Por JOHN BERNARD
En 1967 yo había cumplido un año de servicio como voluntario del Cuerpo de Paz en el pueblo costeño de Cata, estado Aragua, Venezuela, cuando un día apareció el presidente de la hacienda a pedirme un favor. Al día siguiente llegaría, me explicó, un señor europeo de Caracas con el fin de visitar a la gente.
—¿Sería posible que se alojara con Ud. unos 3 o 4 días?
Yo vivía en una parte de la casa de la antigua hacienda de cacao donde antes lo hicieron los caporales dirigiendo el trabajo de la hacienda, produciendo la valerosa cosecha. Mi respuesta afirmativa me abrió la puerta a una de las experiencias insólitas de mi estadía de dos años en el pueblo de Cata.
Hellmuth llegó a la tarde con muy poco equipaje. Una persona muy accesible, me dio las gracias por haber ofrecido mi casa donde podría quedarse durante su tiempo allí. Me clarificó su propósito de la visita, y me pidió cualquier ayuda que yo le pudiera dar, que ya había vivido en el pueblo por un año. Vino, me dijo, para conocer a la gente y hablar con ellos sobre su vida. Me explicó que lo había hecho así en muchas partes del mundo, especialmente en Suramérica. Siempre me había interesado el estudio de la antropología y Hellmuth, en ese primer encuentro, me confirmó que era un verdadero observador y participante activo en dicha ciencia.
Nuestra conversación duró hasta la hora de la cena y continuó después. Hasta hoy, unos 55 años después. Me contó que en una ocasión había visitado una tribu de indios peruanos, y durante el tiempo que estuvo con ellos, un hombre, por algún motivo, mató a otro. El hombre fallecido tenía una esposa y cuatro hijos quienes quedaron sin guía masculino en la familia. Hellmuth explicó que la tribu tenía una solución que acababa con cualquier problema que la ausencia causaría en la familia. El asesino del esposo, desde la hora de su muerte, se encargaría de cuidar a la familia despojada y así disminuir la tragedia y su lucha diaria.
Había visitado otro pueblito en la Guyana que resolvió el problema que ocurría los fines de semana, cuando los hombres se emborrachaban y muchas veces terminaban peleando. Tenían como comandante de la policía a una mujer grande y gorda que nunca tomaba alcohol. Siempre estaba alerta y lista para enfrentar cualquier desorden que ocurría. Si dos hombres comenzaban a pelear, agarraba a cada uno bajo los tremendos brazos y los arrastraban a su cárcel donde los depositó para refrescar su actitud.
Durante la conversación le comenté que había descubierto algo de interés hacía poco tiempo en un rincón remoto de la hacienda de cacao, en medio de un arroyo casi seco. Allí descansaba una piedra grande, que yo pensaba eran petroglifos de antiguos habitantes de la región. Yo lo había comentado a personas en el pueblo. La mayoría de ellos no los había visto. Pero los que sí sabían de su existencia me juraban que eran obras de los españoles que ocuparon la zona durante la conquista. Yo simplemente contestaba en lo afirmativo y guardaba mi sospecha de que eran rasgos de indios que habían habitado la zona muchos años antes de la conquista. Cuando mencioné a Hellmuth, no perdió tiempo en decirme que los quería ver.
Al día siguiente, después del desayuno, comenzamos el rumbo hacia el arroyo. El camino nos llevó por la selva densa donde mejor crecían las matas que producían el cacao protegidas por la sombra de los inmensos árboles. Pasamos una que otra parcela que cultivaban habitantes del pueblo para su propio uso. Y siempre vigilamos el camino por si acaso veíamos una culebra venenosa llamada mapanare que abundaba en la zona. Después de media hora, el plano comenzó a subir y allí apareció el arroyo con la piedra enorme en el medio que yo había mencionado la noche anterior. Le enseñé a Hellmuth unos rayos claramente esculpidos en ella. Helmuth no perdió tiempo en aclarar la razón de su existencia. Trazó cada línea grabada con una tiza que había traído que las destacó claramente. Me explicó lo siguiente: seguramente fue el brujo de la tribu que hizo las marcas. El brujo siempre se apartaba de la aldea que había establecido la tribu para hacer sus ritos religiosos para el bien de todos. Allí rezaba a varios espíritus para ayudar a la tribu. Principalmente, él mantenía contacto con el sol. Trazó con la tiza siguiendo unas rayas esculpidas en la piedra destacando una figura redonda. El sol. Y si esperamos unos minutos, me explicó, cuando sube el sol sobre esa montaña, el primer lugar donde caen los rayos será justamente aquí iluminando su dibujo del sol. Y mira aquí está la luna. Con la tiza siguió el dibujo de la luna con una línea debajo. Y así pasamos el tiempo, Hellmuth trazando dibujos grabados por un indio solitario hace siglos y yo intrigado al escuchar su relato trayendo a la vida la tribu de indios que había habitado este lugar mucho más antes que los españoles.
Seguí mi contacto con Helmuth durante unos años, y luego regresé a Estados Unidos en 1978. En él descubrí una persona sumamente interesada en el trayecto de la humanidad y los pasos que tomaron que ya quedan grabados en piedra. Conservo hasta hoy día el recuerdo de Hellmuth como una de las personas más influyentes de mi vida.
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