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Vivir fuera y hablar normal

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Por JUAN CARLOS CHIRINOS GARCÍA

I. Quisiera comenzar mi intervención con una anécdota que revela que todos, para los demás, siempre estamos del lado de allá, como diría Cortázar. En mayo de 1998 llevaba un año viviendo en Salamanca, la ciudad a la que, como a Cádiz y a La Laguna, tanto debemos los americanos. Una mañana entré a tomar café a uno de los numerosos bares de la ciudad y, en este, un señor joven atendía a los clientes con la adusta, pero siempre franca, amabilidad salmantina. Lo acompañaba su hijito, como de cinco años, vivo como una salamandra y risueño como deben estar los niños siempre. Cuando dije, «buenos días, ¿me pone un café con leche, por favor?», el niño, que era del tamaño de un taburete, se me acercó muy sonriente e intrigado y desde abajo me encaró, diciéndome: «¿Y tú qué hablas?»; como ya sabía a qué se refería, conteniendo las carcajadas le respondí muy serio, pero paternal: «Yo hablo español», pero el niño no se tragó la trampa: «Mentira», me dijo, a lo que yo le insistí que sí, que yo hablaba español como él. Rió, incrédulo, seguro de que jugaba con él o trataba de ocultarle uno de esos secretos que solo los adultos saben y del que él se enterará cuando por fin llegue a viejo. Resuelto a demostrar mi engaño, el niño me preguntó, sagaz, seguro que de esta manera descubriría mi ardid, el misterio de mi lengua que tanto le intrigaba: «¿Hablas español?», dijo con tono inquisitorial. «Sí», le respondí lacónico y ya un poco alarmado. Y ante mi flagrante mentira, el niño me espetó de improviso, seguro de que me había cazado en mi embuste: «¿Cómo se dice ‘mamá’?». Yo respondí, algo inquieto, incluso dudando de que me supiera la respuesta: «Mamá». El niño dio un respingo de sorpresa, pero no se amilanó, prosiguió con su auto de fe lingüístico; aún intrigado, hizo la segunda pregunta, quizá la prueba definitiva que demostraría que de ninguna manera yo podría estar hablando en español: «¿Y cómo se dice ‘casa’?». «Casa», riposté triunfante y muerto de risa por dentro, rogando al cielo que acabara ya el interrogatorio. El pequeño policía de la lengua siguió sonriendo mientras se alejaba de mí lentamente, hacia atrás, mirándome extrañado de no saber por qué entendía el raro acento que se supone que no debía entender. Ese niño no lo supo entonces, pero ante sus recién estrenados sentidos se le había plantado lo otro en forma de mestizo embustero dispuesto a confundir sus convicciones milenarias de sus cinco años de vida. Hoy debe de ser ya un universitario y muchos más acentos habrán pasado ante sus ojos, pues Salamanca es una de las ciudades preferidas por nosotros, los americanos, para hacer nuestros doctorados. Doctorados en los que nunca aprenderemos a hablar normal.

Con un episodio semejante al que acabo de relatar comienza la literatura intercultural, esa que no se queda en los predios naturales de su autor, sino que bebe de cada fuente a la que llega, buscando su propia autenticidad. La literatura intercultural comienza con la lengua desplegándose en las incontables posibilidades del habla. Ese niño salmantino quizá ahora sea abogado o carnicero; médico o cantante; vago o esté en el paro; pero lo cierto es que desde muy temprano se vio obligado a entender que lo otro está frente a él y no hay manera de lidiar con ello sino convirtiéndose un poco en lo que no es. Porque esto ocurre aunque uno mismo no lo quiera. 

II. Por la mañana, antes de venir a escuchar las mesas del Congreso, leí en las redes el titular de una noticia que me hizo mucha gracia: «Una autora catalana prohíbe la traducción de su libro al castellano: “No quiero contribuir a la bilingüización”». Aparte de que este vocablo es dificilísimo de pronunciar, la dicha autora, cuyo nombre no sé ni querré saber jamás, ya ha hecho una enorme contribución al español y al catalán inventando esta ardua palabra: bilingüización. Ha sido capaz de exiliar este vocablo desde los predios lingüísticos de Ramón Llull al reino de Cervantes, quizá sin querer, pero con mucho tino. Pues incluso si te atrincheras en el refractario casco contra la diversidad, tarde o temprano te hallarás en un callejón que te obligará a incurrir en contradicción. En el caso de esta obstinada autora, en forma de neolingüismo —en su caso, involuntario—, que es otra forma de enriquecer la literatura.

III. La literatura que trata de la vida y milagros de los venezolanos fuera ha ido en constante crecimiento, como es normal en un país del que han emigrado siete millones. En Venezuela estábamos acostumbrados a regresar más que a irnos, y el discurso narrativo se ha adaptado a las nuevas circunstancias, lo cual ha dado no pocas obras. El constreñido espacio me obliga a obliterar a decenas de autores y circunscribirme a unos pocos: del continente americano, quiero recordar a la dominicana Rita Indiana, autora de la extraordinaria novela La mucama de Omicunlé (2015), y al chileno Santiago Elordi, autor de enloquecedores relatos en Ficciones americanas (2023); y de Venezuela vienen a mi memoria los nombres de Juan Carlos Méndez Guédez, uno de los «fundadores» de la narrativa de la inmigración americana en España con su hermosa Una tarde con campanas (2004), en la que un niño inmigrante descubre el universo que es Madrid; Rodrigo Blanco Calderón, que ha alcanzado notoriedad con su primera novela, The Night (2019); e Israel Centeno, que ya desde finales de los noventa intuía en sus novelas los derroteros de los venezolanos fronteras afuera, como queda acreditado en una novela delirante y deliciosa llamada Exilio en Bowery (1998). Ellos son herederos de autores tan disímiles como Fermín Toro, autor de Los mártires (1842), la primera novela venezolana, que ocurre (¿por casualidad?) en un Londres dickensiano; y Rufino Blanco-Fombona, cuyo diario, escrito en gran parte en Europa, es un repositorio de vida venezolana fuera.

Quiero cerrar comentando la pequeña composición fotográfica que encabeza esta nota: las iglesias gemelas de Valera (Venezuela) y de Montesano sulla Marcellana (Italia). En contra lo que se pudiera pensar, es la iglesia italiana la que ha imitado a la andina, pues el promotor de este templo en Montesano fue el empresario Filippo Gagliardi, que vivió muchos años en Venezuela y que, quién sabe por qué razón, sentía un especial afecto por la humilde iglesia de San Juan Bautista de Valera, a la que los lugareños llamamos «catedral» sin serlo. Hasta Gabriel García Márquez reparó en la presencia de este sagaz negociador italiano: en 1958, una vez derrocada la tiranía de Pérez Jiménez, el nobel colombiano, aún joven periodista «feliz e indocumentado», escribió una serie de reportajes sobre cómo los extranjeros, sobre todo los que habían colaborado con el régimen, huían del país antes de que el nuevo gobierno ajustara cuentas con ellos, que se vieron obligados a hacer lo que el dictador les mandaba. El nobel explica: «La situación de los inmigrantes era perfectamente comprensible: sobre ellos pesaba la amenaza directa de la Seguridad Nacional». Don Filippo era uno de ellos, por lo cual García Márquez escribió «El último truco de Filippo Gagliardi», en el que cuenta las aventuras de este curioso y algo pícaro emprendedor. Toda una novela de ida y vuelta, la de Gagliardi, que queda como recuerdo de que el intercambio cultural entre Europa y América no ha acabado y no ha de acabar jamás. Ahí quedan las iglesias gemelas, como se ve en la foto: de un lado estoy posando ante la iglesia italiana; del otro, mi querido amigo, el pediatra valerano Rafael Santiago, que me hizo el favor de enviarme esa imagen para una conferencia en la Universidad de Salerno y que ahora me sirve como testimonio de que uno puede irse o quedarse, pero siempre debe regresar. A los orígenes, que es de donde brota la savia de la imaginación.

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