1951), o poseedoras de una sexualidad explosiva, como la de Rita Hayworth en Gilda (1946). En la película Manuel oscila entre ambas, mientras escribe su novela y observa a Blanche pidiendo auxilio con sus gestos desde el televisor; o improvisa un show en casa de una amiga, al tiempo que Gilda despliega su poder seductor cantando y bailando desde la pantalla. Los paneos de cámara sobre el personaje caminando por las calles de Río en busca de un amante que lo abandonó citan los del film Kiss of the Spider Woman (1985), donde Molina deambula por las calles de Sao Paulo buscando cumplir una promesa al amante que abandonó. La última escena con Manuel perdiéndose entre la multitud, tras contarle a una especialista en literatura que piensa mudarse pronto a Cuernavaca para construir la casa más bella del mundo, captura la nostalgia por edificar un lugar sólido en el cual anclarse finalmente. Un lugar que se le negó siempre a Manuel Puig.
Días antes de su partida definitiva hablamos por teléfono y me comentó lo feliz que se sentía en su nuevo hogar, en una ciudad cuyo clima le iba aún mejor que Río. Había regresado no hacía mucho de Nueva York, donde asistió a la representación en New Jersey de una versión del musical sobre El beso de la mujer araña, con la cual estaba bastante satisfecho; si bien no pudo predecir el éxito que obtendría póstumamente cuando la producción llegó a Broadway. En nuestra última conversación telefónica hablamos sobre la fama y lo fugaz de la existencia, y con su humor característico me señaló que después de muerto no quería nada, que los laureles se los pusieran en vida. Si bien el destino no lo quiso así y, como muchas de sus heroínas de la ficción y la gran pantalla, desapareció tras realizar su mejor performance.
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